Opinión

No me cuentes rollos sionistas

Uri Avnery
Uri Avnery
· 12 minutos

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A principios de los años cincuenta, yo publiqué un relato que había escrito mi amigo Miko Almaz. En aquel momento, el recién creado Estado de Israel estaba en grandes aprietos financieros y sus dirigentes no sabían como conseguir comida para el próximo mes.

Alguien se acordaba que en alguna parte remota de África existía una pequeña comunidad de judíos inmensamente ricos, que poseían todas las minas de diamantes. El Gobierno israelí escogió a su relaciones públicas más avezado y lo envió allí.

El hombre se dio cuenta de que cargaba sobre sus hombros el destino del Estado. Reunió a los judíos del lugar y les soltó un gran discurso. Sobre los pioneros que habían abandonado todo para irse a Palestina y hacer florecer el desierto, sobre su extenuante trabajo, sobre sus altos ideales socialistas.

Cuando terminó no quedaba ojo sin lágrimas en la sala. Al volver al hotel sabía que que había dado el discurso de su vida.

Ni el presidente de la Organización Mundial Sionista era sionista, si vivía en Nueva York

Y efectivamente, a la mañana siguiente, una delegación de los judíos del lugar llamó a su puerta. Le dijeron: “Tus palabras nos han hecho sentir que estamos llevando una vida que no es digna de ser vivida. Una vida de lujos y explotación. Así que hemos decidido de forma unánime de entregar las minas de diamantes como regalo a nuestros trabajadores, abandonar todo y acompañarte a Israel para ser pioneros”.

David Ben-Gurion era un sionista de verdad. Creía que un sionista era un judío que se iba a vivir a la Tierra de Israel. Ni siquiera el presidente de la Organización Mundial Sionista era sionista, si vivía en Nueva York. Creía en sus principios con total firmeza.

Cuando viajó por primera vez a Estados Unidos como primer ministro de Israel, sus asesores le preguntaron cuál sería su mensaje a los judíos del país. “Les pediré que abandonen todo y se vengan a Israel”, respondió Ben-Gurion.

Los asesores estaban aturdidos y escandalizados. “¡Pero Israel necesita su dinero!”, exclamaron. “¡No podemos existir sin ese dinero!”

Se desató una batalla de conciencias. Al final, Ben-Gurion cedió. Se fue a Estados Unidos y les dijo a los judíos que podían ser buenos sionistas si hacían generosas donaciones a Israel y le daban respaldo político.

Después de este episodio, Ben-Gurion nunca volvió a ser el mismo de antes. Le habían destruido sus conviccioes fundamentales.

El poder de los judíos estadounidenses a las órdenes de Jerusalén es imprescindible para Israel

Lo mismo pasó con el sionismo. Se convirtió en un eslogan cínico que utiliza cualquiera a favor de su interés político. Sobre todo se convirtió en un instrumento en manos de los dirigentes israelíes para subyugar a los judíos en todo el mundo y movilizarlos a favor de sus metas nacionales, partidistas o personales.

Volviendo a la historia: No cabe imaginar mayor catástrofe para Israel que el que los judíos de todo el mundo hicieran las maletas y se vinieran a Israel. El poder inmenso de los judíos estadounidenses organizados, de los que la gran mayoría recibe órdenes de Jerusalén, es imprescindible para la existencia del Estado.

Estaba yo pensando en todo eso cuando leí, durante el fin de semana, un agudo ensayo de A. B. Yehoshua, un popular escritor israelí de izquierdas que es prácticamente el único en la plana mayor de escritores israelíes que no es asquenazí. Su padre pertenecía a una antigua familia sefardí de Jerusalén, su madre es marroquí. Esto lo convierte, en la jerga actual, en un mizrají (“oriental”).

En su ensayo, Yehoshua distingue entre nacionalismo y sionismo. Según él, estos dos conceptos no están fusionados en uno, como se le hace creer a la gente en Israel, sino que son dos cosas distintas “soldadas” una a la otra y en constante conflicto. El “sionismo” juega un papel oscuro en esta dualidad.

