Reportaje

La guerra después de Siria

Laura J. Varo
Laura J. Varo
· 11 minutos
Un joven en Tabbane, Trípoli (Líbano), 2012 |© Laura J. Varo
Un joven en Tabbane, Trípoli (Líbano), 2012 |© Laura J. Varo

Arsal (Líbano) | Septiembre 2014

“La guerra en Líbano va a empezar cuando acabe en Siria”. El pronóstico que Hussein Ghalli, clérigo afiliado a la rama libanesa de los Hermanos Musulmanes, lanzaba en noviembre de 2012 tenía entonces tanto de desolador como de preclaro. Menos de dos años después, Líbano se ha convertido este verano en escenario del conflicto después de vivir el peor episodio de violencia en los más de tres años de guerra vecina y el primero que ha enfrentado abiertamente a las fuerzas de seguridad contra rebeldes del otro lado de la frontera.

Cuatro días de combates en Arsal entre el Ejército libanés, en un lado, y milicianos del Estado Islámico (EI, antes conocido como ISIL, Estado Islámico de Iraq y Levante) y el Frente Nusra, en el otro, se han saldado con una veintena de soldados muertos, decenas de civiles abatidos, un número indeterminado de refugiados sirios abrasados en media docena de incendios provocados en los campamentos y la captura de al menos 29 policías y soldados libaneses.

Los últimos enfrentamientos se han saldado con varias decenas de muertos y la captura de al menos 29 policías y soldados

En un país traumatizado hasta la médula, carente de toda autocrítica institucional y donde el miedo es un seguro de vida, la maquinaria de la memoria colectiva se ha puesto en marcha para señalar como cabeza de turco al elemento externo.

El presidente del Parlamento, el chií Nabih Berri, ha exhortado a las tropas a no ser indulgentes con los refugiados sirios en Arsal, “especialmente después de desvelarse su cooperación con los hombres armados”. Unas declaraciones, publicadas por el diario Al-Joumhuria y reproducidas por otros medios libaneses, que son solo la punta del iceberg de una estrategia que bebe del recuerdo de la intervención palestina como detonante de la guerra civil que desangró al país durante tres lustros.

Culpar a los de fuera

Tras los sucesos de Arsal, el Gobierno libanés ha empezado a devolver a una Siria aún en guerra a unos 2.000 refugiados, la mayoría indocumentados, que habían llegado con lo puesto a través de los pasos informales que atraviesan la porosa frontera. La repatriación ha ido acompañada de una campaña de redadas en distintos asentamientos informales por todo el territorio que se han saldado con varios detenidos acusados de tener “vínculos con los extremistas”.

En 2012, el número de refugiados sirios en Líbano se multiplicó por seis en apenas 7 meses

¿Cómo se ha llegado a este punto? Que la afluencia de refugiados sirios constituye un elemento desestabilizador del precario equilibrio sectario libanés no es ninguna novedad. Desde el boom de entrada en 2012 a cuenta de la toma rebelde de Alepo y el endurecimiento del cerco sobre Homs (el número de refugiados se multiplicó por seis en siete meses, de los 17.267 registrados por Acnur el 1 de junio de 2012, a los 129.106 el 31 de diciembre), políticos, agentes humanitarios y activistas sociales han advertido de los riesgos que entrañaba el laissez-faire en la gestión de la crisis de un Ejecutivo enrocado en sus propios tejemanejes.

Mientras el Gobierno se negaba a establecer campos de refugiados que permitiesen una coordinación eficaz de la atención humanitaria, como sí se hizo en Turquía o Jordania, era evidente la dificultad de desvincular a los exiliados del conflicto. Junto a los cientos (a veces miles) de personas que huían de la guerra cada día, llegaban a Líbano combatientes afiliados a las distintas brigadas alzadas en armas contra el régimen, adscritas entonces al laico Ejército Libre Sirio. Siria exportaba el solapamiento entre población civil y rebeldes armados que había convertido las protestas pacíficas iniciadas en 2011 en un derramamiento de sangre con más de 190.000 muertos.

