Entrevista

Ignacio Martínez de Pisón

«Franco defendía a los judíos sefardíes»

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 9 minutos
Ignacio Martínez de Pisón | ©  Elena Blanco
Ignacio Martínez de Pisón | © Elena Blanco

Sevilla | Octubre 2014

Después de realizar su personal exploración del pasado más traumático de España en títulos imprescindibles como el ensayo Enterrar a los muertos o la novela Dientes de leche, Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) decidió en su última novela, La buena reputación (Seix Barral), asomarse a la Melilla de los años 50, en pleno proceso de descolonización, para situar en ella a un matrimonio judío que decide marcharse a Málaga y empezar allí una nueva vida con sus dos hijas. Tetuán, Málaga o Barcelona son otros escenarios de esta ficción histórica que se prolonga tres décadas para invitarnos a reflexionar sobre el sentido de nuestras raíces y la necesidad de albergar certezas sobre el futuro.

¿Por qué cree que hay tan poca literatura española que hable de Melilla, no digamos ya de la Melilla judía?

Es curioso, porque sobre la guerra del Rif hay mucha, y muy buena. Ahí están Sender, Arturo Barea, Díaz Fernández, una serie de libros clásicos que más o menos tocan Melilla, pero que no se detienen a explorar la ciudad. Entre otras cosas porque la misma ciudad crece con la guerra del Rif, es el momento en que llega dinero a la zona. Lo que era un penal, un cuartel, se convierte en una ciudad a ojos vista. Luego, la Guerra Civil eclipsa la Guerra de África, y Melilla se convierte en una ciudad provinciana, complicada, y distinta, llena de matices y contradicciones, y al mismo tiempo muy rica. Es extraño, porque cuando llegué por primera vez allí pensé “hay que escribir sobre esta ciudad”. Y si fuera director de cine, no dudaría en hacer una película sobre ella, inmediatamente, porque tiene una riqueza visual impresionante.

«Si fuera director de cine, no dudaría en hacer una película sobre Melilla: tiene una riqueza visual impresionante»

¿Recuerda cómo fue su primera impresión?

Fui hace cuatro o cinco años, por casualidad, invitado por la Semana del Cine. Había escrito sobre la guerra, había visitado el Norte de Marruecos, pero nunca había estado en Melilla antes. Me llamó la atención cierto aire a lo Rudyard Kipling, con los morillos vendiendo almendras y babuchas por las calles… En la novela, sin embargo, hablo de una Melilla que no es la de ahora, una ciudad que se enfrenta a problemas nuevos. De hecho, cuando acaba la novela, en el 86, aún no existe la valla. Es el año en que España ingresa en la UE y los musulmanes melillenses son objeto de una injusticia que da pie a los disturbios encabezados por Mohamed Dudu. Allí empieza una etapa nueva, la de la valla que se construye a principios de los 90 y se va reforzando después. No es una frontera entre dos países –sabes que se da en ella la mayor caída del PIB del mundo–, sino la UE, la riqueza de Alemania con la pobreza subsahariana. Realmente hablo de una Melilla que ya no existe, por más que siga habiendo cosas perpetuas, como por ejemplo el contrabando, que allá llaman “comercio atípico”.

¿Tenía claro desde el principio que pondría a un judío como personaje central?

No, no. Conocí allí a Moisés Salama, un amigo judío muy culto y majo, que me ayudó a documentarme y saber cómo viven, y sobre todo vivían, las gentes de la comunidad judía de Melilla. Uno para escribir busca situaciones complejas, y también contar cosas que no se hayan contado, no pisar terrenos hollados por otros ni repetir clichés. Cuando tocas un tema nuevo, es un terreno libre, todo para ti.

«Franco tenía cierto sentido de la hispanidad que incluía a los judíos sefardíes, y dejaba fuera a los askenazíes»

Esto sucede desde luego con la comunidad judía melillense, que es muy desconocida en general.

Melilla tiene una característica, y es que uno de los barrios, el Polígono, se urbaniza cuando, a principios del siglo XX, llegan en varias oleadas unos judíos huyendo de las hostilidades de los musulmanes vecinos. Son protegidos por las autoridades militares y se instalan en el polígono de tiro. Más tarde, la ciudad se convierte en puerto de salida de judíos que huyen de Marruecos hacia Israel, a partir del 56, cuando acaba el Protectorado. En la novela cuento de forma un poco tangencial la historia de esa operación de rescate, organizada por los servicios secretos israelíes, con la colaboración o al menos la tolerancia de las autoridades franquistas, que permitieron la evacuación de 25.000 judíos.

Cosa llamativa, porque España no había reconocido el Estado de Israel, pero permitió que los judíos salieran. ¿Cómo explicamos esa paradoja?

