Opinión

El cine de culto está de luto

Óscar Tomasi
Óscar Tomasi
· 5 minutos

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«Todos sabemos que vamos a morir. Es la única certeza que tenemos», decía en 2011 el cineasta portugués Manoel de Oliveira, quien por un momento pareció empeñado en contradecirse a si mismo y alargó su carrera como director -o lo que es lo mismo, su vida- hasta los 106 años, un récord de longevidad que le permitió ganar popularidad incluso entre quienes no conocieron su obra.

Los medios de comunicación lusos e internacionales desempolvaron las necrológicas preparadas con años de antelación el pasado 2 de abril, cuando el cuerpo ya marchito de De Oliveira (Oporto, 1908) dejó de desafiar el paso del tiempo y dijo basta. Su extensa filmografía, venerada por muchos pero visionada por no tantos, es el legado de un realizador que fue testigo y participó en prácticamente todas las fases del séptimo arte: desde el cine mudo y en blanco y negro, hasta el color y la edición digital.

Capaz de rodar filmes de casi siete horas, su reputación era tal que consiguió seducir a grandes actores

Un viaje largo, casi eterno, que le valió destacados premios en los circuitos más prestigiosos -Berlín, Venecia y Cannes, entre otros-. Aclamado sobre todo en Francia, en su país natal obtuvo un reconocimiento más tardío pese a que buena parte de sus películas versan sobre Portugal y su idiosincrasia.

Capaz de rodar filmes de culto como Le souliere de satin (1985), con una duración de casi siete horas, su reputación era tal que consiguió seducir a grandes actores, algunos de ellos -como Catherine Deneuve, John Malkovich o Marcello Mastroianni- más acostumbrados a los focos y la alfombra roja que a la intimidad de las salas de cine independiente en las que mayormente se exhibían sus obras.

Su trayectoria detrás de la cámara arrancó en 1931 con un documental mudo llamado Douro, Faina Fluvial y terminó a finales de 2014 con el estreno del corto O Velho do Restelo. Entre medias, una treintena de títulos que le granjearon un hueco en la elite del cine más elitista, como O Convento, A Divina Comédia o A Carta.

Su estilo, inconfundible, no era apto para todos los públicos. Planos largos, movimientos de cámara lentos y diálogos profundos son sólo algunas de sus señas de identidad, poco aptas para un telespectador hoy más acostumbrado a los ritmos trepidantes y la estética del videoclip.

Nadie se atreve a apuntar a algún posible sucesor, una señal inequívoca del vacío que deja el cineasta

Esa pausada «imagen de marca» de De Oliveira contrasta con la pasión que mostró en su juventud por la velocidad, ya fuera como piloto de carreras de coches -incluso ganó algún que otro trofeo- o como piloto de aviones acrobáticos.
Casado y con cuatro hijos, su marcha deja a Portugal sin apenas referentes culturales de envergadura. Un país, además, huérfano de grandes figuras cinematográficas -en contraste con otras artes, como la literatura- donde «Dom Manoel» fue la gran excepción.

El cine portugués, de hecho, apenas tiene nombres de relumbrón. Maria de Medeiros y Joaquim de Almeida son los únicos actores de cierta talla internacional, en cualquier caso a años luz del peso específico de De Oliveira. Nadie se atreve ahora a apuntar a algún posible sucesor, una señal inequívoca del vacío que deja el cineasta, por mucho que la nueva generación de realizadores lusos comparta códigos con él, alejados de las historias “comerciales” e interesados en el desarrollo de nuevas formas de narrar.

A pesar de que sus filmes lograron discretas cifras en las taquillas de Portugal –en los últimos diez años su mayor éxito fueron 8.000 espectadores con O Quinto Império – Ontem como Hoje-, lejos de los números que obtenía en las salas francesas o italianas, la mayoría de sus obras contaron con ayudas públicas y desde la década de los ochenta pasó de ser un autor marginal a convertirse en el cineasta oficial del país.

Prueba de ello fue su despedida: Dos días de luto y un funeral que contó con las más altas autoridades del Estado, incluido el presidente, el conservador Aníbal Cavaco Silva, quien pasará a la posteridad por no asistir personalmente a las exequias fúnebres de otro gran referente cultural del país, como era el caso del literato José Saramago (2010).

«Todas las personas que lo conocíamos creímos que iba a ser el primer humano que no moriría», admitió John Malkovich nada más conocer el deceso tras recordar la vitalidad que siempre mostró el cineasta, embarcado continuamente en nuevos proyectos. Al final, al incombustible De Oliveira se le apagó la vida antes que la cámara.

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