Ni siquiera los criterios de registro de las agencias de Naciones Unidas, en especial de Acnur, fueron capaces de frenar la entrada de milicianos como refugiados. Las mismas familias cuyos hombres luchaban en Siria, con sus hogares reducidos a escombros, pedían asilo en Líbano para esquivar la amenaza de represalias políticas por parte del régimen alauí.

La situación ha sido especialmente difícil en zonas de mayoría suní, donde por afinidad sectaria se ha alojado el grueso de los refugiados, a menudo acogidos en edificios en construcción, sin luz ni agua, o instalaciones improvisadas en mezquitas y escuelas que han dado paso a extensiones informales de tiendas de campaña sembradas por todo el territorio libanés. Entre ellas se cuentan algunas de las más depauperadas, como Trípoli, con un conflicto propio radicado en décadas de enfrentamientos entre suníes y alauíes, la confesión de la familia Asad.

Los puntos más calientes son Trípoli, la península septentrional de Wadi Khaled, y Arsal, único reducto suní en el Valle de la Bekaa

Otros puntos calientes son Wadi Khaled, una península en la frontera norte que se adentra en Siria, aislada del resto del país y cercada por un perímetro minado, y Arsal, único reducto suní en el norte del valle oriental de la Bekaa contralado por la milicia libanesa Hizbulá, que también combate en Siria, pero en el bando del régimen.

Las tres localidades suman hoy más de 125.000 refugiados registrados, un 11% de los más de 1,1 millones de personas contabilizadas por Acnur. El número equivale a un 26% de una población libanesa, de aproximadamente 4,2 millones de almas (el peso demográfico de los palestinos era, en 1975, de un 12%).

Un país desbordado

Líbano acoge, así, a casi el 40% de los tres millones de desplazados sirios en la región. La cifra es, sin embargo, una entelequia que evidencia el espejismo ante el que se ha rendido el dispositivo oficial de ayuda humanitaria. Sirva de ejemplo el dato lanzado por el Ayuntamiento de Arsal (y corroborado por varias ONG que trabajan sobre el terreno), que contabiliza más de 100.000 sirios en su territorio, hogar de entre 35.000 y 40.000 libaneses. El desajuste se amplía a todo el cuadro, con el Gobierno libanés y el resto de organizaciones elevando el número de acogidos hasta los dos millones de personas.

El colapso de la asistencia humanitaria ha ido de la mano de un proceso de radicalización de la población siria en Líbano similar a lo ocurrido en la propia Siria. El apoyo a los grupos laicos y activistas de la revolución se fue desplazando hacia las milicias islamistas y de forma notable hacia el Frente Nusra, brazo de Al Qaeda en Siria, que goza de aceptación entre la población siria.

En pocos meses, numerosos refugiados y activistas pasaron de enarbolar la bandera del ELS a proclamar su afinidad por los yihadistas

En solo unos meses, numerosos refugiados/activistas pasaron de enarbolar la bandera triestrellada a proclamar su afinidad por los yihadistas, vistos desde una óptica totalmente distinta a la que se emplea para elaborar los listados de grupos terroristas en Occidente. Uno de ellos es Abusaker, en Trípoli, donde el joven participaba en el Comité Sirio de Ayuda a los Refugiados liderado allí por revolucionarios como Amine, perseguido por el régimen sirio.

“Me gustan”, reconocía Abusaker a principios de 2013, poco después de conocerse el juramento de lealtad del Frente Nusra a Al Zawahiri: “Están luchando por su tierra y por su religión; ellos son musulmanes, yo soy musulmán, pues estoy con ellos”. Igual que en Siria, el sentimiento de abandono por parte de la comunidad internacional hizo el resto: “No necesitan nada de América ni de nadie, les da igual si les dan armas o no, luchan para ellos mismos, por su gente y por su tierra”.

