Artes

Goran Petrović

Bajo el techo que se desmorona (2010)

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 31 minutos

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Yugoslavos, ¡Tito ha muerto!

La crítica, a menudo tan perezosa, ha querido alguna vez ubicar a Goran Petrović, (Kraljevo, 1961) en los territorios del realismo mágico. Puestos a empadronar alegremente, yo me atrevería a situarlo más bien en el neorrealismo italiano. Al menos este último libro suyo traducido al castellano, la novela en relatos Bajo el techo que se desmorona, más afín al mundo narrativo de Fellini y Tonino Guerra que al Macondo de Gabo.

Una novela en relatos no es lo mismo que un libro de cuentos unitario. Para éste basta reunir historias diferentes bajo un tema común; una novela, en cambio, necesita que todas las piezas aporten en el conjunto homogéneo, que parezcan incluso imprescindibles. Y eso es lo que consigue Petrović alrededor de ese viejo cine, protagonista principal del libro, que fuera primero hotel, luego sala de proyección privada, más tarde nacionalizada por el régimen y obligada a exhibir solo filmes comunistas, y donde una buena tarde de 1980 se anuncia que el mariscal Josip Broz Tito, arquitecto del país y faro de todas sus almas, ha muerto.

Al igual que otro escritor de la exYugoslavia, el bosnio Ivica Djikić, Petrović encuentra en el humor un tono ideal para desarrollar la amplia galería de personajes que componen la parroquia habitual del cine Uranija y sus alrededores. Algunos nos resultan familiares, como ese operador Svabić, empeñado en hacer su propia película con fotogramas descartados de otras, igual que el vejete de Cinema Paradiso; o como el oficial aquejado de cierto tic que le hace levantar instintivamente el brazo, igual que Peter Sellers en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú. Y no se pierdan a ese pajarito bautizado como Democracia, al que su dueño quiere enseñar a hablar, dando lugar a equívocos que nos recuerdan a Libertad, la hermana de Mafalda…

Sí, bajo el moroso chirimiri de cal, hermosa metáfora del paso del tiempo, vamos a tener la ocasión de echarnos unas risas. Pero en nuestros días la literatura humorística se ha convertido en un comodín al alcance de todos: basta hilvanar unas cuantas situaciones más o menos descacharrantes, aliñadas a ser posible con un poco de parafernalia grotesca, y el éxito parece asegurado. Petrović, sin embargo, hace algo más sutil y gratificante, más difícil también: todo su relato, de principio a fin, está empapado de ternura. Y la ternura no frena, como algunos que no saben quién es Buster Keaton creen, el efecto cómico, sino que lo matiza, lo humaniza.

Ese sastre que, ante el pelotón de fusilamiento, se demora en observar la impecable factura de los uniformes alemanes; ese espía, el Invisible, al que todo el mundo conoce tras el parapeto de su periódico, que solicita en su informe “recursos adicionales” para poder comprarse otro traje; o ese profesor de literatura que, al final del camino, trata de evaluar su propia vida, y no tiene más remedio que suspenderse. Cosas así descubrimos en otros personajes entrañables, el viejo acomodador Simonović, los pillos Z y ž, Gagui y Dragan, únicos ocupantes de la fila reservada a los romaníes…

Hay que decirlo con todas las letras: con libros como este, Goran Petrović está reuniendo todos los méritos para hacerse un hueco entre los grandes de las letras balcánicas, a la diestra de Krleža y de Danilo Kiš. Entre otras cosas, porque entre bromas y veras nos expone el alma de su tierra y de su gente, que al cabo no es tan diferente de la de cualquier pueblo europeo que haya conocido la tiranía y la guerra, y que haya proyectado sus terrores y sus sueños sobre la blanca pantalla de un cine. Cuando habla del funeral de Tito, lo define como “el más largo de la historia de la humanidad”, porque “hemos estado presenciando ese sepelio durante más de un cuarto de siglo”, y porque “junto al sarcófago principal se han ido acumulando cientos de miles de tumbas más pequeñas”, “en realidad toda la antigua Yugoslavia es un enorme complejo conmemorativo del difunto presidente”.

Aunque dicen que los mejores chistes se cuentan en los velatorios, queremos creer que el humor puede ser también un excelente alivio de luto.

[Alejandro Luque]

Bajo el techo que se desmorona  

(Páginas 11-28 de la novela)

 

Novela de cine (Cineroman)

1. Entre 1912 y finales del cine mudo, una película en episodios.
2. La historia basada en una película, ilustrada con fotografías
de esa película.

