Opinión

El velo olímpico

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 8 minutos

 

«Todos sabemos que si vas a Estambul ves a muchas mujeres con velo. (En el video) no se vio a ninguna», observó  Marisol Casado, española, miembro del Comité Olímpico Internacional, el diez de julio pasado, al criticar la candidatura de Estambul a los Juegos de 2020. El motivo: en el vídeo de presentación de la ciudad no había mujeres con velo. Y remachó: «A mí me parece que si querían de verdad trabajar la cuestión de la fusión cultural tendrían que haber sacado una sociedad plural».

Plural: dícese de una sociedad que permite oprimir a las mujeres de diversas maneras. Ésta es la conclusión de la frase. Porque desde luego al hablar de las Olimpíadas no se trata de mostrar elementos folclorísticos de anuncios de las agencias de turismo. Ninguna atleta japonesa corre los cien metros valla en kimono. Ningún mexicano hace el salto de longitud con el sombrero de ala ancha. Ni desde luego Marisol Casado vestirá traje de faralaes para presentar un triatlón. No. No salieron gitanas bailando flamenco en el vídeo de la candidatura de Madrid. Afortunadamente.

No salieron gitanas bailando flamenco en el vídeo de la candidatura de Madrid. Afortunadamente

Cierto: el velo islámico al que se refiere Marisol Casado no es un elemento folclórico. No es un retazo de color popular. Es el uniforme de la sección femenina de los partidos islamistas, de Turquía a Marruecos. Como tal sí representa a una parte de la sociedad: aquella que pone su vida al servicio de la separación de mujeres y hombres, siempre a mayor gloria de Dios. La que niega a la mujer la condición de ser humano completo y la ve sólo como «complementaria» al hombre. Complementaria: esta fue la palabra que quisieron introducir en la Constitución de Túnez los partidos islamistas en el poder. Las feministas consiguieron pararles los pies.

Porque no es verdad que el velo intenta imponer el respeto a la mujer. El velo codifica y establece el derecho del varón a faltarle el respeto a la mujer, a cualquier mujer, mientras ella no oculte su cuerpo. Su cuerpo, en la interpretación más en boga hoy día es su cabello, piernas, brazos, escote, todo lo que no sean cara, manos y pies. Dado que el varón tiene el impulso irrefrenable de abalanzarse sobre cualquier mujer una vez que se sienta excitado, dado que tiene el reflejo inevitable de cometer imprudencias al contemplar su cabellera, por ejemplo violarla, es necesario ocultar los encantos de la mujer bajo un velo. (Ésta es las justificación oficial e universalmente admitida del velo islamista).

Con tal de presentarse bajo símbolos exóticos, la represión de la mujer es perfectamente aceptable

La solución – tapar a la mujer – evidencia que este impulso irrefrenable no es sólo una reacción natural del hombre sino que, al ser natural, es su derecho. Si no tuviera derecho a reaccionar así, la religión intentaría enseñarle a dominar sus instintos. No lo hace: opta por dar por buena esta reacción e impedir que se produzca, evitando darle motivo. Apartando a la mujer de la vida pública o ocultando sus encantos de tal forma que no podrá sentirse excitado.

Ésta es la ideología que Marisol Casado, al igual que otras muchas mujeres europeas, de la política al mundo de las artes, llama «plural» y quisiera ver representada en una Olimpíadas.  «A mí me tocó muchísimo» la ausencia del símbolo de esta ideología, dijo. Ésta es la postura consensuada de Europa: con tal de presentarse bajo símbolos exóticos, la represión de la mujer es perfectamente aceptable.

Es la misma reacción que reinaba durante la época victoriana en Inglaterra o el nacionalcatolicismo en España: el desnudo era escandaloso, prohibido, censurado, excepto cuando se trataba de tribus africanas. Una foto de una mujer negra en tetas era perfectamente aceptable, siempre que estuviera rodeada por cocodrilos y con una choza de barro al fondo. Al ser una clase de humanos diferentes, en el fondo no del todo humanos, su desnudo no se podía juzgar por los estándares de la moral cristiana europea.

