Opinión

¿Crímenes de guerra? ¿Nosotros?

Uri Avnery
Uri Avnery
· 11 minutos

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«¡La guerra es el infierno!» exclamó, con acierto, el general de Estados Unidos William Tecumseh Sherman.

La guerra consiste en matar al »enemigo», para así imponerle tu voluntad.

Por tanto, el concepto de »guerra humanitaria» es un oxímoron.

La guerra es, en sí, un crimen. Hay pocas excepciones. Yo eximiría de tal definición a la guerra contra la Alemania nazi, ya que se llevó a cabo contra un régimen de asesinos de masas, que estaban dirigidos por un dictador psicópata, al que no se podía parar los pies de otra forma.

Así pues, el concepto de »crímenes de guerra» es ambiguo. El mayor crimen es, en primer lugar, empezar la guerra. Esto no es una decisión de los soldados, sino de los líderes políticos. Sin embargo, rara vez se sienta en el banquillo a estos últimos.

Estas reflexiones filosóficas me surgieron a raíz del reciente informe de Naciones Unidas sobre la última guerra de Gaza.

La comisión de investigación ha hecho lo imposible por ser »equilibrada», y ha acusado tanto al Ejército israelí como a Hamás casi en los mismos términos. Eso es, en sí, problemático.

No fue una guerra entre iguales, sino entre uno de los ejércitos más poderosos del mundo y una guerrilla

Ésta no fue una guerra entre iguales. A un lado, el Estado de Israel, que cuenta con uno de los ejércitos más poderosos del mundo. Al otro lado, una población sin Estado de 1,8 millones de personas, dirigida por una organización de guerrilla que no cuenta con armas modernas.

Cualquier equiparación de dos entidades así es, por definición, forzada. Incluso si los dos bandos han cometido graves crímenes de guerra, no son lo mismo. Ambos deben ser juzgados por sus propios méritos (o más bien, deméritos).

El concepto de »crímenes de guerra» es relativamente nuevo. Surgió durante la Guerra de los Treinta Años, que devastó gran parte de Europa central. Muchos ejércitos participaron en esta guerra, y todos ellos destruyeron ciudades y pueblos sin el más mínimo reparo. Como resultado, se devastaron dos tercios de Alemania, y se mató a un tercio de la población alemana.

Hugo Grocio, un holandés, sostenía que, incluso en los períodos de guerra, las naciones civilizadas están obligadas a no rebasar ciertos límites. Grocio no era un idealista ingenuo, ajeno a la realidad. Su principio esencial, tal y como yo lo entiendo, era que no tiene sentido prohibir acciones que ayuden a una nación (o a un »bando») en guerra a alcanzar sus fines en ésta pero que, sin embargo, cualquier crueldad que no sea necesaria para llevar a cabo con eficacia la guerra es ilegítima.

Esta idea quedó establecida. Durante el siglo XVIII, ejércitos profesionales lucharon en guerras interminables sin causar daño a las poblaciones civiles innecesariamente. Las guerras se volvieron »humanas».

Hamás lanzó hacia Israel miles de misiles rudimentarios, que no podían dirigirse a objetivos específicos

No por mucho tiempo. Con la Revolución francesa, la guerra pasó a ser una cuestión de ejércitos masivos; la protección de los civiles fue mermando poco a poco, hasta que desapareció por completo en la Segunda Guerra Mundial, en la que se destruyeron ciudades enteras mediante bombardeos aéreos (Dresde y Hamburgo) y la bomba atómica (Hiroshima y Nagasaki).

Aún así, existen una serie de tratados internacionales que prohíben los crímenes de guerra cuyo blanco son poblaciones civiles o que causan daño a la población en territorios ocupados.

Esto era por lo que se regía esta comisión de investigación.

La comisión condena a Hamás por cometer crímenes de guerra contra la población israelí.

Los israelíes no necesitaban a la comisión para saber eso. Una gran cantidad de ciudadanos israelíes pasaron horas en refugios durante la guerra de Gaza, bajo la amenaza de los misiles de Hamás.

Hamás lanzó miles de misiles hacia ciudades y pueblos de Israel. Eran misiles rudimentarios, que no podían dirigirse a objetivos específicos, como la planta nuclear de Dimona o el ministerio de Defensa, situado en el centro de Tel Aviv. Se lanzaron con el objetivo de aterrorizar a la población civil, para que ésta exigiera que se detuviese el ataque a la Franja de Gaza.

No tuvieron éxito porque Israel había instalado una serie de baterías antimisiles del sistema »Cúpula de Hierro», que interceptaron casi todos los misiles que iban dirigidos a objetivos civiles. El escudo cumplió con su objetivo casi a la perfección.

Si se los lleva ante el Tribunal Internacional de La Haya, los líderes de Hamás sostendrán que no tenían opción: no tenían otras armas para resistir la invasión israelí. Como me dijo una vez un comandante palestino: »Dadnos cañones y aviones de combate, y no usaremos el terrorismo».

Tras esto, el Tribunal Internacional tendrá que decidir si a un pueblo que se encuentra prácticamente bajo una ocupación interminable se le permite usar misiles que pueden caer en cualquier lugar. Teniendo en cuenta los principios que estableció Grocio, me preguntó a qué veredicto se llegará.

Si se cometió un crimen capital en esta guerra, fue la decisión del consejo de ministros de empezarla

Esto puede aplicarse al terrorismo en general, siempre que lo lleve a cabo un pueblo que no dispone de otros medios de lucha. Los negros sudafricanos lo llevaron a cabo en su lucha contra el régimen opresor del apartheid, y Nelson Mandela pasó 28 años en prisión por participar en actos semejantes y negarse a condenarlos.

El caso del gobierno israelí y el Ejército es bastante diferente. Disponen de infinidad de armas, desde drones, pasando por aviones de guerra y artillería, hasta tanques.

