Crítica

No estás solo

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 10 minutos

Antonio Muñoz Molina
Un andar solitario entre la gente

Género: Ensayo
Editorial: Seix Barral
Páginas: 496
ISBN: 978-84-3223-350-0
Precio: 21,90 €
Año: 2018
Idioma original: español

 

Andaba yo corriendo de un lado para otro, agenda prieta, móvil sin tregua, temiendo por mi tensión arterial y pensando inútilmente en la conveniencia de cambiar de vida –lo de siempre, vaya– cuando me prometí que me regalaría una tarde descanso y lectura. Me esperaban en casa las galeradas del último libro de Muñoz Molina y, aunque sabía que más adelante tocaría reseñarlo y presentarlo en Sevilla, la promesa de disfrutar de un rato tranquilo con buena prosa resultaba más que fiable. Ignoraba que no se trataba exactamente de una novela, a pesar del respetable grosor del volumen. Carecía de referencias previas, ¡tanto mejor! Al placer de imponer una pausa en mi demencial ritmo de vida se sumaba la gozosa disposición a dejarme llevar. Y de eso, curiosamente, va el juego.

Una cita de Camoes, la que da título al volumen, otra similar de Quevedo, y otra de Joyce: “Un libro no se debe proyectar de antemano: a medida que uno escribe irá tomando forma, sometido a los impulsos emocionales de uno”. Así es: lo que se propone es un paseo, pero en principio no sabemos adónde nos quiere llevar el autor, porque él mismo lo desconoce. Es un vagabundo, sobre la geografía urbana pero también de las ideas y de las impresiones, como quizá lo somos todos hoy, y cada vez más: resulta difícil demorarse en algo, concentrarse, pararse. Todo debe fluir incesantemente para que el sistema siga funcionando, y las comunicaciones, los medios de locomoción, los sistemas de trabajo y hasta la propia estructura de las ciudades colaboran en ese propósito. El flâneur es hoy un disidente, porque mira pero no compra.

Muñoz Molina se disfraza de antena para captar el pandemonio cotidiano, y me crea cierta perturbación

“Escucha los sonidos de la vida”, esa es la primera frase del libro. Y de entrada parece proponer una suerte de experimento, tratar de captar al vuelo todos los mensajes que nos rodean, los que la publicidad proyecta sobre nosotros y los que van diseminando en el aire las personas que nos rodean o se cruzan con nosotros, los que ladran los medios de comunicación desde el kiosco, la radio o la televisión, y los que circulan a toda velocidad por las redes. Muñoz Molina se disfraza de antena para captar todo ese pandemonio cotidiano, y es algo que de entrada me crea cierta perturbación.

Para mí la lectura, cada vez más, tiene que ver con el silencio. Cuando era más joven me gustaba leer en cualquier situación, sin importar el ruido, el movimiento o la incomodidad; ahora, en cambio, leer significa aislarme de ese tráfago, silenciar por un momento las voces que me asedian como a cualquier ciudadano, para establecer un diálogo más o menos sereno con otro, o dejar de ser yo para abandonarme a otra dimensión, a otras vidas posibles. Por eso, un libro que pretenda reproducir precisamente aquello de lo que vengo huyendo me causa desasosiego, claro. También lo siente el narrador: “La angustia era mi sombra y mi guardián y mi doble”, afirma.

Y busca, buscamos refugio en los libros. En la vida de los otros. Muñoz Molina escoge nombres en apariencia azarosos, quiere releer a Baudelaire, De Quincey, Poe, Pessoa, Benjamin, “como si tuviera veinte años y no los hubiera leído antes”, tal vez porque sospecha que haber leído algo no significa nada, son otras las lentes con las que los examinamos al cabo del tiempo, somos otras personas cuando volvemos sobre lecturas juveniles. ¿Qué tienen en común estos nombres?

Nadie se atreve a decir que un libro gordo no es una novela, por miedo a que el público salga corriendo

Vemos desembarcar en Londres a De Quincey, ese hombre aficionado al láudano “que llega pronto a los sitios con el fin exclusivo de irse cuanto antes de ellos”. Nos fijamos en Poe, una especie de precursor de la posverdad que publicó noticias falsas –cuando se descubría la impostura ya se habían vendido miles de ejemplares– y contaba con detalle viajes que no había hecho ni haría nunca. Vemos a Benjamin encaminarse paso a paso hacia su trágico final después de dar muchos tumbos. Vemos a Baudelaire, otro aficionado a los paraísos artificiales, aprendiendo a ver “lo que el arte y la literatura respetables no saben ni quieren ver nunca”.

Tal es la misión que Muñoz Molina se ordena a sí mismo. Nada de literatura de entretenimiento, nada de evasión, nada de fantasía: esta novela, como se ha vendido (nadie se atreve a decir que un libro gordo no es una novela, por miedo a que el público salga corriendo) es una inmersión en la realidad. Se dirá, con razón, que el lector ya está lo suficientemente inmerso en ella, de modo que de lo que se trata es de tomar conciencia plena de ella, no permitir que las cosas ni las personas pasen ante nosotros sin ser percibidas, absortos, hipnotizados como estamos en las pantallas de nuestros teléfonos celulares.

