Opinión

La judaización de Israel

Uri Avnery
Uri Avnery
· 12 minutos

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El día de mi décimosexto cumpleaños, fui corriendo a la oficina local de registros del Gobierno de Palestina para cambiar oficialmente mi nombre.

Me deshice del nombre alemán que me habían puesto al nacer y adopté el nombre y el apellido hebreos que había escogido.

Esto era más que un simple cambio de nombre. Era una declaración: un divorcio de mi pasado en la diáspora (el «exilio», según decían los sionistas), de la tradición de mis antepasados judíos alemanes, de todo lo que tuviera que ver con el exilio. «Eres del exilio» era el peor insulto que en esa época se le podía echar a la cara a alguien.

El cambio expresó: Soy hebreo, soy parte de la gran aventura de crear la nueva nación hebrea, la cultura hebrea, el futuro Estado hebreo que nacerá una vez que hayamos expulsado del país al régimen colonial británico.

Hacer eso era lo normal. Casi todos mis amigos y conocidos cambiaron su nombre en el momento en que tuvieron opción legal de hacerlo.

Uno no podía ser diplomático ni ascender en el Ejército si llevaba un apellido extranjero

Cuando se fundó el Estado, esto se convirtió en política oficial. Uno no podía ser funcionario del servicio diplomático ni ascender en el Ejército si llevaba un apellido extranjero.

De hecho ¿podría uno imaginarse a un embajador israelí en Alemania que se llamase Berliner? ¿Un embajador israelí en Polonia llamado Polonsky? ¿Un primer ministro de Israel cuyo nombre fuera Grün (que es como se llamaba Ben-Gurion antes de cambiarse de nombre)? ¿Un jefe del Estado Mayor que se llamase Kitaigorodsky (que es como se llamaba antes Moshe Dayan)? ¿O siquiera una estrella internacional del fútbol israelí que se llamara Ochs?

Ben-Gurion era un fanático en este asunto. Tal vez fuera el único tema en el que él y yo estábamos de acuerdo.

Cambiar el nombre simbolizaba una actitud ideológica elemental. El sionismo se basaba en una negación total de la diáspora judía, su manera de vivir, sus tradiciones y sus expresiones.

El padre fundador del sionismo, Theodor Herzl, ahora calificado oficialmente en Israel como «Visionario del Estado», preveía que la diáspora desapareciera por completo. En su diario vislumbraba que después de fundarse el «Estado de los Judíos» (normalmente traducido erróneamente como «Estado judío»), todos los judíos que lo desearan irían a vivir a Israel. Éstos, y sólo éstos, se llamarían judíos a partir de ahí. Todos los demás asimilarían la cultura de los países en los que vivían y dejarían de ser judíos. (Esta parte de las enseñanzas de Herzl se oculta de forma completa y deliberada en Israel. Ni se enseña en los colegios ni lo mencionan los políticos).

El sionismo se basaba en una negación total de la diáspora judía y su manera de vivir

En sus diarios, que tienen alto valor literario, Herzl nunca ocultó su desprecio por los judíos de la diáspora. Algunos pasajes son directamente antisemitas (término que se inventó en Alemania después de que Herzl naciera).

Como alumno en un colegio de Primaria en Palestina, yo absorbía esa actitud de desdén. Todo relacionado con «el exilio» era merecedor de desprecio: el «shtetl» judío, la religión judía, los prejuicios y las supersticiones judías. Aprendimos que los judíos «del exilio» estaban involucrados en «negocios del aire», es decir, intercambios en la bolsa de valores, propios de parásitos, que no producían nada tangible, que los judíos rehuían el trabajo físico, que su estructura social era una «pirámide inversa», pirámide que nosotros volcaríamos, al crear una sociedad sana de campesinos y trabajadores.

En mi grupo clandestino del Irgún, y más tarde en el Ejército israelí, no había ni un sólo combatiente que llevase kipá, aunque algunos sí se ponían gorras de visera. Los religiosos más bien nos daban pena.

