Crítica

Una pesadilla vasca

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 6 minutos

Ion Arretxe
Intxaurrondo, la sombra del nogal

arretxe-intxaurrondo

Género: Ensayo
Editorial: El Garaje
Páginas: 215
ISBN: 978-84-9423-115-5
Precio: 14 €
Año: 2016
Idioma original: español

Ion Arretxe falleció el pasado mes de marzo, después de lo que en los medios suele llamarse “lucha contra una larga enfermedad”. Tuve la oportunidad de tratarlo brevemente en un homenaje que se tributó en Sevilla a su gran amigo y maestro, el impar Carlos Pérez Merinero. Allí, además de conocer algunos detalles de la larga vida profesional de Arretxe en el ámbito del cine –director artístico, guionista, dibujante–, tuve vagas noticias de que había sido uno de los torturados en el cuartel de Intxaurrondo. Y que, muchos años después de aquella traumática experiencia, estaba dispuesto a contarlo todo en un libro.

Cuando se anunciaba a bombo y platillo el lanzamiento de Patria de Fernando Aramburu, considerada casi unánimemente como la novela “definitiva” sobre el llamado conflicto vasco, llegaba a imprenta ese testimonio –más adelante buscaremos el adjetivo, los adjetivos precisos– que venía a completar, y de qué modo, el relato colectivo de aquellos largos años de plomo en Euskadi.

Un joven como tantos de aquel País Vasco de la reconversión industrial, la heroína y el rock radical

He aquí, nada menos, la narración de la detención y torturas de un muchacho de Rentería, estudiante de arte y simpatizante abertzale. Un joven como tantos de aquel País Vasco de la reconversión industrial, de la heroína y del rock radical, que tuvo la mala fortuna de ser relacionado con el entorno de ETA en medio de una de aquellas ansiosas redadas que sucedían a cualquier atentado. Porque aquel País Vasco lo era también del auge del terror, de los 92 muertos en 1980, de la impotencia de las fuerzas de seguridad para anticiparse a los atentados y descabezar a la hidra.

El autor, que cuenta 21 años de edad en ese momento, es detenido en su domicilio familiar y sometido a diversas prácticas de ahogamiento antes de ser trasladado al cuartel, donde en virtud de la Ley Antiterrorista permaneció incomunicado durante diez días, sin orden judicial previa. Esta medida, que había sido abrazada por la ciudadanía como una herramienta eficaz en la lucha contra la banda armada, se revela en el relato de Arretxe en toda su espantosa crudeza. No hay mejor alegato contra la tortura que el testimonio de un torturado, que, salvo que padezcamos un grave problema de sensibilidad y seamos inválidos para la humana empatía, nos pone en su piel, nos hace ver por sus ojos y pensar con su cabeza. Y lo que sentimos, claro, no nos gusta nada.

El malestar se va prolongando mientras se desmontan todas las excusas, las justificaciones, las indulgencias. Lo que queda al final es un rechazo absoluto hacia esas prácticas inhumanas, la sensación –no por cacareada, menos cierta– de que estas formas de violencia son degradantes para quienes las padecen, pero también para quienes la ejercen y para quienes supuestamente se quiere proteger.

Inútil enumerar el calvario que sufre Arretxe, la confusión de las horas y los días, la sevicia de sus vigilantes, la destrucción física y mental a la que es sometido: hay que leerlo. No como un catálogo de crueldades, que lo es, sino también como una novela kafkiana. Porque, como queda patente desde las primeras páginas, las fuerzas del orden se dan cuenta muy pronto de que el chaval no tenía nada que ver con ETA. No sabe ni coger un arma. Es un pobre diablo, una cabeza de turco, un chivo expiatorio, pero nada de eso le salvará.

No sabe ni coger un arma. Es un pobre diablo, un chivo expiatorio, pero nada de eso le salvará

La maquinaria preventiva-represiva tiene que hacer su papel aun contra las evidencias, y eso da pie a un juego de simulaciones y falsas declaraciones fascinante: la Guardia Civil quiere resultados, el chico se inventa cualquier cosa para ganar tiempo, ayudado por su habilidad para contar y dibujar, y todo se desarrolla en un clima de cutrez surrealista, de sórdida ensoñación.

Y entonces, aparece el humor. Se ha subrayado mucho lo increíble que resulta que un relato tan crudo esté empapado de humor. Es cierto: uno puede leer sobrecogido cualquiera de estas páginas y, cuando menos lo espera, suelta una carcajada. A ello ayuda mucho la metodología chapucera, los interrogatorios de Mortadelo y Filemón, todos los elementos de de pesadilla absurda. Aunque, bien pensado, esos brotes de desenfado, e incluso de guasa salvaje, tal vez fueran el único modo posible, o soportable, de contarlo todo. De sobrevolar el espanto sin ser devorado por él, de poner una palabra tras otra sin que el mundo se descomponga, sin que la amargura pudra el lenguaje de raíz.

Ser joven en la Euskadi de los 80 era estar condenado a las drogas, a la militancia, al miedo

Uno se ríe, sí, leyendo Intxaurrondo, la sombra del nogal. Es una risa a veces nerviosa, otras explosiva, casi siempre extraña. Pero la sensación final, al menos en el caso de este reseñista, es de inmensa tristeza. Tristeza por todas las víctimas de la violencia terrorista y la de Estado de aquel tiempo, que vivimos como un cotidiano baño de sangre, pero también por la sospecha terrible de que ser joven en la Euskadi de los 80 era, de algún modo, estar condenado a las drogas, a la militancia abertzale, al miedo. Tres formas de intemperie que no eran vida, pero que eran toda la vida que pudo ofrecerles entonces este país y aquellos que prometían fundar un nuevo país, libre e independiente. En el caso de Arretxe, le arrastraron hacia la peor experiencia de su vida. A otro joven detenido aquellos mismos días Mikel Zabalza, le costó la vida.

El autor había compartido muchas veces sus recuerdos con amigos y parientes, pero tuvo que ser poco antes de morir, con la necesaria distancia temporal sobre los hechos, cuando acertara a ordenarlos sobre el papel. De esa prórroga de la vida y de sentido de la oportunidad debemos congratularnos todos, porque estamos ante un libro fundamental.

Como creador, Arretxe hizo muchas cosas en su vida, y las hizo muy bien. Tenía chispa, buen gusto, pasión, como acaso tienen muchos otros. Sin embargo, antes de morir entregó a su editor su mejor obra, la única que solo él podía haber hecho. La que empezó a escribir, muy a su pesar, aquella noche de 1985 en que perdió para siempre la inocencia.

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