Si se cometió un crimen capital en esta guerra, éste fue la decisión del consejo de ministros de empezarla, ya que un ataque israelí a la Franja de Gaza hace que los crímenes de guerra sean inevitables.

Cualquiera que haya combatido alguna vez como soldado en un conflicto bélico sabe que este tipo de crímenes, ya sea en el más moral o en el más inmoral de los ejércitos, son inevitables en el transcurso de la guerra. Ningún ejército puede evitar el reclutar a gente con problemas psicológicos. En cada cuerpo hay, al menos, un espécimen defectuoso. Si no existen normas muy estrictas, aplicadas por comandantes muy estrictos, los crímenes tienen lugar.

La guerra saca al hombre (o, hoy en día, a la mujer) que llevamos dentro. Un hombre culto y bien educado se convertirá, de repente, en una bestia feroz. Un obrero simple y humilde demostrará ser una persona decente y generosa. Incluso en el »Ejército más moral del mundo», un oxímoron ahí donde los haya.

Si un gran número de soldados muere en combate durante una operación militar, el gobierno israelí cae

Yo combatí en la Guerra de 1948. He presenciado un sinfín de crímenes, y los he descrito en mi libro »La otra cara de la moneda», publicado en 1950.

Esto puede aplicarse a todos los ejércitos. Para nuestro Ejército, la situación era incluso peor en la última guerra de Gaza.

Las razones para atacar la Franja de Gaza eran algo turbias. Unos hombres árabes capturaron a tres adolescentes israelíes, con el claro objetivo de conseguir un intercambio de prisioneros. Los árabes entraron en pánico y mataron a los adolescentes. Los israelíes respondieron, los palestinos respondieron y, he aquí, el consejo de ministros decidió lanzar un ataque total.

Nuestro consejo de ministros incluye a bobos, la mayoría de los cuales no tienen ni idea de lo que es la guerra. Decidieron atacar la Franja de Gaza.

Esta decisión fue el verdadero crimen.

La Franja de Gaza es un territorio minúsculo, abarrotado por una población de 1,8 millones de seres humanos, de los cuales casi la mitad son descendientes de refugiados que huyeron de zonas que pasaron a ser Israel tras la guerra de 1948.

En cualquier circunstancia, un ataque así estaba destinado a tener como resultado un gran número de víctimas civiles. Pero hubo otro hecho que hizo que fuera incluso peor.

Israel es un Estado democrático. A los líderes los tiene que elegir la gente. Los votantes son los padres y los abuelos de los soldados, bien de las fuerzas regulares, bien de la reserva.

Esto significa que la sociedad israelí es extremadamente sensible a las bajas militares. Si un gran número de soldados mueren en combate durante una operación militar, ese gobierno caerá.

Por tanto, evitar bajas a cualquier precio (es decir, a cualquier precio para el enemigo) es una máxima del ejército israelí . Para salvar a un soldado, está permitido matar a diez, veinte o cien civiles del otro bando.

Esta norma, no escrita pero ampliamente asimilada, la simboliza el »procedimiento Aníbal», la palabra clave para impedir a cualquier precio que se tome como prisionero a un soldado israelí. En este caso también entra en práctica un principio »democrático»: no hay gobierno israelí que pueda soportar la presión pública para que se liberen a docenas de prisioneros palestinos a cambio de uno israelí. Por tanto: impedid que se tome como prisionero a un soldado, incluso si se mata al propio soldado en el proceso.

El procedimiento Aníbal permite (de hecho, ordena) que se destruya y se mate sin mesura, para así impedir que se lleven a sus líneas a un soldado capturado. Este procedimiento es, en sí, un crimen de guerra.

Para atacar con el menor número posible de bajas israelíes, se tenían que arrasar barrios enteros

Un consejo de ministros responsable, con un mínimo de experiencia en combate, sería consciente de todo esto en el momento en el que se lo convoca para decidir si emprender una operación militar. Si no lo saben, es el deber de los comandantes del ejército (o »militares») – que están presentes en reuniones así – explicárselo a los ministros. Me pregunto si lo hicieron.

Todo esto significa que, una vez comenzada la guerra, los resultados eran casi inevitables. Para llevar a cabo un ataque con el menor número posible de bajas de soldados israelíes, se tenían que arrasar barrios enteros con drones, aviones y artillería. Y eso, obviamente, ocurrió.

A menudo, se advertía a los habitantes de estos barrios que huyeran, y muchos lo hicieron. Otros no lo hicieron, ya que eran reacios a abandonar todo aquello que tenía valor para ellos. Algunas personas huyen en el momento del peligro, otras mantienen la esperanza y se quedan.

Yo le pediría al lector que, durante un instante, se imagine a sí mismo en una situación semejante.

A esto añadámosle el elemento humano: la mezcla de hombres compasivos y sádicos, buenos y malos, que pueden encontrarse en cualquier unidad de combate del mundo, y ya tenemos la imagen.

Una vez empezada la guerra, »pasan cosas», como alguien dijo alguna vez. La cantidad de crímenes de guerra podrá variar, pero muchos tendrán lugar.

Los jefes del Ejército israelí le podían haber dicho todo esto a la comisión de investigación de Naciones Unidas, que encabezaba un juez estadounidense, si se les hubiera permitido declarar. El gobierno no se lo permitió.

La forma más conveniente de salir del paso es proclamar que todos los funcionarios de Naciones Unidas son antisemitas por naturaleza y odian a Israel, por lo que responder a sus preguntas es contraproducente.

Somos morales. Llevamos la razón. Por naturaleza. No podemos evitarlo. Aquellos que nos acusen tienen que ser antisemitas. Simple lógica.

¡Que se vayan todos al infierno!

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