Cine árabe ¿un desierto cultural?

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 9 minutos
Sala de cine en Santiago de Compostela (2009) |   |  © Miriam Rodríguez / Amal
Sala de cine en Santiago de Compostela (2009) | | © Miriam Rodríguez / Amal

Estambul  | Octubre 2010

Dígame el nombre de un cineasta árabe. ¿No? Vale, dígame el nombre de una película marroquí, argelina, egipcia, libanesa, siria… ¿Tampoco? Entonces debe usted peregrinar urgentemente a Santiago de Compostela y acercarse a la ventanilla del Teatro Principal.

Curiosamente es allí, precisamente en el punto de España más alejada de cualquier territorio áraboparlante, donde podrá usted corregir sus lagunas: Amal es el único festival de España dedicado expresamente a la difusión de cine árabe. Este mes se celebra su octava edición, con 45 películas de 22 países.

Si le pilla demasiado lejos, también puede escoger el rumbo inverso: justamente en la otra punta de la Península, en Tarifa, se celebra a finales de mayo el Festival de Cine Africano (FCAT), que ya va por la séptima edición. Y con África, sus organizadores se refieren al continente entero: habitualmente los países al norte del Sáhara, con lenguas árabes y bereberes, aportan la mitad de la programación.

En la tercera punta del triángulo también hay tomate: desde 2007 se celebra a finales de octubre en Sant Feliu de Llobregat (Barcelona) la Mostra de cine àrab y mediterrani de Catalunya. Organizada por Cinebaix y Sodepau y mucho más modesta que las dos anteriores ―sólo hay diez filmes― no es inferior en calidad. En la actual edición, prevista para el 16 al 19 de diciembre, Argelia será el país invitado, el año pasado fue Siria. Además, la asociación L’Ull Anònim organiza cada año en Barcelona la Mostra de Cinema Africá (y va por la 15º cita). Aunque centrado generalmente en los países al sur del Sáhara, el año pasado, Marruecos figuró como invitada especial y este año hay dos largometrajes magrebíes y varios cortos.

Amal es el único festival de España dedicado expresamente a la difusión de cine árabe.

Y no hay mucho más, debemos añadir, aunque por supuesto, la Casa Árabe organiza ciclos de cine contínuo, no sólo en su sede en Madrid sino también en Málaga, Córdoba, Almería… Andalucía no está mal surtida: en Sevilla, los Martes de Cine de la Fundación Tres Culturas permiten ver cine árabe todos los meses: el ciclo de octubre estuvo dedicado a Siria.

Pero en los festivales, esa lengua se escucha poco. Dado su título, no puede sorprender que entre los aproximadamente 150 títulos que presenta este año el Sevilla Festival de Cine Europeo sólo se haya colado una coproducción árabe (Sons of Babylon) aunque, eso sí, hay tres filmes de Israel, entre ellos la maravillosa Ajami.

Tampoco hay mayor suerte en la Mostra de Valencia, pese a su prometedora ubicación geográfica y su sección de Panorama Mediterráneo (un filme argelino). Ni en la Seminci de Valladolid, que también acabará mañana: cero cintas en idioma árabe.

¿No hay cine rodado en árabe? De acuerdo, hay mucho menos de lo que cabría esperar de una cultura de más de 200 millones de hablantes. Pero hay. Y si acude a Tarifa o a Santiago, se dará cuenta de que la pregunta inicial tenía trampa. Hay tantos nombres de mujer como de hombre en los palcos de honor del cine árabe: ahí están la libanesa Nadia Labaki (Caramel), las marroquíes Narjiss Nejjar, Laïla Marrakchi y Farida Belyazid, la tunecina Moufida Tlatli (Los silencios de Palacio)…

No: no se me ocurre ninguna egipcia, e incluso tengo que esforzarme para recordar el título de un filme egipcio más allá del Edificio Yacoubian (Marwan Hamed) y Ehki ya Shehrezade (Yousry Nasrallah). Curioso, porque según se dice en la calle, Egipto no sólo es la cuna del cine árabe desde aquellos años 50, sino que tres cuartas partes de la producción del cine árabe se ruedan en esta versión norteafricana de Hollywood instalada en las cercanías de El Cairo. Muchos no deben de salirse del musical con guión de chico-encuentra-chica. Amal trae este año tres cortometrajes egipcios; el año pasado hubo uno. Largometrajes, ninguno.

Jordania llegó tarde al club: estrenó su primer ―y muy entrañable― largometraje (Capitán Abu Raed, de Amin Matalqa) en 2007. Tampoco nos llega demasiado cine sirio del bueno, aunque últimamente va a mejor: ahí está Hala Alabdalla (Yo soy la que lleva flores a mi tumba), pero se explica: en las dictaduras, hasta la libertad artística está vigilada. Y Siria juega, en este sentido, en una liga algo más severa que Marruecos o Argelia.