La doctrina dominante era que la religión había jugado, eso sí, un papel útil durante los siglos para mantener unidos a los judíos y posibilitar la supervivencia del pueblo judío, pero ahora el nacionalismo hebreo había recogido el testigo y hacía que la religión fuera ya superflua. La religión, sentíamos, se extinguiría pronto.

Todo lo que fuera bueno y sano era hebreo: la comunidad hebrea, la agricultura hebrea, los kibbutz hebreos, la «primera ciudad hebrea» (Tel Aviv), las organizaciones militares clandestinas hebreas, el futuro Estado hebreo. En cambio, el adjetivo «judío» se aplicaba a cosas del «exilio», como la religión, la tradición y otros cachivaches inútiles.

Sólo cuando nos enteramos de toda la envergadura del holocausto, ya casi al final de la II Guerra Mundial, esta actitud se convirtió en un profundo remordimiento. Se expandía una sensación de culpa, de no haber hecho lo suficiente para nuestros familiares perseguidos. El «shtetl» empezaba a irradiar la luz de las memorias infantiles, la gente comenzó a tener nostalgia de la acogedora casa judía, la idílica existencia judía.

Ben-Gurion se negó a aceptar la idea de que los judíos pudiesen vivir fuera de Israel

Incluso entonces, Ben-Gurion se negó a aceptar la idea de que los judíos pudiesen vivir fuera de Israel. Rechazó tratar con los líderes sionistas que residían en el extranjero. Sólo cuando el nuevo Estado se hundía en tremendas necesidades económicas y necesitaba desesperadamente el dinero judío, finalmente accedió a ir a Estados Unidos y pedir a los dirigentes judíos allí que viniesen al rescate de Israel.

Desde entonces, el judaismo ha vuelto con enorme fuerza. El pequeño grupo de judíos religiosos que se habían unido al sionismo en sus principios, ahora es un grande y poderoso movimiento «nacional-religioso», la columna vertebral de los colonos y la extrema derecha, un partido decisivo en el gobierno de ahora.

Los antisionistas ultraortodoxos «temerosos de Dios» (haredíes) conforman una fuerza aún mayor. Aunque todos sus rabinos destacados de la época habían condenado a Herzl y sus seguidores y los habían cubierto de maldiciones, ahora usan su influencia para extorsionar al Estado y sacarle inmensas sumas de dinero. Su objetivo principal es mantener un sistema escolar separado, religioso, en el que sus hijos no aprenden nada que no sean las sagradas escrituras. Impiden que los varones tengan que acudir al servicio militar para evitar que tengan contacto con jóvenes normales, especialmente con chicas. Viven en un gueto.

Un documental reciente de televisión, algo alarmista, citó a expertos en demografía que vaticinaban que en unos treinta años o así, los haredíes formarán la mayoría de la población judía entre los ciudadanos israelíes, gracias a su enorme tasa de fertilidad. Esto convertiría Israel en un país similar a lo que son hoy Arabia Saudí o Irán.

La tasa de natalidad de los haredíes convertiría Israel en un país similar a lo que son hoy Arabia Saudí o Irán

Incluso ahora mismo, algunos pueblos y barriadas de Israel, que están dominados por los ultraortodoxos, se cierran a todo tipo de tráfico en sábado. A las mujeres que lleven manga corta – algo que hacen todas las mujeres no ultraortodoxas durante el sofocante verano israelí – se les escupe y a veces se les pega. La aerolínea de bandera El Al no vuela en shábat, ni hay servicio de autobús o tren en todo el país.

Con una mayoría ultraortodoxa en el Estado, esta situación se convertiría en la regla general. No habría ningún tráfico los sábados, no habría tiendas abiertas en los festivos religiosos, no había comida no kosher en las tiendas ni en los restaurantes (ahora sí que hay), no habría leyes laicas, no habría manera de saltarse las leyes que prohíben que los judíos se casen con no-judíos, habría un código moral estricto y una policía que lo vigilara.

La población laica, que ahora es mayoría, probablemente se escaparía de un país así para buscar praderas judías más verdes en Nueva York o en Berlín.

Todo esto se contó esta semana en la emisión de la televisión israelí.

