Opinión

Divino racismo

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 11 minutos

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“Una imagen potente”. Bajo este lema ha corrido por las redes una fotografía tomada el 30 de enero en Chicago: una niña de siete años, con un pañuelo negro en la cabeza, y un niño de nueve, con una kipá, el gorrito judío. Ambos sostienen carteles a favor del amor y contra el odio. Participan con sus padres en una protesta contra el decreto del Gobierno de Donald Trump que prohíbe la entrada a los ciudadanos de siete países, ese decreto que se conoce como “veto contra los musulmanes”.

Es potente la imagen, porque certifica el fracaso de una humanidad que alguna vez creía en ideales como la igualdad de todas las personas. La foto explica por qué Donald Trump ganó en Estados Unidos, y por qué sus semejantes van ganando en Europa y en las dictaduras del mundo musulmán. Los manifestantes de la foto se creen la oposición a Trump, pero constituyen su base ideológica.

“Oh qué bonito, una niña musulmana y un niño judío juntos ¡qué exótico!” ¿Sí?

Tras la primera fascinación del “oh qué bonito, una niña musulmana y un niño judío juntos ¡qué exótico!”, surgieron algunas críticas: ¿Es admisible disfrazar a una cría de siete años con el hiyab reglamentario islamista, aquel velo que los teólogos fundamentalistas, en el poder desde hace unas décadas, prescriben a todas las mujeres decentes para ocultar sus encantos al varón y no incitarlo a pensamientos impuros?

Porque esa es la base teológica del hiyab, como sabe cualquier musulmán (por mucho que nos intenten tomar el pelo las conversas españolas). Cualquiera que le coloque a su hija el hiyab está considerando que se trata de una mujer con atributos sexuales que podrían incitar a los varones. Este ideario tiene un nombre cuando la cria tiene siete años: pedofilia.

Retiro la acusación. La oleada del fundamentalismo wahabí ha llegado ya tan lejos que incluso en países conservadores, desde Marruecos a Iraq, donde hace 20 años era impensable ponerle hiyab a una niña antes de la pubertad, se están empezando a ver crías disfrazadas con esta prenda de adultas. Más o menos como las familias europeas le ponen a una niña de cuatro años un bikini en la playa: sin darse cuenta siquiera de que están sexualizando el cuerpo de una niña. “Para que se acostumbren”, lo justifican algunas madres islamistas. En otras palabras: para que, cuando por fin tomen consciencia de su cuerpo, ni siquiera sean capaces de recordar una época en la que no eran un objeto sexual. Para que no puedan imaginar, nunca, la libertad de mostrar su pelo ante un hombre o las tetas en la playa.

¿Y el niño? Si el velo trajo polémica, con motivo, ¿no nos debería escandalizar también la kipá del crío?

Les ponen el hiyab para que no puedan recordar una época en la que no eran un objeto sexual

Por supuesto debe escandalizarnos, aunque como pieza de tela no reúne la misma carga de dogma sexista. Por el simple hecho de que se trata de un varón, y tanto judaísmo como islam reservan los símbolos sexistas a las mujeres. La kipá solo se interpreta como un señal de reconocer que Dios está por arriba, vigilante siempre, dispuesto a enfurecerse, siempre.

Cabría imaginar la foto al revés: un niño con una taguía, esa prenda igual a la kipá que en las últimas décadas se ha popularizado entre hombres salafistas, y una niña con el pelo rapado al cero – para no excitar a los hombres – y cubierta con una peluca. Que es la versión que el judaismo fundamentalista reserva a sus mujeres. Un grado más chungo que el islam, si queremos comparar, como lo es el resto de los mandamientos que rigen, limitan y asfixian la vida de una mujer judía muy practicante (aunque quiero pensar que lo de raparlas no se hace antes de que cumplan 12 años, edad fijada para el bat mitzva).

El rabino padre del crío de la foto no parece demasiado practicante. Tal vez no haya puesto a su hijo la kipá para exhibir una fiel adherencia a los dogmas sexistas e inhumanos (no tienen otro nombre) de su fe. Tal vez no piense en acostumbrarlo a no quitársela nunca más una vez que cumpla los 13 años y deba empezar a observar las normas, como aquella que manda no tocar a la esposa durante dos semanas al mes, por impura. Tal vez, el rabino simplemente le haya colocado este trozo de tela para identificar a su hijo como miembro de una religión determinada, para decir al mundo: Miren, somos judíos.

Miren, somos musulmanas es también el significado que muchas musulmanas, sobre todo las conversas, en Europa y Estados Unidos atribuyen a su hiyab, aunque prácticamente nunca renuncian a la otra componente, la de “Miren, soy una mujer decente”, porque siguen cumpliendo la norma de no quitárselo nunca ante varones (salvo marido y familia). Pero quedémonos con esta interpretación: los dos padres, musulmán y judío, han disfrazados a sus hijos con lo que creen los símbolos de sus respectivas religiones. Unas religiones que llamarán, tal vez, identidades.

Los dueños del mundo islámico, patrocinadores del radicalismo, siguen siendo bienvenidos en EE UU

Esta es la tendencia de estas primeras décadas del siglo XXI: ya no nos sentimos, como se soñó desde finales del XIX, personas humanas nacidas libres e iguales. Ya no nos manifestamos a favor de unos derechos universales, aplicables a toda persona. Ahora, incluso cuando nos manifestamos contra un decreto racista lo hacemos exhibiendo nuestra condición no de personas sino de representantes de un colectivo determinado, definido, bien colocado en un cajón con número de identificación fiscal y escriturado.