El apoyo ganado gracias a la potencia militar ha ido acompañado de un aumento en la reivindicación del hecho religioso como diferenciador. A comienzos de 2013 el psiquiatra egipcio Mohamed Mustafa, médico voluntario en un hospital de campaña clandestino en Trípoli, reconocía que los combatientes sirios heridos tratados en Líbano se estaban “volviendo más religiosos”.

A este proceso han contribuido también las organizaciones caritativas islámicas, muchas financiadas por Qatar, Kuwait o Arabia Saudí, los mismos países cuyos nacionales proveen de armas a las milicias armadas sirias. En mitad del caos humanitario amparado en los “vínculos estrechos” entre Líbano y Siria (cruce de fronteras, familias mixtas, etc.), estas asociaciones religiosas han provisto no solo la cobertura de las necesidades básicas, también han levantado hospitales y escuelas. Al mismo tiempo, se tejía una red que conectaba ambos países con caminos que servían tanto para evacuar civiles heridos como para introducir armas y otros víveres a los rebeldes.

Muchos partidos políticos libaneses han entregado dinero en efectivo a los rebeldes sirios para comprar armas

A la zaga le han ido los propios partidos políticos, en cuyas sedes se han registrado entregas de dinero en efectivo a rebeldes en suelo libanés para comprar armas. En otros casos, como han reconocido varios activistas sirios refugiados, el Movimiento del Futuro del expresidente Saad Hariri, suní, ha contribuido “a la seguridad” y la “defensa legal” de combatientes arrestados en Líbano “para soltarlos”.

Los refugiados, moneda de cambio

En todos los casos los refugiados, obligados a afrontar unas penosas condiciones de vida y una marginación acorde al sectarismo libanés, han sido utilizados como moneda de cambio y arma arrojadiza para cumplir con la agenda política: “[Los suníes] ven la revolución en Siria como una oportunidad no solo de apoyar a sus colegas suníes a levantarse contra un régimen dominado por alauíes”, puntualiza Paul Salem, exdirector de la franquicia en Oriente Medio del Carnegie Endowment for Peace, “sino como una oportunidad de tumbar un poder regional que se mantiene sobre el poder de Hizbulá en Líbano”.

Esa instrumentalización tuvo su expresión más dramática en la irrupción violenta del jeque salafista de Sidón, Ahmed Assir, obsesionado con colgar su nombre en el pabellón de los líderes sectarios del país. Su incitación a donar tierras y dinero para refugiados no solo coincidió en el tiempo no solo con un viaje a Siria como muyahid, si no que culminó con la formación de una milicia personal y dos días de choques con el Ejército que dejaron decenas de muertos.

La declaración de Hasan Nasralá reconociendo la presencia de Hizbulá en Siria fue como lanzar una cerilla a una ristra de pólvora

Mención aparte merece la participación de Hizbulá de forma abierta en la guerra a partir de abril de 2013. La declaración del líder Hasan Nasralá, en la que reconocía la presencia de sus milicianos en Siria en el bando de Asad, fue como lanzar una cerilla a una ristra de pólvora. “Si Hizbulá se lleva a sus combatientes (de Siria), quizá no vendríamos”, comenta en un café de Arsal un miliciano del ELS con base en el macizo fronterizo de Qalamún. Según el combatiente, los grupos luchan codo con codo, hasta el punto de disolverse las diferencias entre el Frente Nusra, nutrido de sirios, a diferencia del EI, y el ELS.

En esa coyuntura, el victimismo y el aislamiento de los refugiados hacen el resto, provocando que muchos civiles se planteen, ya en suelo libanés, tomar las armas. “Aquí no tienes nada, no eres nada, ni siquiera puedo ir a clase”, reconoce un activista refugiado, “yo le digo a mis amigos: ‘¿Qué hacéis ahí sentados? Ve a luchar”.