Lo mismo vale hoy, según este consenso de Europa, para las mujeres de los países musulmanes: reprimirlas y negarles la igualdad es perfectamente aceptable, siempre que se haga mediante versículos del Corán, este texto escrito en una caligrafía tan exótica, y profusión de banderas verdes. Porque son diferentes. No son, en el fondo, del todo humanas. Son musulmanas.

Hay cierta ironía en que Marisol Casado dirigiera este reproche a Turquía, el país cuyo gobierno – en manos del partido islamista AKP – trabaja desde hace una década esforzadamente para acabar con la igualdad de las mujeres instaurada hace un siglo y convertirlas en máquinas de producción de bebés para la patria.

El primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, no sólo insiste en todos sus discursos que el deber de toda mujer es tener un mínimo de tres hijos; también prometió el mes pasado construir piscinas separadas para hombres y mujeres para fomentar un deporte sin malas influencias. Casi sorprende que el Comité Olímpico Turco, pese a actuar a las ordenes una alcaldía en manos del mismo AKP, haya optado por no hacer gala de la ideología oficial sino de ocultarla a favor de un mensaje universal, en el que mujeres y hombres aparecen como iguales.

El deporte olímpico es un culto al cuerpo, a un cuerpo sano, convertido en expresión de lo bello

Pero sobre todo, la ironía de la frase de Marisol Casado reside en que la pronuncia un miembro del Comité Olímpico Internacional. Un comité que debe vigilar por el espíritu en el que se refundaron, hace un siglo, las Olimpíadas griegas: el respeto mutuo, la salud física y mental, el culto a la belleza del cuerpo.

Sí: la belleza. El deporte olímpico es un culto al cuerpo, a un cuerpo sano, cuidado, convertido en expresión de lo bello, ese concepto sobre el que ya reflexionó Platón, aunque en su época giraba en torno del varón, una limitación hoy superada. Un culto al cuerpo natural, desde luego: no vale la cirugía estética ni el dopaje, que precisamente falsea la pureza de esa adoración. Las competiciones griegas clásicas se hacían desnudas y no es casualidad que esa misma cultura nos legase esculturas, tanto masculinas como femeninas, que hasta hoy marcan un canon de belleza universal. El discóbolo es universal, o no habría Olimpíadas.

Y precisamente esta admiración por la belleza del cuerpo y su capacidad – bella – de buscar sus límites naturales es el concepto que combaten hasta la sangre las religiones abrahámicas, cristianismo, islam y judaismo por igual. El cuerpo es pecaminoso para el dogma cristiano, es la expresión misma de la condena de la humanidad. El de la mujer es un peligro social en el islam: una mujer que muestre su cuerpo instigará a los hombres a enfrentarse, a dejarse arrastrar a la fitna, la discordia y pelea entre creyentes, máximo pecado.

La ideología del hiyab marca a las mujeres sometidas, clavándoles en la cabeza un trozo de tela cual bandera

La paradoja es que alguien que represente el espíritu olímpico salga públicamente a favor de una ideología que preconiza todo lo contrario al respeto mutuo y a los ideales estéticos que fundamentan el deporte. Una ideología en el que el cuerpo humano – sobre todo el de la mujer – no debe ser admirado ni siquiera en pintura: los islamistas egipcios y argelinos tapan o destruyen esculturas femeninas inspiradas en la tradición griega.

La ideología por cuya ausencia se siente tan tocada Marisol Casado es aquella que marca a las mujeres, clavándoles en la cabeza un trozo de tela cual bandera victoriosa: cada nueva mujer sometida a esta visión (sea por amenaza de muerte, sea por entrega voluntaria) es un nuevo paso en la batalla hacia el triunfo del patriarcado. Una batalla en la que se derrama mucha sangre. Casi siempre la de la mujer. Cada día.

En esta batalla, que es a muerte, Europa jalea y aplaude a los opresores. Con ignorancia olímpica.

 

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