En el Israel de hoy día, esta es una teoría atrevida, que roza con la herejía. En la antigua Roma se le quemaba a la gente por menos de eso. Es como decir que Dios y Yavé son dos deidades distintas. Pero a mi juicio se trata de una construcción de términos obsoletos. Hoy día podemos pensar mucho más allá. ¿Está el nacionalismo israelí realmente siquiera soldado al sionismo no israelí?

Tengo que recordar al lector de nuevo que, para empezar, la gran idea de Theodor Herzl no tenía nada que ver con Sión, en su sentido literal: una colina en Jerusalén.

Originalmente, Herzl quería fundar un ‘Estado de los judíos’ (y no un ‘Estado judío’) en Patagonia, en el sur de Argentina. La población nativa acababa de ser más o menos exterminada, y Herzl pensaba que este país vacío era apto para ser colonizada por las masas de judíos europeos, después de que se le les expulsara a los últimos aborígenes que quedasen (pero no antes de que éstos hubiesen exterminado a todos los animales salvajes).

Todos usan el sionismo: el Gobierno contra la oposición, la oposición contra el Gobierno…

Cuando Herzl, un judío vienés completamente asimilado, entró en contacto con judíos de verdad, especialmente rusos, se dio cuenta, contra su voluntad, que nadie iba a funcionar salvo Palestina. Así, su idea se convirtió en sionismo. Nunca le gustó Palestina y nunca lo visitó, excepto una vez cuando el romántico káiser alemán prácticamente se lo ordenó, al insistir que se encontrasen en Jerusalén. (El káiser comentó después que el sionismo era una gran idea pero que “con los judíos no puede funcionar”).

La idea de Herzl del sionismo era bastante simple: todos los judíos del mundo vendrían al nuevo Estado y a partir de ahí sólo ellos se llamarían judíos. Los que prefiriesen quedarse donde estaban dejarían de ser judíos y se convertirían al final en austríacos, alemanes o americanos normales. Punto final.

Pues no ocurrió así. El sionismo era un instrumento demasiado útil para los políticos – tanto en Israel como fuera – para que se le tirase al cubo de la basura.

Lo usa todo el mundo. Los políticos estadounidenses que codician el dinero judío. Los políticos israelíes que no tienen nada más que contar. Los funcionarios israelíes de todo bando que discriminan abiertamente a los ciudadanos árabes. Los diputados de la coalición gubernamental en la Knesset contra la oposición. Los diputados de la oposición contra el Gobierno.

Si Binyamin Netanyahu califica al líder de la oposición, Yitzhak Herzog, de “antisionista”, éste protestará con más enfado que si simplemente le hubiesen llamado traidor a la patria. Ser un antisionista es algo horrible. Algo imperdonable.

En Israel, llamar a alguien antisionista es peor que llamarlo traidor a la patria

Pero si se le preguntara a cualquiera de ellos qué es realmente el sionismo, se quedaría paralizado. El sionismo… bueno, todo el mundo sabe lo que es el sionismo. ¡Qué pregunta! El sionismo es…. mmm… mmm…

Al otro lado de la valla, la situación es muy similar. Todo el mundo acusa a todo el mundo de ser sionista. ¿Usted apoya la solución de los Dos Estados? ¡Una vil conjura sionista! ¿No quiere que Israel desaparezca? ¡Es usted parte de la conspiración sionista mundial!

Llamar a alguien sionista es ponerle punto final al debate. Como decir que es un nazi. Sólo que peor. Mucho peor.

Y luego están los restos del antisemitismo clásico. Lo que queda de ese movimiento antaño orgulloso con el que empezó todo. Precisamente la gente a la que Herzl se encontraba en las calles de Viena y Paris, cuando llegó a la conclusión lógica de que los judíos ya no podían vivir en la Europa del siglo XIX.

El gran movimiento antisemita ha desaparecido. Sólo quedan restos patéticos. Justo lo suficiente como para proveer a los sionistas con el carburante que necesitan.

El sionismo con tal, el de verdad de la buena, falleció de muerte natural en Tel Aviv, en el momento en el que se fundó el Estado de Israel.