En el otro extremo, Líbano, con apenas la población de Casablanca, da cada año numerosos títulos: desde la famosa West Beirut (Ziad Doueiri, 1998) hasta la insuperable En la sombra de la ciudad (Michel Chamoun, 2000, que inexplicablemente tampoco llegó a las salas comerciales españolas) o Caramel, si bien el paso de Catherine Deneuve (Quiero ver) por la filmografia de este país no fue demasiado afortunado.

Pero es en el Magreb, donde abunda el celuloide: en Túnez están, aparte de Tlatli, Raja Amari (Rojo Oriental, 2002, también en Amal) y Nadia El Fani (Bedwin Hacker, 2003) y, por supuesto, el clásico Ferid Boughedir con Halfaouine (1990). En Argelia, la inolvidable cinta Délice Paloma (de Nadir Mouknèche, 2007) marca un hito, pero también están La casa amarilla (Amor Hakkar, 2008) o Harragas (Merzak Allouache, 2009), que llega este año a Amal, junto a Mascaradas, de Lyem Salem.

Los clásicos marroquíes de buena factura ya son incontables: desde La playa de los niños perdidos (Jilali Ferhati, 1991) al duro y lírico Ali Zaoua (Nabil Ayouch, 2000), la inverosímil Los ojos secos (de Narjiss Nejjar, 2004, primera y muy merecida entrada de Marruecos a Cannes), la atrevida Marock (Laïla Marrakchi, 2005), Casanegra (Noureddine Lakhmari, 2008)… y en Tarifa se estrenó este año la polémica Fisuras, de Hicham Ayouch, hermano de Nabil.

Sorpresa: este año sólo hay tres títulos palestinos en Amal, un largo, un corto y un documental. Un agradable cambio tras varios años en los que este territorio tenía un peso abrumador en la muestra, excesivo incluso en opinión de cineastas palestinos militantes… Y no es que el cine palestino sea especialmente bueno o malo (el primer gran largometraje, La sal de este mar, no supera una nota media) pero es abundante: frente a las injusticias y la sensación de que el mundo mira hacia otra parte, todo el mundo parece querer armarse de cámaras y grabar, al menos, un documental.

Eso sí, la fiebre del documental árabe no siempre redunda en calidad, como señaló un productor el año pasado en un desayuno de Amal: “A veces, un equipo gasta mucho tiempo, esfuerzo, ilusión y dinero en hacer un filme documental que un cámara de televisión haría en un par de horas”.

Sin clichés

Pero para cribar, filtrar, seleccionar, destacar, lanzar al ruedo a los buenos y al olvido a los malos hacen falta festivales, distribuidoras, salas donde ver cine árabe. Y por favor, sin alfombras persas, teteras o sillas de camello. Ahí está el valor de los festivales: muestran cómo los cineastas árabes reflejan su cultura, en lugar de reproducir la mirada europea.

Un riesgo, el de caer en los clichés, que el festival de Amal ha sabido evitar, pese a algunas notas falsas: el año pasado hubo disfraces de danza de vientre en la sesión infantil y entre los cortos se coló, probablemente de forma inadvertida, una cinta de misión religiosa ―ésta oculta bajo espesas capas de ‘promoción de la tolerancia’―, preparada por la Unión de Comunidades Islámicas de España (Salma cuenta).

Los festivales muestran cómo los cineastas árabes reflejan su cultura, en lugar de reproducir la mirada europea

En conjunto, sin embargo, Amal está libre de sospechas: organizado por la Fundación Araguaney, establecida por una familia con raíces palestinas, no utiliza el cine para asociar las culturas árabes a la religión islámica, y sí para mostrar facetas poco conocidos, como puede ser el de los cristianos de Egipto y Sudán (Bachar Mahmoud, 2009) o el de las mujeres policías de Jordania (Mariam Jouma, 2009).

Porque este cine está hecho para reflexionar y para debatir. Tras los créditos, las sillas no se vacían: siguen los debates, cuando director o productor han acudido a la muestra, tanto en Santiago como en Tarifa, donde se recuerdan grandes y fascinantes polémicas entre cineastas de diversa índole y público. El documentalista belga-marroquí Jawad Rhalib (Los condenados del mar) asegura que Amal está “guay” porque no hay espíritu competitivo pero sí público interesado.

Aún cuando los conserjes piden desalojar la sala, el festival continúa: “En cualquier proyecto, después del trabajo, la gente sale, se junta, es lo más importante de los eventos culturales”, señala la actriz libanesa Yasmine Masri, protagonista de Caramel e invitada a Amal. En Tarifa, los conciertos que cierran las sesiones del FCAT son ya legendarios. Y nada mejor para subrayar el carácter indómito de Amal que el escenario pos-proyección: los bares de Santiago de Compostela. Un excelente lugar para trabar amistad con directoras, productores, actrices, guionistas… ante unos vasos de licor café. Hay cineastas que gustan de sorprender a camareros y clientela declarándose arabes tras la cuarta copa. Sorprenden porque en España, no se ha visto demasiado cine (árabe).