Franco tenía cierto sentido de la hispanidad que incluía a los judíos sefardíes, y dejaba fuera a los askenazíes y los de otras ramas. Creía que había que defenderlos al mismo tiempo que tenía una retórica antisemita. En la guerra había conocido judíos ricos en el norte de África, y al mismo tiempo mantuvo ese discurso antisemita. Todo era ambiguo y equívoco, porque nunca hizo ningún gesto de desaprobación hacia el Holocausto. La relación de Franco con los judíos es algo que debe ser estudiado.

¿Queda algo de la comunidad judía de Melilla?

Melilla sigue teniendo cierta capacidad económica como puerto de entrada de mercancías hacia África. Cuando se construyó el puerto de Nador, sirvió para la exportación de mineral, pero como puerto de mercancías Melilla sigue siendo potente y eso permite que haya mucho comercio. Sigue habiendo una pequeña comunidad judía, pero si en algún momento llegaron a ser 10, 15 o 20.000, ahora no llegarán ni a 2.000.

Mis abuelos ceutíes siempre hablaron de una convivencia pacífica entre gente de distintas religiones. ¿Cree que ocurrió lo mismo en Melilla?

Durante los años posteriores a la Guerra Civil, del 39 al 56, parece ser que la convivencia era bastante correcta y buena. Era una sociedad relativamente relajada, un poco más próspera que la península, donde existían libertades que no existían en la Península, como la de culto. Todas las memorias que se han escrito de la época tienden a reflejar una convivencia bastante armoniosa. También puede ser un mito que crea la propia memoria, pero parece que fue así. A raíz de este libro he recibido muchos testimonios, y todo lo que te cuentan tiene mucho de ensoñación, qué jóvenes éramos y qué felices en Tetuán, o en Larache. Puede que haya una nostalgia de aquel paraíso perdido, pero las sensaciones, en comparación con la miseria de la posguerra española, parece que apuntan a que aquella sociedad era todo más llevadero.

«Un pueblo del interior de Castilla o Andalucía era tan pobre como un pueblo de Marruecos, el paisaje era el mismo»

¿Y qué pasó a partir del 56?

En el Sur de Marruecos, la parte grande que era el Protectorado francés, más o menos tres o cuatro veces más grande que el español, sí que había movimientos anticolonialistas. Supongo que la España de Franco era una metrópoli española tan débil, que ni se molestaban en organizar una resistencia. Cuando Francia vio que aquello no se podía solucionar, se habló de abandonar el territorio y devolvérselo a los marroquíes, y Franco tuvo que sumarse a esa decisión. Y claro, se produce esa situación paradójica: la de judíos que están yendo a Israel, al que consideran su país aunque hace muchas generaciones que sus antepasados se marcharon, y al mismo tiempo hay españoles nacidos en el Protectorado y que tienen que volver a la Península, aunque no haya ninguna experiencia afectiva ligada a ese territorio. Es un momento muy interesante para plantear un conflicto familiar. La incertidumbre ante el futuro hace mucho daño, como se está viendo con la crisis. El ser humano tiene que tener controlado el futuro, no saber qué va a ser de ti dentro de dos o tres años te hace más débil.

«Después de 32 años en Barcelona, sigo viviendo de espaldas al mar, me sigue pareciendo superfluo»

En España la descolonización siempre se enfoca como algo traumático, ¿no cree que en cambio los franceses han logrado suavizar esa sensación, o disimularla un poco jactándose de sus aportaciones?

Bueno, no sé, Francia tiene heridas todavía. Y luego hay aún mucho resentimiento entre los descendientes de las antiguas colonias respecto a la metrópoli, a la que hacen responsable de su atraso. España, como al fin y al cabo era un país pobretón, como metrópoli no tenía mucha credibilidad. Un pueblo del interior de Castilla o Andalucía era tan pobre como un pueblo de Marruecos, y seguramente el paisaje era el mismo, con los mismos borricos y las mismas ropas raídas. Hablamos de los años de la pobreza, los 40, y tampoco había esas tensiones coloniales.

¿Esta novela ha sacado la parte mediterránea que tiene la mayoría de los aragoneses tan escondida?

Después de 32 años en Barcelona, sigo viviendo de espaldas al mar, me sigue pareciendo superfluo, por extraño que parezca. Cuando vives y creces en el interior, no te parece tan necesario. Un mallorquín, en cambio, no puede vivir sin el mar. Nacer en un sitio te marca, y si eres de secano, lo eres para siempre.

De almogávare no tiene nada, entonces…

Es verdad que este libro tiene mucho de marítimo, tuve que investigar cómo funcionaban los puertos y las compañías navieras. Me gustaba la conexión marítima entre las ciudades, que es lenta y poco de fiar, porque llega un temporal y el barco correo no sale. A pesar de ello, siempre hubo una vinculación afectiva y administrativa entre Melilla y Málaga, por eso quería que la familia protagonista tuviera como segunda etapa Málaga. Pero yo de almogávare nada, ya digo que soy de tierra adentro: no me gusta ni bañarme.