De hecho, y aunque no lo menciona, yo siento que la elección de los personajes citados tiene mucho que ver con el hecho de que, en un momento u otro de sus vidas, o durante toda su vida en algún caso, fueran seres perfectamente invisibles para el común de los mortales. Todos fueron parias, fantasmas errantes, casi todos pobres de solemnidad. Y no es la primera vez que la mirada de Muñoz Molina se duele al reparar en un sintecho, en un pedigüeño desesperado. ¿Será otro Walter Benjamin ese inmigrante africano que se nos acerca en un semáforo? ¿Habrá entre los miles de desgraciados de España un Bill Evans –también mencionado en estas páginas– cuyo virtuosismo al piano no le salvará del desahucio?

Preguntas como estas me salen al paso mientras, afirma Muñoz Molina, “en los titulares de los periódicos irrumpían por igual la estupidez y el horror”. Es cierto, cada vez resulta más difícil asomarse a un diario, ya sea en papel o digital, y no sentir –como decía justamente Thomas de Quincey– un desagradable estremecimiento.

Muñoz Molina piensa kavafianamente que el camino es mejor cuanto más largo y moroso

En los días en que el escritor va registrando sus impresiones, se mezclan ante sus ojos los titulares que hablan de gente que se disfraza de pennywise para asustar a los conductores, los demagogos que pescan votos en las aguas turbias de la ignorancia y la buena fe, los fundamentalistas que siembran el pánico en cualquier ciudad europea y los estúpidos que juegan a sembrarlo haciéndose pasar por terroristas. Múltiples formas de hacer el payaso que se confunden en estas páginas cuando, justamente, lo que necesitamos es distinguirlos muy bien, saber qué enmascaran y qué buscan… Pero bueno, eso es otra historia.

Si en la anterior obra del jiennense, Como la sombra que se va, se hablaba de dos fugas (una, la del asesino de Martin Luther King; la otra, la del propio autor escapando de una vida gris y frustrante), aquí no hay carreras, ni siquiera prisas por llegar a ningún lado. Muñoz Molina, o el personaje que ha diseñado al efecto, piensa kavafianamente que el camino es mejor cuanto más largo y moroso.

Pertrechado de libreta, útiles de escritura y grabadora, recorre cafés, calles y transportes públicos para tomar el pulso a su entorno. Ese ejercicio va, por otro lado, conformando el propio cauce de su escritura. “Buscaba una música de palabras que fuera al mismo tiempo la de la poesía y la del habla cotidiana”, confiesa en un momento dado, al tiempo que reconoce su deseo de vivir, tomando prestadas las palabras de Handke, “el momento de la sensación verdadera”.

Perderse, ese sano ejercicio que nuestros móviles y google maps han hecho imposible

Porque, es hora de decirlo, lo que tal vez ve uno con más claridad cuando se toma su tiempo y su atención es la enorme cantidad de mentiras que produce este mundo nuestro, este fabuloso pozo de imposturas, de noticias falsas, de mensajes engatusadores dirigidos, casi siempre, a convertirnos en muñecos fácilmente manipulables y en dóciles consumidores, pero también en peores personas, amigos, vecinos, compañeros. ¿Se puede escapar de todo ello simplemente deteniendo el cronómetro, dimitiendo del ritmo acelerado de la ciudad, aparcando en los boxes a oír cómo los demás, bólidos fatales, zumban al pasar por nuestro lado? No está nada claro que sea así, pero Muñoz Molina nos insinúa que, si hay una salida a todo esto, pasa desde luego por recordar cómo era aquello de perderse, ese sano ejercicio que nuestros móviles y google maps han hecho imposible.

Con una guasa que sorprenderá a quienes no conozcan de cerca al autor de El invierno en Lisboa y El jinete polaco, se llega incluso a especular con los postulados principales de una ciencia imaginaria, la Deambulología, aunque predomina el tono más bien serio, con momentos tan emocionantes como esa retahíla de sencillos deseos que ocupa cuatro o cinco páginas, y que vienen a recordarnos que las cosas importantes rara vez cotizan en Wall Street. Al final, con cierta gravedad, se hace un balance grave pero sereno del trabajo de observación realizado: “Casi todas las cosas que amas están en peligro de desaparición. No tienes ni siquiera la escapatoria de la nostalgia, porque sabes que no ha habido antes otro tiempo que fuera mejor”.

Bien mirado, este andar solitario entre la gente no puede estar más concurrido: somos muchos los que, de una manera u otra, participamos de las angustias, de las indignaciones y de las esperanzas de este libro. Cierro las tapas, lo dejo sobre la mesa y abro el ordenador para consultar mi correo. Me temo que mi tregua ha terminado. De repente, se abre ese mensaje grotesco de una agencia de viajes y leo: Las ciudades están vivas, ¿y tú?

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