Opinión

El violento rastro del Ejército (II)

Wael Eskandar
Wael Eskandar
· 8 minutos

opinion

 

Un peligro de las prácticas actuales de persecución de disidentes lo pone de relieve Nabil El Boustany, un joven que ha sobrevivido a 70 días de desaparición forzada y detención en la prisión de Al Azouli y a cuya familia se le ha mentido explícitamente sobre su paradero.

Nabil logró salir con la experiencia sin ser radicalizado y mantiene una actitud mental positiva ante la vida. Dice: “El verdadero peligro de estas prácticas no es sólo que las personas se radicalicen y planifiquen su venganza, sino que el aparato de seguridad no haga el trabajo que le corresponda ni se oponga a los radicales ni a las amenazas contra la seguridad”.

Nabil presenció cómo las víctimas de desapariciones forzadas volvían a desaparecer dentro de las cárceles y afirma que muchos de los que él conoció dentro de la prisión militar no eran radicales y que incluso algunos eran partidarios de Sisi.

El aparato de seguridad que mata a inocentes de manera despreocupada y luego disfraza estos asesinatos de actos heroicos, tiende a volverse ineficaz en la lucha contra las verdaderas amenazas a la seguridad.

El ministro del Interior, por ejemplo, ha usado muchos de sus recursos para perseguir y atacar a activistas pacíficos por cuestiones triviales como publicaciones en facebook y expresar sus opiniones. Mientras tanto, los autores de los ataques en Tanta y Alejandría se las arreglaron para encontrar explosivos, encontrar la manera de llegar a las iglesias el Domingo de Ramos y hacerse estallar dejando 45 muertos y 126 heridos.

Se declaró el estado de emergencia, pero no aporta nada nuevo y contrarresta muy poco. Incluso sin ello, las instituciones estatales operan libremente sin responsabilidad alguna.

Los bombardeos son otro fallo de seguridad, y no porque se colocaran erróneamente los detectores de metales. Hay poco que la policía armada con detectores de metales pueda hacer para frenar a un terrorista suicida, así que los agentes también se han convertido en víctimas de las fallidas medidas de seguridad de las instituciones.

Las deficiencias son mucho más profundas y están ayudando activamente a que los enemigos del Estado pongan en la diana las instituciones estatales y la Iglesia copta, cuyos líderes han apoyado descaradamente al régimen.

Más objetivos

No sólo son las víctimas las que salen perjudicadas sino también aquellos que ocasionan estas injusticias.

Las políticas actuales dejan a los soldados que sirven en el Sinaí expuestos como blancos fáciles de los militantes. Al alienar a los residentes del norte del Sinaí, el Ejército ha perdido la cobertura logística necesaria para la seguridad. Las batallas no se limitan a un armamento superior, sino que también dependen de la inteligencia, el entrenamiento, la información y la gobernanza, algo de lo que carecen los hombres que luchan en el Sinaí.

Sin el conocimiento del terreno ni el apoyo comunitario, el Ejército es como un ocupante extranjero. Sin la ayuda de los residentes del Sinaí, los soldados quedan desamparados en sus puestos con uniformes que los exponen como blancos.

Bajo tales condiciones, los soldados ya no representan la nación ni la defienden, sólo se representan a sí mismos y lo máximo que pueden esperar es ser capaces de defenderse ellos mismos. Carecen del conocimiento, la información y el entrenamiento adecuados para combatir a un enemigo local.

No es de extrañar entonces que el otro esté deshumanizado y que las ejecuciones que ocurren diariamente se normalicen. El norte del Sinaí se ha convertido en una zona en la que no se aplican las leyes y los uniformes representan diferentes equipos que combaten en el terreno. Los soldados matarán por su supervivencia y venganza, sabiendo de sobra que se encuentran en peligro y que carecen de lo básico para mantenerse a salvo. Sus líderes no garantizarán su seguridad ni tendrán en cuenta si operan fuera de la ley, y ni siquiera la decencia humana.

De hecho, incluso respecto a la policía que trata con manifestantes, Sisi se ha encargado de que ya no exista un marco en el que juzgar a un agente de policía que haya matado a un manifestante haciendo un uso excesivo de la fuerza. Queda claro que esta política se aplica aún más a los efectivos del Ejército que atacan a los residentes del norte del Sinaí.

