Crítica

Realismo sórdido

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 4 minutos
Taxi Teheran
Dirección: Jafar Panahi
panahi-taxiteheran
Género: (Falso) documental
Produccción: Jafar Panahi Film Productions
Intérpretes: Anónimos, por falta de autorización
Guión: Jafar Panahi
Duración: 82 minutos
Estreno: 2015
País: Irán
Idiomas: farsi (subtítulos en castellano) 

En una escena de Taxi Teheran, Oso de Oro en Berlín concedido por el jurado que presidía Darren Aronofsky, un joven estudiante de cine le explica a Jafar Panahi que está tratando de encontrar un buen argumento, pero después de ver un montón de películas y leer varios libros sigue sin dar con algo válido. “Esos libros y esas películas ya están hechos”, responde el cineasta. “Tendrás que buscar en otras partes”.

Burlando una vez más la prohibición de rodar en su país, Panahi ha decidido buscar sus nuevos enfoques en la cabina de un taxi, un espacio lo suficientemente discreto como para pasar desapercibido entre los millones de vehículos que circulan por la ciudad, y lo bastante vivo como para servir de fresco de la vida cotidiana de los iraníes de a pie, más o menos como hiciera Khaled Khamissi con los cairotas en su novela Taxi. Haciéndose pasar por chofer, el director de las aclamadas El círculo, El espejo o El globo blanco filma a sus clientes a través de una cámara instalada en el salpicadero, registrando sus comentarios sobre cuestiones como la pena de muerte, los problemas sociales o las supersticiones populares.

Panahi, a pesar de su aparente despiste, acabará llevándonos adonde quiere: a hablar de la libertad

Así, Taxi Teheran se presenta como un ejercicio de cine low cost, impregnado de guiños a la cultura reality tan de nuestros tiempos (un programa de Canal Sur 2 ensayaba una fórmula similar con el humorista Manolo Sarriá al volante), pero con un objetivo muy ambicioso. Porque a pesar del templado humor de los distintos sketches, más encaminado a sacar la sonrisa cómplice del espectador que la carcajada estentórea, no se nos olvida que es Panahi quien está en todo momento a los mandos, y que a pesar de su aparente despiste al final acabará llevándonos adonde quiere: a hablar de libertades, a hablar de la libertad.

Uno de los pintorescos personajes que suben al auto, y sin duda el más regocijante, es la jovencísima y empañuelada sobrina del cineasta, que debe hacer una película como tarea del colegio, valiéndose de una simple cámara de fotos. Todo perfecto hasta que la niña enumera las condiciones que le imponen para que su filme sea “distribuible”, y que van de cubrir a las mujeres con hiyab a impedir que los malos lleven corbata y los buenos tengan nombres iraníes en lugar de patronímicos coránicos… Y por supuesto, evitar el realismo sórdido. Es decir, despojar al séptimo arte de su condición de herramienta, de vehículo de reflexión y denuncia, para reducirlo a instrumento de pura evasión o a mansa exaltación de la realidad.

Es la película que tocaba hacer en este Irán, con suspende aún tantas asignaturas

Panahi aparca cualquier pretensión artística para hacer simple y llano realismo sórdido. Su filme no pasará a la historia por unas interpretaciones magistrales –aunque tengan su encanto la naturalidad de todo el elenco–, ni por su narrativa visual, ni siquiera por su originalidad, pues parece condenado a quedar a la sombra de Ten, de su compatriota Abbas Kiarostami, un trabajo conceptualmente similar pero de más largo alcance.

Sea como fuere, es la película que tocaba hacer, la que podía hacer, acaso la que le pedía el cuerpo hacer en este Irán que ya parece liberado de los cuernos y el rabo que Occidente le puso durante décadas, pero que todavía suspende en un montón de asignaturas básicas. Un país en el que todavía hay que encerrarse en la cabina de un taxi para sentirse libre.

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