 

Algunos personajes son invetados,
pero algunos eventos son reales.
Y viceversa.

Jesús les dijo:
“Traed de los peces que acabáis de pescar.
Entonces Simón Pedro subió y sacó a tierra la red,
llena de ciento cincuenta y tres grandes peces;
y a pesar de ser tantos, la red no se rompió”.

Evangelio según san Juan, 21:10-11

El noticiero del fondo de la cineteca yugoslava

Botas militares derechas. Botas militares izquierdas 

El Hotel Jugoslavija de Kraljevo fue construido en 1932 en el lugar donde antaño se encontraba el mesón “El arado”. Lo construyó Laza Jovanović, un zapatero originario de Raška. En el invierno de 1926, el tal Laza había comprado en Belgrado un vagón de botas militares desechadas por el ejército. No hubo otros interesados en las botas descartadas, de modo que las consiguió a muy buen precio. En este país, sin embargo, en cuanto uno abre la boca para decir algo, enseguida aparecen otros que afirman que saben más de ello:

–No, ¡más bien Laza Jovanović sobornó a alguien en el Ministerio de Defensa para que desparejaran las botas adrede y las ofrecieran en dos pujas independientes!

Sea lo que fuere, nadie quiso las botas militares derechas sin su par izquierdo. Nadie excepto Laza. Para ahorrarse el hospedaje viajó de noche, zangoloteándose, cansando la vista de la oscuridad mientras atravesaba media Serbia, pensando que jamás iba a amanecer cuando alboreó casi al llegar a Belgrado. Sin embargo, Laza no tenía tiempo para recorrer la capital; todos los que vienen de la provincia comparten el mismo miedo de no llegar tarde. Por lo cual se acurrucó, mucho antes de la subasta, en el fondo de una sala majestuosa. Si le hubieran preguntado en qué calle o en qué edificio, solo se habría encogido de hombros, ya que no habría sabido decirlo. Y tal vez se habría quedado ahí olvidado para siempre, si no hubiera confirmado el precio de salida levantando su mano. La gente reunida, en su mayoría comerciantes de renombre, peces gordos con abrigos de piel con suaves cuellos de astracán, enseguida volvieron sus cabezas para tomarle la medida al hombrecillo de vestimenta provinciana, dispuesto a despilfarrar el dinero en una mercancía sin valor.

–¡A la de una…, a la de dos…, vendido al señor de la última fila! –anunció el capitán de intendencia; se oyó el golpe del martillo de subasta y se levantó una nubecilla de polvo.

Alguien rio. Pero cuando un mes después en la nueva subasta aparecieron solo las botas militares izquierdas, únicamente el sagaz Laza contaba con las derechas. Esta vez estaba sentado, con acentuada comodidad, delante del todo, y confirmó el precio de salida seguro de sí mismo. Los comerciantes presentes se inquietaron, asomaron sus cabezas por los cuellos de astracán, estiraron sus pescuezos enrojecidos…

–¡A la de una…, a la de dos…, vendido al señor de la primera fila! –anunció el subastador, el mismo capitán de intendencia, y el golpe del martillo de subasta volvió a provocar una nubecilla de polvo.

Esta vez alguien tosió. A los participantes de la puja no les importaba tanto la ganancia omitida como la pérdida de su sentimiento de grandeza. A un comerciante no le gusta que ni un solo centavo acabe en el bolsillo ajeno, pero el hecho de que un simple zapatero los hubiera engañado de esa manera dolía en serio. Todos se hicieron a un lado, callados, para dejar pasar a Laza cuanto antes, para que se fuera a su remoto pueblo. Como dicen: “Que el diablo se lo lleve a cuestas…”. Todos se hicieron a un lado, callados; solo uno no pudo aguantarse, porque habría reventado de resentimiento:

–¡Ten cuidado de no perder la cabeza por andar emparejando tantas botas!

–!Señores, tengamos mesura… Sin groserías, por favor… Continuamos… Es el turno de un nuevo artículo, nueve cargas de caballo de la más fina seda provenientes del desmantelado Departamento de Globos! –anunció el subastador.

