Belchite

por Txetxu Rubio

Donde late la guerra

Belchite es un esqueleto que yace sobre el campo. A tramos amarillento, a tramos rojizo, recostado entre jaramagos. Bajo un cielo límpido –helador en invierno, abrasador en verano- pasa los días. Al fin en paz.

Pero en el pedregal durmiente, incapaz de escapar libre por esos techos agujereados de las que fueron sus casas e iglesias, late aún la guerra, la que llegó para quedarse en 1937 a esta villa situada a 63 kilómetros de Zaragoza.

El único casco urbano mantenido como vestigio de la guerra civil española (1936-1939) es hoy un lugar exótico buscado por los cazadores de psicofonías y fantasmas, visitado –cada vez menos a cuentagotas- por turistas curiosos. Sin embargo, pese a la asimilación con un parque temático de la memoria histórica que algunos buscan viendo el beneficio, no ha perdido la huella de su pena honda. Las jotas que ya no cantan los mozos. Las sombras de los ancianos que dejaron sus paseos interrumpidos. Las campanas que no suenan en la torre de San Agustín, carcomida por las balas, que parece pasto de las termitas.

Y todo eso es lo que recoge maravillosamente Txetxu Rubio, ojo entrenado en la lente y en la Historia, sabedor del terreno que pisa y de lo que supuso en aquella guerra la batalla de Belchite. Sus fotografías rezuman tristeza y anhelo, la vida interrumpida. Gritan los escombros. Faltan los vecinos que no pudieron seguir viviendo en una villa en la que, cada día, murieron de media 350 personas, así durante dos semanas, 14 días (del 24 de agosto al 6 de septiembre del 37) que dejaron más de 5.000 muertos. Un asedio infernal.

En Belchite se frenó al bando republicano y esa victoria de los nacionales permitió a los sublevados organizarse en torno a Zaragoza, ciudad clave. Un año de guerra corría ya y esta pequeña población maña se colocó en el objetivo del Ejército Popular de la República (EPR). Su intención era la de descentralizar la llamada Ofensiva del Norte. El primer intento, la batalla de Brunete –esa en la que un tanque aplastó a la fotógrafa Gerda Taro-, había fracasado. Tampoco servía para sus intenciones Bilbao, ya bajo el dominio franquista, después de que la Aviación Cóndor alemana hubiera destrozado Gernika.

Los primeros enfrentamientos tuvieron lugar entre los días 24 y 25 de agosto. Para el 26, Belchite estaba ya totalmente aislada. En su interior, según los datos manejados por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), se concentraban entre 3.000 y 7.000 soldados del Ejército Nacional. La ciudad se convirtió en un improvisado campo de batalla: los cronistas de la época dicen que se construyeron fortificaciones de hierro y de cemento, se instalaron nidos para ametralladoras y armamento pesado, se alzaron barricadas a base de sacos de arena y se vertieron escombros, para dificultar el avance del enemigo. Se esperaba un asedio prolongado.

Pero no, todo fue demasiado rápido y demasiado cruento. Las tropas administradas el entonces ministro de Defensa republicano, Indalecio Prieto, no podían permitirse una demora en su camino hacia Zaragoza y se abalanzaron contra Belchite, con lo que tenían, sin revisar a fondo los mimbres del enemigo.

Primero se cortó el agua de la población. Luego empezó a notarse el cerco en la falta de alimentos y de suministros esenciales. No entraba nada. La XV Brigada Internacional logró conquistar edificios estratégicos el 31 de agosto y el primer día de septiembre, las fuerzas aérea republicanas bombardearon el casco urbano de Belchite. Los últimos reductos franquistas fueron cayendo los días 3 y 4 de septiembre.

Belchite estaba condenada a sufrir. El ejército sublevado proyectó una ofensiva desde Zaragoza para intentar salvar su fuerza en el pueblo, pero no lo logró: la 45º división de Emilio Kléber detuvo el intento.

Todo hecho a sangre y fuego. Unos vecinos en medio de todos los fuegos. Cada cual tirando de su lado de la cuerda. El municipio quedó completamente arrasado, obviamente. Las estimaciones más bajas hablan de 5.000 muertos. Mil más suman algunos historiadores.

Terminada la guerra, el dictador Francisco Franco tomó personalmente la decisión de dejar las ruinas intactas y construir un nuevo pueblo al lado, el llamado Belchite Nuevo, inaugurado en 1954. La obra del municipio a estrenar la hicieron prisioneros republicanos, procedentes de un campo de concentración de Aragón. En Belchite Viejo quedaron aún algunos vecinos. Los últimos se fueron en 1964. Desde 2007 es visitable.

Allí va cada mañana un paisano, vestido de miliciano, para hacerse con quien quiera posar y pagar “la voluntad”. Ni ese solitario disfraz ni los flashes ni los megáfonos de algunos guías restan aún pavor a lo que queda de Belchite. Allí hace frío. Aunque sea agosto. Porque está congelado en la guerra.

[Carmen Rengel]