He dicho racista, empleando la palabra con ligereza, en referencia a aquel racismo que divide el mundo entre pobres y ricos. Porque eso de que el veto de Trump contra ciudadanos de Irán, Iraq, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Yemen tenga algo ver con un rechazo de musulmanes, eso espero que ustedes no se lo hayan creído. Siete países, que juntos no representan ni el 20 por ciento de la población musulmana del planeta, con uno nombrado desde hace décadas enemigo oficial, y otros cinco con una población reducida a la pobreza por guerras civiles estratégicamente alimentadas. Los dueños del mundo islámico, los patrocinadores del radicalismo, de Qatar a Arabia Saudí y a los jeques de Al Azhar en Egipto, los financiadores de las mezquitas que educan a yihadistas por toda Europa, esos siguen siendo bienvenidos en el aeropuerto Kennedy. Son sus víctimas las que Trump echa a la calle.

¿Amor entre judíos y musulmanes, han dicho? El cartel es una estafa. Una mentira

Y contra ese racismo de Trump, el que castiga a las víctimas del islamismo, no a los verdugos, se manifiestan ahora los ciudadanos en Chicago, exhibiendo los símbolos del islamismo y de su mejor aliado, el judaismo practicante, que en todo el mundo, salvo minúsculos colectivos rebeldes, ha sido absorbido y usurpado por el sionismo israelí, la ideología política que necesita a ese islamismo y lo fomenta para mantener su visión de la división del mundo entre buenos y malos.

¿Esta división la pretenden superar los manifestantes exhibiendo los símboles de ella? Claro, es muy fácil exhibir “tolerancia” en una América cuya legislación (no los fundamentos ideológicos de la sociedad) ha llegado a ser laica. ¿Amor entre judíos y musulmanes? ¿Amor, han dicho? El cartel es una tremenda estafa. Una mentira.

Porque si estos críos crecen y a la edad de veinte, quizás recordando su primer encuentro en ese hermoso momento de protesta, les da por enamorarse, solo podrán casarse arrancándose velo y kipá. Ningún imam leerá la fatiha ante una musulmana cogida de la mano de un hombre que no sea de su fe; ningún rabino declarará marido y mujer a este chico y su novia, si uno de ellos no es judío. Podrán dar gracias a Dios por vivir en Estados Unidos, si quieren casarse.

De tener la mala suerte de que sus padres en algún momento emigren a un país donde sea oficial esa religión cuyos símbolos colocan con tanto orgullo en la cabeza de sus hijos, ya podrán joderse: no se casarán. De Marruecos a Malasia, pasando por todos aquellos países destruidos que recoge el decreto de Trump, y por los otros que no recoge y que financian la destrucción, ella no puede firmar un acta de matrimonio con nadie que no sea musulmán: lo prohíbe la ley, esa ley decretada por los imames. Y en Israel, él no podrá firmar un acta de matrimonio con ninguna chica que no sea judía: lo prohíbe la ley, esa ley decretada por los rabinos y de aplicación obligada.

La “tolerancia” expresada por estos símbolos  no es más que un eufemismo para la segregación

La “tolerancia” expresada por los símbolos de esos imames y esos rabinos, los que previenen, allá donde tienen el poder, que formen pareja una musulmana y un judío (o un cristiano, para el caso es lo mismo, también la Iglesia Cristiana aplica esta ley en todo ámbito en el que tenga poder de hacerlo) no es más que un eufemismo para un término mucho más exacto: segregación. En holandés lo llamaron apartheid. Vivir cerca unos de los otros, sí. Pero el amor, que sea divino. Nunca humano, nunca carnal.

Es esa ideología, que pinta un mundo dividido entre bloques dirigidos cada uno por una cabeza aureolada, imam, rabino o cura, la que está impulsando la ultraderecha tanto en Estados Unidos como en Europa, donde proliferan los movimientos contra “los musulmanes” y a favor de “nuestros valores cristianos”. En esta ideología, la misma que tiene Trump, los seres humanos no nacen iguales: nacen cada uno en su embalaje con código de barras divino, y se les pone precio acorde.

Certifica nuestra capacidad de condenar a nuestras hijas a no poder pensar siquiera la libertad

Es ese pensamiento de bloques que impulsa a la ultraderecha islamista a marcar a todas “sus” mujeres con el hiyab, para que sean fáciles de categorizar, identificar, vigilar y, llegado el caso, amonestar. Esa ultraderecha islamista a la que invitan con tanta diligencia a sus convenciones los partidos de la izquierda europea, porque queda oh tan exótica una conferenciante con pañuelo. Tan tolerante. No es anecdótico: Linda Sarsour, defensora del hiyab, islamista, que pide a las musulmanas norteamericanas vivir acorde a la sharia, fue una de las impulsoras de la marcha de mujeres contra Trump en enero.

Esta es la tragedia de la humanidad en este recién estrenado siglo XXI: que Trump ya ni siquiera necesita decir que su decreto se dirige contra los musulmanes. Basta con nombrar siete países, para que todos sepamos que solo se trata de musulmanes. Porque hasta ahí ya le han preparado el camino a Trump los islamistas: han conseguido hacernos creer que todos estos países – que juntos albergan a tres millones de cristianos – son islámicos. Exclusivamente.

La fotografía de Chicago es una potente imagen: certifica nuestra capacidad de condenar a nuestros hijos, nuestras hijas, a no poder pensar siquiera la libertad, a aherrojarlos con los dogmas de la religión desde que nacen. Fingiendo que es racismo y crimen separar por ley a blancos y negros, pero que no lo es separar por ley a musulmanes y judíos. No fuera de América, al menos. ¿Y aún nos sorprende que gane Trump?

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