Dos montones del tamaño de dos montañas

Laza Jovanović bregó durante años almorzando en casa tan solo los domingos o días festivos. Los demás días se iba antes del amanecer a un depósito que había alquilado junto a la estación de ferrocarriles de Kraljevo y emparejaba los miles de botas militares de dos montones del tamaño de dos montañas…

En realidad, primero recorrió esas montanas durante meses, tropezando, cayéndose, subiéndolas a rastras, revolviendo y clasificando someramente hasta reducirlas a decenas de cúmulos mas uniformes, y entonces comenzó a emparejar todas las botas con más facilidad… Hasta bien avanzada la noche remendaba las suelas rotas con la lengüeta hacia fuera, agregaba punteras, pasaba los cordones por los ojales, “sacaba” brillo… para revender el calzado reparado a un precio varias veces mayor. Incluso encontraba fácilmente clientes para las botas que quedaban sin su par –la Primera Guerra Mundial acababa de terminar y habia mucha gente con una pierna. Aunque siempre están los que, después de cualquier tragedia, ignoran a ese tipo de personas y andan disimulando, haciéndose los sorprendidos:

–Disculpe, ¿a que gente con una pierna se refiere?

Por ellos, siempre se tiene que decir:

–Pues discúlpeme usted a mí, a la que le falta una pierna.

Laza, sin embargo, hacia este cálculo: era una pena que los lisiados tuviesen que pagar un par si necesitaban solo la bota derecha o solo la izquierda. Que dieran un poco menos que por las dos, pero un poquito más de la mitad del precio completo. Así se dio a conocer como benefactor de los inválidos de guerra, y a la vez sacaba una ganancia adicional. Así concilió la ley divina con la humana. O por lo menos, a diferencia de otros, trató de hacerlo. Lo cual en sí mismo puede considerarse, todavía hoy, un éxito considerable.

Fue un buen negocio. Ciertamente, Laza Jovanović se volvió estrábico de tanto emparejar distintas botas, pero también acumuló una fortuna formidable. Finalmente, se levantó del banquito, se desató su delantal de zapatero, se limpió la mugre de debajo de las uñas con una lezna, salió de su pequeña tienda y se estiró. Ahora podía hacer aquello con lo que soñaba despierto desde hace mucho mucho tiempo. Ese mismo día se atusó el bigote y compró la decaída taberna “El arado”. No le interesaba la casa de madera y adobe a punto de caerse, pero no escatimó dinero por el gran terreno, no regateó, ni siquiera preguntó cuánto costaba. Sacaba uno tras otro los billetes de cien dinares y los iba poniendo sin contarlos sobre el mantel manchado de la taberna… El dueño de “El arado” era considerado un hombre honesto, y se fue poniendo rojo y más rojo, hasta que él mismo tuvo que reconocer:

–Es suficiente, amo Laza… ¡Me da vergüenza tomarte más dinero, ya puedes decir que es tuyo, incluso lo que me has dado es mucho, demasiado!

No obstante, Laza coloco generosamente sobre todo aquello otro billete. Consideraba que tenía que hacerlo, que era justo que diera una propina, porque lo habían llamado amo.

Estos timbres fiscales me matan…

Al día siguiente, su contrato fue recibido en el tribunal correspondiente por el escribano Sv. R. Mališić, también llamado el Estado. Su apellido era ni fu ni fa, sonaba modesto, pero el sobrenombre era poderoso a más no poder.

El funcionario lamio medio pliego de timbres fiscales e imprimió un sello. Es decir, todo habría durado tanto como aquí, cuestión de nada, si en la realidad no hubiese transcurrido con mucha más lentitud. Mališić, el Estado, era conocido por lo que sabía hacer con la mayor rapidez, esto es, cansarse. Examinaba cada acta con detenimiento. En caso de que encontrara sus gafas, que siempre se le extraviaban. Y en caso de que, en lugar de las gafas en su cajón, lo que encontrara fuera la carpeta con la etiqueta que decía: “¡Urgente! ¡Resolver sin aplazamientos!”, justamente aquella que había estado buscando durante meses por todas partes…, en tal caso, Mališic´ posponía cualquier otra tarea y pedía a los desafortunados clientes que vinieran en otra ocasión:

–¡¿Cuando?! Acaso no ves que ni siquiera sé por dónde empezar, por donde desatar las cintas…! Eh, si hubiera sabido que iba a encontrarla tan fácilmente, no habría perdido tanto tiempo antes buscándola!