Ahora se están debatiendo una ley en la Knéset que, de aprobarse, cambiaría la doctrina actual de que Israel es un «Estado judio y democrático» y la reemplazaría con la doctrina de que Israel es «la nación-estado del pueblo judío».

Esto se presenta como una conclusión ansiado del sionismo, pero en realidad es la negación misma del sionismo. El proceso ha girado 360 grados y ha vuelto al punto de donde salió. En lugar del gueto en el antiguo «shtetl», Israel se convertiría entera en un gran gueto. En lugar de negar la diáspora, toda la diáspora se convertiría en parte de Israel, eso sí, sin que se le haya pedido su opinión. El Estado ya no pertenecería a sus ciudadanos (tanto hebreos como árabes), sino también a los judíos de Los Ángeles y Moscú.

La idea en sí es, desde luego, ridícula. Los judíos forman esencialmente una comunidad étnico-religiosa mundial que ha existido durante unos 2.500 años sin necesidad de una patria. Incluso en la época del reino asmoneo, la mayoría de los judíos vivían fuera de Palestina. Su conexión abstracta con «Eretz Israel» es como el vínculo que tienen los musulmanes de Indonesia y Mali con La Meca: un lugar sagrado al que se le menciona en los rezos y un objeto de peregrinaje, pero al que no se reivindica como posesión terrenal. Hasta el surgimiento del nacionalismo europeo, los judíos no hicieron ningún esfuerzo, durante siglos, por asentarse allí. Es más, la ley judía prohibía incluso desplazarse de forma masiva a la Tierra Santa.

Los ateos aseguran -hasta hoy – que Dios había prometido esta tierra a los judíos hace 3.500 años

El nacionalismo israelí, en cambio, arraiga en una patria física, relacionada tanto con la soberanía nacional como con la ciudadanía, ambos conceptos ajenos a las religiones.

Los sionistas de primera época se veían forzados, por sus circunstancias, a combinar los dos conceptos opuestos. No existía una nación judía. Palestina pertenecía a otro pueblo. Por necesidad inventaron la fórmula de que para los judíos, a diferencia de todos los demás, nación y religión era la misma cosa. Para justificar su reivindicación del país, los ateos aseguraron – y siguen asegurando hasta hoy – que Dios Todopoderoso había prometido esta tierra a los judíos en un trato cerrado hace unos 3.500 años.

El Gobierno israelí pide ahora, como condición para hacer la paz, que los palestinos reconozcan oficialmente esta fórmula: «Israel es la nación-estado del pueblo judío». Si rechazan hacerlo, eso quiere decir que están decididos a aniquilarnos, como Hitler, y por eso no podemos hacer la paz con ellos.

Hoy, poca gente adapta nuevos apellidos hebreos: la mayoría retiene su apellido alemán, ruso o árabe

Para mí, eso es absurdo. Yo quiero que los palestinos reconozcan el Estado de Israel, y punto (a cambio de que nosotros reconozcamos el Estado de Palestina). No tienen por qué meterse en cómo Israel se define a sí mismo (al igual que nosotros no nos tenemos que meter en cómo se definirá el Estado palestino).

Decidir si nuestro Estado será judío, o simplemente israelí, es algo que sólo nos compete a nosotros decidir.

Ahí es donde importa el asunto de los nombres.

Últimamente, muy poca gente ha adoptado nuevos apellidos hebreos. La mayoría retiene su apellido alemán, ruso o árabe. Yo veo esto como una regresión, un vuelta hacia el gueto.

Cuando me entrevistaron esta semana en la red de emisoras del Ejército (por extraño que parezca, el medio de comunicación más liberal del país), mis jóvenes entrevistadores me atacaron por defender esta opinión. Consideraban que el cambio medio obligado de los apellidos que se practicaba en las primeras épocas de Israel era un acto de opresión, una violación de la privacidad, casi una violación.

Casi todos los israelíes hoy día están encantados de retener los apellidos de sus antepasados polacos, rusos, marroquíes e iraquíes. No se dan cuenta de que estos nombres simbolizan la rejudaización de Israel.