Crítica

Mi tierra y las mujeres

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 7 minutos
El viaje de Khadija
Dirección: Tarik El Idrissi

Género: Largometraje
Intérpretes: Khadija al Mourabit
Produccción: Farfira Films
Guión: Abdelkader Benali
Duración: 70 minutos
Estreno: 2017
País: Marruecos
Idioma: Tamazigh, holandés. Subtitulado español

A Mimunt le gustó. Mimunt es rifeña y se acuerda de cuando iba a por agua al pozo con las demás niñas de Zegangan, este pueblo a tiro de piedra de Nador, donde vivía con su tía. Al pie del monte Gurugú, aunque justo al otro lado de donde queda Beni Chiker, la aldea donde tiene a su familia Khadija.

Khadija es una chica de poco más de veinte años, nacida y criada en Amsterdam, que es conductora de tranvía, practica boxeo en el gimnasio para estar en forma, hasta que el sudor se le mezcla con esa melena morena, salvaje y rizada que le ondea al viento, cuando se sube en su moto para irse por ahí. Mejor dicho le ondearía si no llevara casco. En resumen, Khadija es la típica chica marroquí si a las chicas marroquíes les dejaran ser como tienen ganas de ser.

Khadija se espera hasta después de la muerte de su padre para coger un avión, plantarse en Nador, pillar un taxi e ir hasta la casa de la que aún conserva la llave. Entendemos que mientras ir a su tierra era ir a ver a la familia, prefería no ir: a la familia – esa especie de mafia que nunca renuncia al intento de cobrarte el pizzo sobre tu vida emocional – es mejor tenerla lejos.

Mamma Allal encarna la tradición de las mujeres bereberes, independientes, soberanas de su vida

Pero ahora, Khadija puede pasear por Nador, por Farkhan, por Beni Chiker, encontrarse con tíos, primos, viejos conocidos, sin ser más que la prima del norte a la que todo el mundo quiere dar un abrazo y llevarla a conocer la tierra. Abrazos hay mucho en este metraje, abrazos con el tío, el primo, la tía, la tía abuela… Pero lo que al principio parece una simple documentación de un encuentro familiar se va tornando en una búsqueda que empieza a tomar forma. Primero, a través del nombre de la abuela, Mamma Allal, a la que Khadija nunca conoció, pero de la que sabe que crió a sus hijos sin mucha ayuda de nadie. Y de la que se cuenta que ningún hombre se atrevía a ofenderla, porque se lo habría quitado de en medio con una bofetada.

Pero Mamma Allal, esa mujer que encarna la tradición de las mujeres bereberes, independientes, soberanas de su vida, las trenzas asomando bajo la pañoleta y el tatuaje de la cruz en el mentón, solo es otro pretexto para ir desvelando despacio el argumento de la película.

Mimunt y yo nos dábamos cuenta pasados veinte minutos: cuando Khadija pasea por Nador, se acerca al mercado, saluda en las tiendas, o sale al paseo marítimo, casi todo el resto del paisaje urbano son hombres. ¿Dónde están las mujeres?

La ausencia femenina en las calles de Nador llama incluso la atención a quien viene del sur de Marruecos, de Agadir o de Essaouira. Y no solo a nosotros: también a Khadija. Si Mamma Allal pudo llevar su vida en la mano como si fuese una bandera ¿por qué las chicas de hoy se esconden tras el velo islamista?

No todas, claro. Algunas reparten propaganda electoral en la corniche de Nador y hablan ante la cámara o se toman un café con Khadija, que va confirmando lo que quizás ya intuíamos: sí, ha habido un avance en el marco legal de los derechos de las mujeres en Marruecos, pero al mismo tiempo van desapareciendo las libertades de antaño. Ya no se hacen las fiestas de pueblo en los que chicos y chicas bailaban frente a frente y se tiraban los tejos delante de todo el mundo. Y esto, lo tienen muy claro las chicas de Nador, viene de Oriente, del Mashreq. Es decir, de Arabia.

Las conversaciones de Khadija a partir del minuto 30 del documental son una fiel radiografía de Marruecos en femenino, un Marruecos que vive en guerra con sus entrañas, tomando al asalto la modernidad y siendo tomada al asalto por la religión.

Gracias al desarrollo tecnológico, la globalización, la conexión de las sociedades, cada vez es más fácil para una chica tomarse la libertad que le corresponde, y gracias a la misión teocrática oriental, que relega a las mujeres a una esfera bien delimitada, es cada vez más difícil que una chica se decida a tomar esa libertad.

Esa esfera ha colonizado hasta el lenguaje. Antes, dice la chica del café, cuando un hombre hablaba de su mujer, decía “mi arcoiris”(tislit n unzar); ahora dice “mis hijos”.

Antes, cuando un hombre hablaba de su mujer, decía “mi arcoiris”; ahora dice “mis hijos”

Estas conversaciones de Khadija – un filme que cabe llamar de ficción, por su creatividad, aunque utiliza la estética del documental, coproducido por la cadena pública marroquí 2M, y que ha ganado premios en Salé, Tánger, Nador y en Gabès (Túnez) – coinciden a ratos literalmente con lo que desde Casablanca lleva muchos años contando Soumaya Naamane Guessous, la gran socióloga marroquí que puso el sexo en el mapa y en las librerías. Tarik El Idrissi, oriundo de Alhucemas, ha sabido captar muy bien el espíritu de todo un país.

Escuchen, por ejemplo, la esgrima verbal entre Khadija y su encantador tío Ahmed, tras un combate de boxeo en el gimnasio del pueblo, la precisión con la que la chavala reduce al absurdo su argumentación: es imposible cumplir la norma coránica de cortar la mano a los ladrones, dice Ahmed, es una barbaridad, eso no se hace, punto, se diga donde se diga. Ah, pero es imposible incumplir la norma coránica de dar a la chica la mitad de la herencia que le corresponde al chico, eso no se puede cambiar, eso lo pone en el Corán. Curioso – dijo la periodista Sanaa El Aji hace apenas semanas en una columna – , las normas coránicas solo son imposibles de reformar cuando eso significaría avanzar en la igualdad de las mujeres.

A Mimunt le gustó mucho la película. Le gustó Khadija. Si hubiera más como ella, herederas de Mamma Allal, conscientes de recuperar su herencia amazigh, llevar bien alto el mentón con la cruz tatuada, esa señal que llevaban las abuelas desde el Rif hasta las faldas del Anti-Atlas (curiosamente, Mimunt guarda una foto de su abuela, clavada a la del cartel de la película), si hubiera alguna chica más que fuese capaz de sonreírle al taxista en el último fotograma y hacer la travesura que – no lo sabíamos, pero lo habríamos podido imaginar – vino incubando desde el primer taxi que cogió al llegar a Nador, si hubiera más Khadijas dispuestas a hacer su pequeña rebelión melena al viento, entonces Marruecos no estaría perdido, no.

 

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