De otra manera, en circunstancias normales, si tenía alguna objeción respecto del acta en cuestión, el Estado meneaba la cabeza repitiendo de manera significativa: “¡Ts-ts-ts!”, mientras el temor invadía al interesado. Sin embargo, si no tenía objeciones, Sv. R. Mališić se quedaba mucho tiempo callado, elucubrando alguna para poder lucirse.

No obstante, todo aquello no era nada en comparación con el cierre: pegar los timbres fiscales. Mališic´ solía emitir un fuerte ronquido, de algún modo lograba humedecer el primer timbre, hasta tenía el ánimo para fijarlo con su puño, pero para los que seguían se le secaba la garganta, juntaba los labios gruesos, los dejaba caer, los sacaba hacia delante mientras el que estaba esperando y esperando daba con la idea:

–Señor Mališić, le apetecería una cervecita?

–Pues… –Mališić le echaba una mirada por encima de sus gafas–. La verdad es que no estaría mal. Estos timbres fiscales me matan, hago todo lo que puedo, pero me han dejado reseco, el pegamento me llega hasta la garganta… Anda, tráeme una fría, como mucho dos, para que el trabajo no se vea afectado… Tráete otra para ti, y si no puedes tomártela entera, yo me la termino…

Y eso se repetía unas cuantas veces. Concluía con la cerveza, que le daba a Mališić, el Estado, suficiente humedad corporal para pegar el sello y suficiente fuerza para, por fin, levantar el brazo y sellar el documento triunfalmente. ¡Zas! Con lo cual el Estado se expresaba de la manera más sucinta posible.

Pero Laza Jovanović no quería perder el tiempo con la cerveza. Tenía planes, tenía prisa.

–¿Tiene prisa? –preguntó Sv. R. Mališić buscando sus gafas.

–Bastante –contestó Laza ingenuamente.

–Espérese a que encuentre mis gafas… Considérelo un hecho… –comenzó el Estado brioso, pero de tanto brío pronto se cansó.

Así que por eso duró tanto. Y por eso aquí se necesito más tiempo para describir lo que de otra manera se hubiese reducido a: “El mismo día en que se sello y registró el contrato, en cuanto salió del tribunal correspondiente, Laza Jovanović ordenó demoler el mesón “El arado” para que en su lugar, en la calle principal de Kraljevo, se construyera el hotel que esa ciudad jamás había tenido”.

Puntitos y fisuras titilantes…

Quedará sin esclarecer si Laza Jovanović, como otra gente de nuestros lares, no supo moderarse o si solo era testarudo por naturaleza.

–¡No supo moderarse! ¡Eso no tiene nada que ver con la testarudez! –se entrometerán algunos con insistencia aunque nadie les haya preguntado nada al respecto.

Sea como fuere, Laza no quiso renunciar, ni por un ladrillo siquiera, a sus planes grandiosos. En el transcurso de las obras, se quedó sin dinero. Se endeudó en varias ocasiones con el industrial Miljko Petrović Riža. Al final, todo le salió por alrededor de 1 000 000 de dinares (o, con letras: un precio fabuloso). Es decir, eso fue lo que costó el edificio que en la planta baja tenía una sala-restaurante, detrás de ésta un salón grande para bailes y espectáculos, así como una terraza de verano, mientras que en la planta alta contaba con trece habitaciones dobles. La fachada del hotel lucía una ornamentación propia de los edificios mejor decorados de Belgrado. Honestamente hablando, una variante más sencilla, provinciana. Encima del friso estaba escrito con ostentación: HOTEL JUGOSLAVIJA. El costo total incluía también una serie de accesorios: un carruaje negro para huéspedes especiales, una capa para el cochero, el hoyo para guardar el hielo y las vitrinas refrigerantes, las vajillas de porcelana checa y los cubiertos de acero inoxidable de Alemania, las mesas de billar y de ruleta, las suntuosas lámparas y arañas de luces, las telas de la mejor tienda, De Louvre… Todo tenía que estar lo mas impecable posible.

–Espera un poco, amigo… ¡¿Que es esto?! ¡Una chapuza! ¡Hay que devolver el carruaje negro al barnizador de inmediato! –Nada se le escapaba a Laza, tal vez porque era un poco estrábico y podía seguir a la par dos cosas distintas.