En esos días, la palabra ‘sionismo’ era una especie de broma entre los jóvenes. “No me hables como un sionista” quería decir: No me cuentes un rollo macabeo.

Lo que queda es la coexistencia de dos conceptos separados, no realmente soldado el uno al otro, y destinados a desgajarse en algún momento del futuro.

Ninguno de los dos tiene mucho que ver con el sionismo.

Existe la entidad de Israel: una nación normal (al menos tan normal como cualquier otra nación). Tiene una patria, una mentalidad colectiva, una realidad geográfica y política, intereses económicos, una lengua mayoritaria y montones de problemas internos. Un 75 por ciento de su población son judios, un 20 por ciento son árabes. (El resto son judíos no considerados judíos por parte de los rabinos, que son quienes deciden este tipo de cosas en Israel).

Y luego están los judíos del mundo. Su patria es todo el planeta. Pertenecen a muchas naciones diferentes, tienen algunos vagos intereses comunes (creados por los antisemitas), comparten una religión y muchas tradiciones. Una gran parte de ellos se sienten que tienen un compromiso con Israel, uno vago que se puede diluir fácilmente.

La facción extremista de los judíos religiosos rechaza el sionismo como pecado

Una de las funciones principales del “sionismo” es mantener a esa gente totalmente sujeta al servicio de los intereses de los dirigentes momentáneos de Israel (que además van cambiando). Sin esa conexión, Israel debería existir gracias únicamente a sus propios recursos políticos, económicos y militares, una existencia mucho más modesta.

Los lazos que vinculan (o “sueldan”, en palabras de Yehoshua) estas dos entidades son la religión y la tradición. En estos días, cuando los judíos de todas partes del mundo y en Israel celebran los mismos “nobles festivos”, esto es muy evidente. Los lazos existen, se han creado durante siglos, pero uno se pregunta qué fuerza tienen hoy día. ¿Son realmente tanto más fuertes – o siquiera iguales – que los lazos entre los estadounidenses irlandeses e Irlanda, entre los chinos de Singapur y China? Si se plantease una prueba de fuerza real ¿aguantarían?

Irónicamente, la facción más extremista de los judíos religiosos, tanto en Jerusalén como en Brooklyn, rechaza el sionismo como un pecado contra Dios.

El daño verdadero causado por el dominio mental del sionismo sobre Israel es que falsifica la situación de Israel en el mundo.

La descripción oficial de Israel como “Estado judio y democrático” es un oxímoron. Un Estado judío no puede ser realmente democrático, dado que la definición niega la igualdad a quienes no son judíos, y especialmente a los árabes. Por la misma razón, un Estado democrático no puede ser judío. Debe pertenecer a todos sus ciudadanos.

Un Estado democrático no puede ser judío: debe pertenecer a todos sus ciudadanos

Pero el problema es más profundo. Los lazos de Israel con los judíos del resto del mundo son mucho más estrechos que los que mantiene con sus vecinos. Uno no puede fijar la mirada en Nueva York e interesarse a la vez profundamente por lo que hace la gente en Bagdad, Damasco y Teherán.

Hasta que Damasco y Teherán llegan tan cerca que uno ya no puede seguir ignorándolos. Irónicamente, la gente en Teherán grita “¡Muerte a la entidad sionista!” A la larga, lo que ocurre allí es cien veces más importante para nuestro futuro que el Partido Republicano de San Francisco.

Voy a ser claro: No predico la “separación”, por la que abogaba antaño un pequeño grupo tildado de “canaanitas”. Los lazos naturales que son verdaderos y no dañan los intereses vitales de ninguno de los dos bandos – Israel y los judíos del mundo – sobrevivirán.

Pero con una condición: que no dañen el futuro de Israel, un futuro que exige paz y amistad entre sus ciudadanos y sus vecinos, ni el futuro de los judíos en todas partes del planeta dentro de sus propias naciones.

¿Cómo encaja esto en la doctrina sionista? Bueno, si no encaja lo siento mucho.

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