Además, las entidades estatales están protegidas de cualquier tipo de interrogatorio o responsabilidad legal debido a la ley antiterrorista, la cual no sólo protege a los organismos de seguridad sino que les permite perseguir a la oposición bajo el pretexto de lo que se conoce como ‘la guerra contra el terrorismo’.

Este contexto es uno donde nadie en Egipto, ni quizás en el mundo, está dispuesto a exigir responsabilidades a un oficial o soldado egipcio por cualquier transgresión. Por el contrario, continúa el apoyo internacional a una mayor brutalidad a través del suministro diplomático de armas.

El precio que pagamos

Hay un precio que todos pagamos como nación por las ineficiencias de las políticas de seguridad: soldados con una conciencia muerta, radicales con una conciencia muerta y un público que anima a cualquiera de los dos bandos y justifica la violencia. Están muriendo tanto soldados como ciudadanos, pero lo que es peor a la larga es que la conciencia de toda una nación está muriendo.
Numerosos activistas laicos y gente inocente languidecen en prisión. Aya Hijazi, una activista laica, pasó tres años entre rejas por haber intentado ayudar a niños de la calle, hasta que fue finalmente absuelta.

Sin embargo, Aya es un caso excepcional, una ciudadana de doble nacionalidad cuyo caso se proyectó internacionalmente y a la que absolvieron sólo después de la presión del presidente estadounidense, Donald Trump.

Innumerables personas como Aya están en la cárcel, sin un presidente, sin presión, sin un crimen.
Otros que han ayudado a crear un espacio pacífico para la oposición como Alaa Abdel Fattah también están en la cárcel. Hay más de sesenta mil presos políticos en Egipto.

A medida que aumentan los ataques terroristas, algunos centran su atención en los extremistas sectarios que sueltan insultos e incitan al asesinato de aquellos con los que no están de acuerdo. Algunos analistas pueden señalar la naturaleza de dichos grupos extremistas y debilitar el papel del Estado.

Mientas que la violencia sectaria directa del país palidece en comparación con lo que evidencian estos ataques terroristas, las prácticas del Estado, tanto manifiestas como encubiertas, ofrecen a los extremistas mayor apoyo y condiciones para operar.

El Alto Comisario de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad al-Hussein expresó que “… un estado de emergencia, el número masivo de detenciones, los informes de tortura y las detenciones arbitrarias continuas; todo esto, creemos que facilita la radicalización en las cárceles”.

No son sólo las cárceles las que ofrecen a los extremistas una reserva cada vez mayor de reclutas, fue el Consejo Supremo de la Fuerzas Armadas más que Mohamed Morsi, el que liberó a muchos yihadistas, permitiendo que un mayor número de ellos volvieran a Egipto tras la revolución de 2011.
También fue el Estado el que liberó a los perpetradores que habían despojado a una anciana copta de su ropa y la hicieron desfilar por todo el pueblo, y fue el Estado el que liberó al torturador y al asesino de Magdy Makeen, quien le gritó al agente de policía “voy a morir”, a lo que el agente que lo mató respondió: “Muere, Magdy”, y murió.

Oportunamente se ha olvidado que el espacio para la oposición pacífica ayuda a contrarrestar el extremismo. Este espacio para el activismo pacífico se ha reducido de modo que ahora cualquier tipo de disentimiento es criminalizado, considerado ilegal o, si no, punible por el régimen.
En sus esfuerzos por ganar seguridad, muchos egipcios se han rebelado contra la responsabilidad legal y los derechos humanos, aunque no han conseguido la seguridad por la que luchan.

El Egipto que vemos hoy está radicalizado en todos los sentidos, desde los soldados hasta los extremistas y los testigos. Atacar a inocentes no perjudica sólo a aquellos que han sido atacados, sino a la sociedad en su conjunto. Incluso aquellos que aborrecen el extremismo y buscan combatir el terrorismo han terminado secundándolo al apoyar esos métodos fallidos de la lucha contra el terrorismo.

El régimen egipcio ha encarcelado a ciudadanos con fines políticos, la tortura está generalizada en las cárceles, su poder judicial ha sido absorbido y la criminalidad está extendida en sus instituciones.

Sin embargo, nadie en el mundo quiere desafiar a Egipto por su presunta ‘guerra contra el terrorismo’ que muchos desean. Lo irónico es que apoyar la manera particular de Egipto de luchar contra el terrorismo es equivalente a apoyar un clima de rápida radicalización.

·

¿Te ha gustado esta columna?

Puedes ayudarnos a seguir trabajando

Donación únicaQuiero ser socia
manos