Con ocasión de la solemne inauguración en 1932, se encargó incluso una película de cinco minutos del “Noticiero de Novaković” de la capital. El título enmarcado en viñeta es previsible. Sobre un fondo negro titilan las pequeñas letras blancas:

Tenemos el honor de presentar:

Hotel

Jugoslavija

Kraljevo

La copia preservada de la película muda a base de nitrato comienza con Laza Jovanović de pie frente a la puerta de entrada, con los brazos apoyados en la cintura. Sus sueños se han cumplido, se ve orgulloso, sonriente, parpadea con frecuencia… Sin embargo, como el acto de posar dura, y Laza no está acostumbrado a no hacer nada, empieza a cambiar el peso de una pierna a otra, no sabe qué hacer con las manos, echa su bombín hacia atrás, se rasca la mollera… Encima, un chucho lo anda rondando, está a punto de morderlo. Laza quisiera darle un puntapié, pero es consciente de que no es lo adecuado para la ocasión… Gracias a Dios, sigue el intertítulo enmarcado en viñeta:

 Se recomienda a los viajeros y a los demás señores este hotel de primera clase, el mas elegante de la ciudad

Después el dueño, Laza Jovanović, todo entusiasmado, “invita” a la cámara con amplios ademanes de sus brazos a que lo acompañe en su paseo por el hotel. De vez en cuando se da la vuelta para asegurarse de que el cámara lo siga fielmente. Los movimientos de Laza son ora acelerados, ora lentos, hasta renqueantes, porque el numero de “cuadros” por segundo depende de la velocidad y las revoluciones uniformes de la manivela de la cámara. La imagen se ve desgastada, como si estuviera rayada, llena de raspaduras, aquellas fisuras blancas que aparecen inesperadamente por ahí y por allá. En dos momentos, la secuencia de los eventos no resulta del todo lógica, probablemente falta una parte del material fílmico. Pero todo se ve bastante claro, y donde la idea del cámara del noticiero no es patente, están los intertítulos… Laza se detiene en la antesala del restaurante, delante del enorme espejo de pared.

Está contento con el reflejo de su propia figura a tamaño real. El espejo esta colocado de tal manera que abarca una fotografía suntuosamente enmarcada en la pared opuesta a la sala –el retrato del Rey Alejandro I Karađorđević, que la Oficina de  la Corte distribuía por todo el país. Desde un cierto ángulo parecía que el soberano de Yugoslavia y el dueno del Hotel Jugoslavija estaban juntos, hombro con hombro. Mas precisamente, que Su Majestad en uniforme militar se asomaba por detrás del civil Laza… Dicen que el solicitante del noticiero fílmico insistía en el intertítulo enmarcado en viñeta:

Contamos con un enorme espejo vienés, en el que usted puede verse siempre en su totalidad, y no como en los de la competencia, parcialmente o a lo sumo hasta la cintura, es decir, a medias

Luego se ve a Laza acomodando los pliegues doblados de los manteles en la sala-restaurante, dando un golpecito con su índice en el borde de una copa de cristal, fingiendo arreglar algo en un florero con una ramita de lilas en flor, moviendo un cenicero para dejar ver mejor el monograma HJ… Esto indica que él se ocupa personalmente de todo. Al fondo hay un único huésped. ¡Uno solo, pero vale por nueve! Es Panta, conocido en la ciudad como el Maestro para el Almuerzo. Ese Panta no sabe hacer absolutamente nada, todo lo que emprende se arruina, pero come tan escrupulosamente y con tanta fruición que todos los taberneros lo invitan a comer gratis, a la vista de otros clientes, para que se les haga la boca agua. Hay tanto trabajo que Panta apenas logra dar servicio a las principales tabernas de la ciudad. Hay que pedirle el turno con un mes de antelación. A veces almuerza dos veces, pero no acepta la tercera de buena gana, porque su apetito mengua y no quiere perder el renombre que se ha forjado durante anos. Ver al gordito Panta sentado a la mesa, con su servilleta colocada al cuello con solemnidad, saborear majestuosamente los platillos servidos, deglutir esto y aquello, degustar a sorbitos y roer huesitos, remojar metódicamente el pan en cada guisado o secar con el su plato, pasar cada bocado cuidadosamente de un lado a otro de la boca, girar los ojos dramáticamente, chasquear la lengua con deleite, servirse el vino generosamente, inyectarle el agua de soda con pericia desde muy alto, acariciar su panza teatralmente al terminar de comer…, ver toda esa maestría y no sentarse a la mesa de la taberna, no pedir lo mismo que Panta, sino tan solo pasar de largo, eso únicamente significa que uno, en realidad, no lo ha visto. Por eso esta aquí, en el noticiero, contratado como un extra con una tarea. Sigue el intertítulo en viñeta:

Tambien recomendamos nuestra cocina nacional e internacional de primera clase. Aceptamos a los abonados por un precio moderado

Después de eso, el dueño, Laza Jovanović, abre la puerta de dos hojas, descorre la pesada cortina de terciopelo, “introduce” la cámara en el gran salón para espectáculos, muestra un aparato de radio Telefunken y a una pareja joven bailando el tango con brío… Entonces apunta con el dedo hacia el techo que ostenta una representación verdaderamente artística del universo: un sol radiante y una luna llena; uno a uno, los planetas, las constelaciones, en los extremos algín que otro cometa… Aquí, la película se vuelve menos clara, como si el cámara hubiese dirigido el objetivo hacia una fuente luminosa muy fuerte, por lo que una buena parte del encuadre resulta blanca. El intertítulo en viñeta reza:

Cada noche, concierto de la orquesta de jazz del salón. Cada noche, dancing, los domingos y días festivos, matiné. Organización de veladas, de lotería, de funciones de teatro… !Reuniones de público elegante!

Luego, Laza “conduce” la cámara pacientemente de cuarto en cuarto. En unos descorre las cortinas, echa un vistazo a la calle o al patio interior, en realidad, la terraza de verano… En otros prueba el interruptor de la lámpara para lectura, o se sienta sobre la cama como si verificara la comodidad del colchón, o abre el armario y cuenta las perchas, o reordena en el escritorio los distintos papeles de correspondencia con el logotipo del hotel, o analiza el diseño de la bacinica, o abre el grifo del lavabo… Ahora, el intertítulo en viñeta es más corto:

¡Cuartos con decoración moderna!

Durante todo ese “recorrido”, Laza se topa por ahí o por allá con el personal, con el cochero que lleva las maletas, con el muchacho que carga la barra de hielo, con los cocineros de aspecto fino, con los camareros inmóviles cual estatuas, con las robustas camareras… Todos lo saludan con reverencia, y el dueño Laza Jovanović les devuelve el saludo de la misma manera, levanta ligeramente el bombín, les da la mano, unos golpecitos en el hombro, hasta pellizca paternalmente la mejilla de una camarera.

El noticiero termina con un corte brusco, con una salida abrupta del interior al exterior: Laza y todos los empleados están delante del Hotel Jugoslavija, en la calle principal de la ciudad, y bailan en circulo… Se les unen transeúntes “casuales”; entre los primeros, la esposa y los hijos de Laza. El corro se hace cada vez más grande, se sale fuera del encuadre… El cámara se aparta un poco… En vano, el corro vuelve a extenderse fuera del encuadre… Todo se repite unas cuantas veces, el cámara por fin desiste de la imagen de conjunto, no hay un ángulo desde el cual se puedan abarcar los extremos de esta verbena popular… La imagen se ve estropeada solo por un chucho que agarra la pernera de uno de los danzantes. Pero eso apenas se nota, se ve solo si uno es malintencionado y se fija en todo… El último intertítulo en viñeta dice:

Hotel

Jugoslavija

Kraljevo

¡Bienvenidos!

Al final, la imagen es completamente negra. Sin contar, por ahí y por allá, los puntitos blancos y fisuras titilantes.

Hasta entonces, el asunto era más o menos soportable 

Hasta entonces, el asunto era más o menos soportable. Un zapatero fue hábil en una subasta del Ministerio de Defensa y puso en ridículo a los grandes comerciantes.

–No fue hábil, sino que soborno a alguien para que le vendiera únicamente las botas militares derechas, y después también las izquierdas.

Laza se esforzó durante años, emparejando miles y miles de botas militares de los dos montones, reparando suelas…

–¡En vano se limpiaba la mugre de debajo de las uñas, y aún apesta a cuero curtido! ¡Ademas, es estrábico!

Estuvo trabajando y ahorrando. Se hizo rico.

–¡El dinero no lo es todo! !Ni un cuerno aprenderá jamás ese hortera los modales señoriales!

Quería levantar el mejor hotel en la ciudad.

–¡Jugoslavija?! ¡Como si los hoteles Europa y París no fueran suficientemente buenos! ¡Él mismo ni siquiera ha puesto un pie allá jamás! ¡Pagaremos a unos mocosos para que le rompan los escaparates! ¡Los escaparates y ese espejo!

