Crítica

La frialdad del escritor

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 4 minutos
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Abraham B. Yehoshúa
Una mujer en Jerusalén

Una mujer – limpiadora en una empresa de panificación, inmigrante semilegal, a todas luces ni siquiera judía – muere en un atentado y nadie la reclama en el depósito de cadáveres. Hasta que alguien utiliza su caso para denunciar la “falta de humanidad” de la empresa en la que trabajaba hasta poco antes de morir y se pone en marcha una impresionante maquinaria para repatriar el cadáver a su país.

Éste es el planteamiento de Una mujer en Jerusalén, última novela de Abraham B. Yehoshúa (Jerusalén, 1936), uno de los escritores israelíes actuales más aclamados. El título original concuerda mejor con el contenido: “La misión del director de recursos humanos”. Una frase anodina, fría, en consonancia con el estilo frío de la novela.

La muerta, Julia Ragayev, es el único personaje del libro con derecho a un nombre propio

La muerta, Julia Ragayev, es el único personaje del libro con derecho a un nombre propio, a todos los demás los conoceremos sólo por sus cargos (el director de recursos humanos, el dueño de la empresa, el periodista, la cónsul…). Un distanciamiento buscado – que también se expresa en los escasos diálogos – que dificulta la identificación del lector con los personajes y lo convierte en espectador de una película muda.

Yehoshúa ejecuta su obra con precisión y una correcta factura (aunque no queda claro para qué sirven los párrafos intercalados en cursiva, que describen la acción desde un punto de vista distinto al del director de recursos humanos: ¿reculó ante el riesgo de aburrir al lector con el estilo gris que asignó a su protagonista?).

Pero el argumento no resuelve una pregunta esencial: ¿qué nos quiere contar el autor? ¿Adónde quiere llegar relatando que una gran empresa, y de paso un ministerio, se impliquen para hacer los honores a una inmigrante anónima por morir en un atentado, es decir “en una guerra que no era la suya”? Con algo de humor, la novela podría ser una comedia de enredo, con un trazo más emotivo podría convertirse en una reflexión sobre el compromiso con el prójimo, pero carece de ambos elementos.

No hay rastro de Israel en esta novela, excepto el nombre de Jerusalén

Tampoco verá cumplidas sus expectativas quien abra el libro simplemente para acercarse a un país y ver reflejada la sociedad israelí. No hay rastro de Israel en esta novela, excepto el nombre de Jerusalén y el de dos o tres tipos de pan. Podría desarrollarse en cualquier lugar del mundo. Quizás creyera el autor que esta impersonalidad -omite incluso el nombre del país de origen de Julia Ragayev, a todas luces una república ex soviética- hiciera la novela más universal.

Me desdigo: sí hay un elemento característico de la literatura y la sociedad israelí en la novela, y es la total ausencia de cualquier mención al conflicto palestino. Puede parecer llamativo, teniendo en cuenta que el arranque del hilo narrativo es un atentado suicida. Pero un accidente de tráfico podría haber servido para el mismo fin. Israel vive de espaldas al conflicto y Yehoshúa no es una excepción. Aunque se le suele encuadrar dentro del campo pacifista israelí, en realidad, su ideario parece corresponder bastante bien al de esta inmensa mayoría de israelíes que considera el bombardeo y la muerte de palestinos civiles algo inevitable y moralmente justificado.

En enero pasado, el escritor publicó una carta abierta en la que, tal y como resume su destinatario, el periodista israelí Gideon Levy, asegura que Israel “bombardea y mata a los niños de Gaza porque le preocupa su suerte” y quiere evitar que sigan estando sometidos a los insensatos milicianos de Hamás. Evidentemente, todo escritor es libre de elegir su tema, pero al hablar de Israel, uno no puede evitar recordar las palabras de Bertolt Brecht: “Qué tiempos éstos / en los que una conversación sobre árboles es casi un crimen / porque implica callar tantas injusticias”.

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