Crítica

Mitos al amor de la lumbre

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 5 minutos
Socotra, la isla de los genios
Dirección: Jordi Estevaestev-socotra-isla

Género: Documental
Produccción: Siwa Productions
Guión: Jordi Esteva
Duración: 64 minutos
Estreno: 2016
País: España
Idioma: socotrí

Si Socotra fuera un destino turístico al uso, podemos asegurar que tendría la mejor oficina de promoción del mundo: desde Alejandro Magno, que la conquistó –dicen– para hacerse con sus abundantes reservas de áloe, hasta el Malcolm Lowry que la llama “la isla misteriosa del mar Arábigo adonde nadie ha llegado jamás”, la lista de sus piropeadores es larga y prestigiosa. El inagotable yacimiento de incienso y mirra, el lugar donde crece el árbol del dragón, con su savia roja que embadurnaba a los gladiadores del Coliseo y las maderas de Stradivarius; la patria de “los magos y nigromantes más sabios” al decir de Marco Polo; la isla de Zeus Trifilio, de Simbad y el ave Roc…

Un paisaje que parece sacado de cualquier superproducción fantástica, un episodio de Star Wars…

Solo una ubicación apartada de cualquier circuito comercial, entre el Yemen sumido hoy en una guerra y una Somalia dejada de la mano de dios, ha permitido preservar Socotra de las hordas domingueras y los aventureros estivales. El barcelonés Jordi Esteva, que ya deslumbró en su día con Los árabes del mar, decidió agregar su grano de arena a la leyenda con un libro magnífico, Socotra, la isla de los genios, donde narraba un apasionante viaje a este confín. Pero su doble condición de escritor y documentalista –interesantísimo es su Viaje al país de las almas, rodado en Costa de Marfil– le animaron a regresar para registrar de nuevo cuanto había visto y oído, esta vez en película.

En Socotra, la isla de los genios, Esteva había ilustrado el texto con fotografías tomadas por él mismo. Por esta razón, no deberían causarnos tanta impresión las primeras imágenes del filme: vamos, en cierto modo, avisados. Y sin embargo, parece difícil no quedar boquiabierto ante el espectáculo de esos árboles imposibles, de esas montañas y esos ríos plateados por el hermoso efecto del blanco y negro. Un paisaje que parece sacado de cualquier superproducción fantástica, que no desentonaría en un episodio de Star Wars, como muestra de algún planeta de exótico nombre.

Socotra –la película– nos remite al tiempo en que el hombre se enfrentaba desnudo a los elementos

A Esteva le habría bastado filmar accidentes naturales, lagartos y camellos para merecer el sobresaliente de los amantes de los documentales a lo National Geographic. Pero su curiosidad se dirige en otra dirección: muy pronto, el foco se centra en los habitantes de la isla, en su cultura ancestral y en concreto en su antiquísimo vivero de relatos. El poema visual que abre la cinta va llenándose de palabras. El viajero deja paso al antropólogo. El ojo cede protagonismo al oído cuando, al caer la noche, el mundo desaparece y comparecen los mitos al amor de la lumbre.

De este modo, Socotra –la película– no solo nos remite al tiempo en que el hombre se enfrentaba desnudo a los elementos, y nos recuerda lo difícil que es obtener una mínima brasa de dos palitos frotados. Es un viaje a lo más profundo de las supersticiones, del modo de conjurar los miedos, es decir: del germen de la literatura. Si en su libro Mil y una voces entrevistaba a personalidades del mundo árabe para explicar su evolución y desarrollo, en esta ocasión la máquina del tiempo viaja hacia atrás, directa a la semilla. Los personajes que desfilan ante la cámara son algo así como la voz viva de los hechiceros, de los poetas cantores, de los contadores de historias que poblaron el Mediterráneo, y plus ultra, hace más de mil años. El equivalente de un fósil que echara a caminar, de la respiración y el latido de un mamut conservado en hielo.

El filme es una deslumbrante invitación a pensar que hay mundos que se resisten a desaparecer

Cuando apareció Socotra –el libro– hubo quien se sorprendió con el detalle de que los habitantes de la isla no conocieran a Simbad. Me recordaba a aquella idea de Alfonso Grosso, cuando afirmaba que los lagartos lo ignoran todo en materia de Historia Natural. Porque ésa es precisamente la prueba de su autenticidad, vivir ajenos a las elaboraciones posteriores, a veces remotísimas en el tiempo, que se han hecho de sus viejas narraciones. Los viejos, los jóvenes, las mujeres reflejadas en la pantalla, todos ellos nos parecen los verdaderos, genuinos Simbad.

Por otro lado, Socotra –seguimos con el libro– tenía un costado íntimo, un bien medido uso del yo que queda cortés y prudentemente suprimido en su versión cinematográfica. Lo que Esteva quiere mostrar tiene más que ver con la construcción colectiva de la memoria, que los socotríes saben frágil y vulnerable en extremo, frente a la irresponsable actitud de las sociedades llamadas desarrolladas, que parecen desdeñar cualquier herencia de sus mayores que no sea directamente cuantificable en dinero.

Socotra –la película– es un maravilloso canto a esos tesoros perdidos o en trance de extinción, hechos verbo, música, sueño. No es que pretenda que todos renunciemos a usar llaves de fontanería para beber o luz eléctrica, no es eso, ni mucho menos. Es una hermosa, por momentos deslumbrante invitación a pensar que hay mundos que se resisten a desaparecer, quizá porque todavía tienen algo que decir.

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