En los últimos tiempos, Panta solo comía gratis con su maestría en el restaurante del señor Laza Jovanović, había cancelado todos los demas “trabajos”.

–¿Dónde quedó tu carácter, Panta? ¡Basta, traidor, que alguien te ponga un pedazo de lomo de más para que cambies la silla y los amigos! ¡Cuidado, Panta, ese bocado puede caerte muy mal!

La esposa del pope, que acababa de llegar a la ciudad, dijo que no pensaba preparar la pasta de frutas en casa, porque la de Laza era mucho mejor.

–¡¿Qué sabe la esposa de un pope?! Es joven. Si supiera cocinar, ¡¿acaso nuestro nuevo pope, el padre Dane, comería tanto después de cada bautizo y de cada entierro?! Apenas acaba de terminar los estudios de teología y ya ha echado barriga, el hábito le va a estallar…

Se hicieron clientes regulares también los ingenieros franceses que trabajaban en la sucursal de la fábrica de aviones Louis Breguet.

–¡¿Eso sí que me sorprende?! Los franceses tienen fama de ser todos unos señores. Deberían saber lo que es hostelería.

Primero, Miša “Šmol”, el representante comercial de la fábrica del mismo nombre de Zagreb; luego, Josip Getz, vendedor de preparados cosméticos para Nivea; en tercer lugar, un tal Trajko, representante de la firma italiana para la fabricación de sombreros Borsalino; y, uno a uno, la mayoría de los viajantes de todo el país comenzaron a hospedarse solo en Jugoslavija.

–¡Bajó los precios! ¡Por eso se van con él!

El capellan Virt y la sensual cantante Tilda, un alma artística del extranjero extraviada aquí, dijeron que el gran salón de Laza es el que tiene mejor acústica de toda la ciudad.

–Tal vez sea así… Pero ¿saben que ese Virt es sexualmente impotente?… Y esa Tilda ¡en realidad es una prostituta!

Luego, unos músicos de Pest y de Timișoara se interesaron por saber si había posibilidad de tocar en el Jugoslavija.

–¡¿Que músicos ni que músicos?! ¡Son gitanos como los nuestros! ¡Solo tienen unos instrumentos más nuevos, porque nadie les ha obligado a trepar por los arboles y tocarlos desde ahí!

Sin embargo, se filmó el noticiero sobre el Hotel Jugoslavija y su dueño –la gota que colmo el vaso. ¿Una película? ¡A decir verdad, era corta, pero era una película! Y en ella aparecía Laza Jovanović todo emperifollado.

Hasta entonces, el asunto era más o menos soportable. Pero a partir de ese momento, la ciudad calló. Y es bien sabido que todas las ciudades son más peligrosas cuando están calladas.

La época dorada de Malisić, el Estado

No obstante, el derrumbe del amo Laza Jovanović vino de un lado inesperado. No de fuera, sino desde dentro. No solo tuvieron la culpa los altos intereses del dinero prestado por el industrial Miljko Petrović Riža. Tampoco fue decisivo el hecho de que, en realidad, Laza desconocía el negocio hotelero, por lo que había dejado todo en las manos del personal. Ni siquiera fue de particular importancia que los empleados empezaran a robar al dueño, que los cocineros comenzaran a llevarse los alimentos a sus casas, que el maître timara en el cierre de caja, que las camareras empezaran a procurar ciertas chicas a señores adinerados… El derrumbe de Laza Jovanović vino de la forma más inesperada –del mismo Laza.

Tuvo una idea grande, pero cuando esta por fin se había realizado, cuando había tomado forma por completo, todo alrededor de Laza empezó a preocuparlo, y después, a angustiarlo de lleno. Estaba acostumbrado a trabajar y le pesaba cada vez más ver a toda esa gente que llegaba para no trabajar en absoluto.

Curiosamente, el vivía de sus huéspedes, pero ellos lo irritaban de tal modo que cada vez podía dominarlo menos. Viendo a Sv. R. Mališić tomarse su segundo café de la mañana en la sala-restaurante, Laza preguntó:

–Disculpe, Estado, ¡¿no se le estará saliendo el pegamento estatal por la piel, no se habrá pegado a esa silla y esa mesita?! Debo mandar a un mozo a la ferretería a por un poco de disolvente? ¡Hombre, la gente lo está esperando ante su oficina!

