Opinión

La polikatikía

Clara Palma
Clara Palma
· 6 minutos

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En Grecia se llama polikatikía (algo así como “muchos habitantes”) el clásico edificio en el que los vecinos hacen, o solían hacer, vida de escalera. Ahora que cumplo un año viviendo en mi calle -una de las más underground de Atenas, proclamo con orgullo-, ya puedo hacer una somera radiografía de los inquilinos de mi propia polikatikía. La muestra tiene pinta de ser bastante representativa de mi barrio, y servirá para ilustrar la vida cotidiana en Plaza Victoria, uno de las zonas más deprimidas del centro de la capital.

El señor Costas, un anciano entrañable, políglota, melómano y cinéfilo, se crió en Alejandría y adora a Almodóvar

En el sótano viven los paquistaníes (su número parece variar diariamente, pero son muy educados y sonrientes). Trapichean con tabaco de contrabando, como poco, lo que nos ha valido ya varias visitas intempestivas de la secreta, acompañada de su simpatía y saber estar habituales. El balconcito de los paquistaníes da al patio interior, por lo que los tiempos en los que mantuvieron allí a un pobre pollo solitario pasaron a los anales como sinónimo de feroces pugnas a escobazos contra las hordas de gatos semiasilvestrados que viven allí. Con toda seguridad, el desenlace para el pollo fue fatal -aunque jamás averiguaremos quién acabó dando cuénta de él-. En el sótano hay también una parejita joven, seguramente extranjeros. Son unos siesos y no saludan nunca cuando salen a pasear al perro.

En el bajo vive el señor Costas, un anciano entrañable, políglota, melómano y cinéfilo. Se crió en Alejandría y adora a Almodóvar. Como se aburre, suele dejar la puerta abierta para acechar a los que pasan y asaltarlos a preguntas. Dado que de lo contrario resultaría demasiado encantador, tiene dos defectos: es racista selectivo y cuando alimenta a los gatos del patio le dan accesos de cólera y comienza a insultarles como un poseso (sigue resultando igual de inquietante que cuando me parecía que hablaba solo).

En el primer piso vivimos nosotros, más bien tirando a exóticos también. Puerta con puerta está la nonagenaria señora Dora. Sorda y silenciosa, la comunicación es prácticamente imposible. Cuando vienen a traerle comida no pasa más allá del umbral de su puerta, como un caracol que apenas asomase los cuernos al exterior.

La señora Marina analiza sutilmente a voz en grito la moralidad de los tíos que salen de los burdeles a 20 euros

En el segundo vive la señora Marina, la eficiente (y perenne) presidenta de la comunidad de vecinos. Es viuda de un capitán de barco y sus hijos viven en Finlandia. Vigila la seguridad de la polikatikía mejor que un cancerbero: todo movimiento sospechoso en el portal es registrado, susceptible de ser una posible fuente de amenaza. Increpa por igual a los que vienen a traer publicidad, a los adeptos de sectas religiosas y a los que vienen a hacer cosas útiles – verbigracia leer los contadores o traer el correo- pero aporrean todos los timbres en el proceso. Grita a los que salen por el portal y no cierran con llave, o a los que entran y no han pagado la cuota de la comunidad. También analiza sutilmente a voz en grito la moralidad de los tíos que, a la salida de burdeles a 20 euros que infestan la calle, escupen o mean delante de nuestro portal (éste es sin duda el despliegue vocal más satisfactorio para los que somos testigos).

El balcón de la señora Marina es uno de esos en los que ondea una bandera griega, lo que la convierte en una votante bastante plausible de cierto partido de extrema derecha que obtiene en nuestro barrio algunos de sus mejores resultados electorales. Los férreos valores de la señora Marina tampoco perdonan a las trabajadoras de los citados burdeles (“si necesitan dinero, que frieguen escaleras”), un tema objeto de encendidas diatribas con el señor Costas, que sostiene que “algunas tienen buen corazón”.

En el tercer piso viven los inquilinos más misteriosos. Se trata de una mujer muy dulce que ronda los 50 y un hombre moreno, en la treintena, que sufre algún trastorno mental. La relación que pueda haber entre ellos me intriga: aparte de que él es extranjero, todo parece apuntar a que no son madre e hijo. A veces se les oye pelearse. Unas tres veces por semana, su voz potentísima de barítono resuena en todo el barrio, monologando y vociferando desde el balcón o desde la calle. Suele gritar en un griego totalmente incomprensible, del que sólo se entienden las palabras «puta» y a veces «déjame entrar». También les grita a los tíos que pasan por la calle, cuestionando con delicadeza su virilidad y aclarándoles que no son hombres de verdad si tienen que pagarle a una mujer.

Hasta los años ’80, la Plaza Victoria, con edificios art-nouveau, acogía a la flor y nata de la sociedad ateniense

En resumen, un 50% del vecindario pasa el tiempo gritando y el 50% restante espiando por entre los visillos. Y bueno, yo me incluyo en el segundo grupo, pero ¿quién podría ser indiferente a semejantes fuentes de observación sociológica y humana?

Lo curioso es que, prácticamente hasta los años ’80 del siglo pasado, la Plaza Victoria -bautizada en honor de la reina británica- era una de las zonas “bien” de Atenas. Desde su edificación en la década de los ’20, sus hermosos edificios art-nouveau acogían a la flor y nata de la sociedad ateniense, que -según las nostálgicas descripciones de los ancianos- disfrutaba del sol en las terrazas de las afamadas pastelerías, mientras las institutrices vigilaban a niños vestidos de marinerito (esto último me lo imagino yo) que jugaban en la Plaza.

Después tuvo lugar un radical proceso de desgentrificación; pero yo, a decir verdad, me quedo con el torbellino multiétnico de chiquillos que corren ahora por el césped comunicándose en todas las lenguas habidas y por haber.

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