Y así seguía, conforme avanzaba el día. Laza había expuesto a la burla de todo el Hotel Jugoslavija al soplón, el Invisible, siempre tapado por el periódico abierto de par en par:

–¡No es usted, señor Invisible?! Vaya, ¡qué bien se ha disfrazado! Jamás lo reconocería si en sus manos no sostuviera un ejemplar del Politika del año pasado, solo usted puede leer un periódico antiguo sin notar la diferencia…

Si alguno ordenaba la tercera ronda de bebidas, Laza lo recriminaba:

–Hijos, andáis muy ociosos… Tú, Vućinić, tienes el canalón de la casa completamente destruido, ¿Por qué no lo reparas, por qué andas tirando dinero en las tabernas? ¡¿Acaso finges ser lo que no eres?!

O bien, en la noche, si algún grupito se pasaba con las copas, Laza lanzaba de nuevo:

–Por la mañana parlotean, chismorrean unos sobre otros en distintas mesas a más no poder. Ahora se reúnen alrededor de una botella, se abrazan y se lamen como gatos en febrero…

Y, sobre todo, si veía que alguno gastaba dinero en la ruleta:

–¡Cierro la mesa! ¡¿Como que por qué la cierro?! ¡Me quiero morir, haragán, para no seguir viendo como despilfarras tu herencia!

El amo Laza Jovanović se iba convirtiendo paulatinamente en solo aquel viejo Laza trabajador y ahorrador, el simple zapatero, y no un supuesto hotelero, completamente derrotado por el comportamiento de sus propios huéspedes, por su despilfarro, su infinita palabrería ociosa, su desmesurada propensión a comer y beber todo tipo de bebidas… El final llego una noche cuando se entero de que cierta joven, por intermediación de una camarera, entro a hurtadillas en el cuarto de un huésped muy respetable, un político de carrera. Irrumpió ahí furioso. Fue un escándalo sin precedentes. Él cubrió a la chica con su abrigo, mando llamar al carruaje del hotel para llevarla a casa y al muy respetable huésped lo saco en ropa interior a la calle. Gritaba como enajenado:

–¡¿Aquí vienes a andar de putas?! ¡¿No te basta un burdel?! !¿No te basta el parlamento?! Y te metes entre el pueblo vulgar y corriente, majadero.

Al día siguiente, Laza Jovanović puso el hotel en venta. Pagó las deudas. Le quedo lo suficiente para comprar varios locales modestos para sí mismo y para sus hijos, en los que desempeñarían algún oficio o montarían un pequeño comercio. Ya no tenía grandes planes. Soñaba con los pies. Soñaba con miles de plantas de pies laceradas en el polvo, uno que otro zanco precario o muleta. Pero cada vez que quería levantar la cabeza para ver a quiénes pertenecían esos numerosos pies descalzos, hacia dónde iban, se despertaba bañado en sudor. Aparte, tenía la impresión de que él también estaba en esa fila, pero no hallaba sus propios pies en ninguna parte, sino otros no humanos, casi como cascos o pezuñas, como si por el camino lo cargara a cuestas el mismísimo diablo.

El Jugoslavija fue traspasado a un grupo de arrendatarios. Unos se encargaron de la sala-restaurante. No encontraron reemplazo para el “maestro en comer”, porque ningún comilón de por allí lo superaba. Lo que para los demás era el plato principal, para Panta era apenas un tentempié.

Otros alquilaban los cuartos. Oficialmente: “Por favor, sin traer chicas de dudosa moral…”. Extraoficialmente: “¿Y que le apetece? Le interesan más las morenas o rubias…?”.

Unos terceros alquilaban el gran salón para bailes y espectáculos. En alguna parte de los libros contables quedó escrito que en esa sala, con su terraza de verano con el nuevo nombre de Uranija, estuvo el operador de cine Rudi Prohaska. Ahí proyectaba sus películas de mas éxito, por lo general, de carácter cómico o romántico.

La venta, la hipoteca, la cancelación de la hipoteca, el registro en el catastro, la compra, el aval, el contrato de alquiler: Milišic´, el Estado, sacaba hacia delante sus labios, jamás había tenido que sellar tantos documentos en tan poco tiempo. Todos llevaban prisa. Y todos, guiados por la experiencia, preguntaban con pesar:

–Señor Estado, ¿le apetecería una cervecita?

 

© Goran Petrovic · 2010 | © Traducción: Dubravka Sužnjević [Cedido por editorial Sexto Piso · Ene 2014].