Crítica

De sombreros de rabo de conejo y novios lectores

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 8 minutos

Albert Londres
El judío errante ya ha llegado
londres-judioerrante

Género: Ensayo
Editorial: melusina [sic]
Páginas: 270
ISBN: 978-84-9661-492-5
Precio: 9,10 €
Año: 1930 (2011 en España)
Idioma original: francés
Traducción al español: Jorge Cabezas
Título original: Le juif errant est arrivé

Si usted quiere ver una extraña Europa del siglo pasado, quiero decir del XIX, una de esas que nos recuerda que Europa no siempre fue Europa, quiero decir: no siempre fue eso que hoy damos por hecho, una sociedad rica, racional y escamondada, con un disimulado suspiro de ¡qué suerte de haber nacido aquí!, en fin, si quiere usted ver cómo Europa era hasta hace no tanto, se puede dar una vuelta por los barrios judíos de Amsterdam, Jerusalén o Nueva York, para contemplar a señores en gabán y con sombrero de fieltro negro, como salidos de una película antigua.

Sentirá entonces una extraña desazón: la falta de racionalidad, a la que usted está tan acostumbrada, la sensación de que la vida entera está sujeta a extraños mandatos divinos, tal que usted se encontrase en una tribu con chamanes y tabúes, pese a que todos llevan el traje clásico de la Europa burguesa que inventó la Ilustración. Sólo sobran los rizos de las sienes.

Pero estos barrios siguen siendo ricos y escamondados. Si usted quiere toda la película, tendrá que leer El judío errante ya ha llegado, extenso y detallado reportaje de Albert Londres, escrito en 1929 y recuperado ahora por la editorial Melusina. De estos reportajes que se convierten en  libro, pero se leen de un tirón: en el fondo es una ‘road movie’ del reportero. Desde luego, treinta años antes de que  Tom Wolfe descubriera de repente que “es posible escribir un texto de reportaje preciso con técnicas que normalmente se asocian a la novela y el relato corto” y lo llamara Nuevo Periodismo (aunque eso era lo que los grandes, desde Londres a Egon Erwin Kisch y poco más tarde Joseph Kessel habían hecho toda la vida, lo que era el periodismo antes de que Europa copiara el estilo de despachos de agencia norteamericana).

Londres parte de Londres, una ciudad que en 1929 era rica, racional y más o menos escamondada. Había un inmenso barrio judío, sí, donde las gentes de bien no iban demasiado, pero los judíos allí parecían ingleses y comer kosher no era nada ‘in’. Es decir, más o menos como en Francia, donde los judíos parecían (eran) franceses. El verdadero mundo judío empezaba allí atrás, en Checoslovaquia, Rumanía, Ucrania, Polonia. Donde había judíos, al margen de checos, rumanos, ucranianos y polacos, gentes con los que no tenían nada en común.

No quieren ser normales: quieren ser judíos con todas las de la ley (talmúdica); “asimilado” es un insulto

Ahí, “a 45 horas de París” (aún se viajaba en tren), y dándose cuenta de que “a 36º C bajo cero hay que afeitarse el bigote, si no, se vuelve demasiado pesado de llevar”, Londres descubre otro mundo, se asoma a un abismo de algo insospechado, desconocido. Frío. Pobreza. Extrema pobreza. Miseria absoluta. Las imágenes que conjura el periodista son mucho más gráficas que las que nos puede ofrecer hoy un reportaje televisivo sobre Somalia o Haití: porque añaden el olor y porque en el Tercer Mundo de hoy día nunca hace frío, nunca hace treinta bajo cero. Aquello era Europa, entonces. Pasen y vean.

Londres toma partido por los judíos, denuncia su marginación legal (ningún país del Este, excepto Checoslovaquia, los considera ciudadanos completos, parte de la nación), el acoso que sufren, los sangrientos pogromos (y no ahorra en nitidez). Pero también anota la sumisión de los judíos a su propio mundo imaginario, el de la religión de Moisés y el mesías, su negativa a dejar sus ropajes, el caftán, los sombreros con trece colas de conejo, la barba y los papillotes, que los identifican y les impiden asumir un trabajo “normal” en una ciudad “normal”.

No quieren ser normales: quieren ser judíos con todas las de la ley (talmúdica); y “asimilado” es el mayor insulto que se le puede echar a alguien en la cara en estas regiones. Los ricos financian centros educativos para jóvenes pobres, sí: para que aprendan el talmud del derecho y del revés, se conviertan en expertos sobresalientes en su lectura y recitación, y puedan hacerse rabinos o, con algo de suerte, sean captados por ricos emigrantes judíos en busca de yernos con prestigio.

Esta es la parte que quizás más nos choque: la conciencia de que Europa, aparte de no ser siempre tan escamondada como es hoy, sino de albergar pobreza y tragedias, alimentaba también una inmensa población talibán, y utilizo el término aquí sin la connotación violenta que ha adquirido sino en su sentido original: estudiante (de las letras sagradas). Importaba leer, no comer. Y éste es nuestro pasado reciente, parte de nuestra herencia, borrada durante la II Guerra Mundial.

La II Guerra Mundial borró otro cosa más: la frescura con la que Albert Londres se pudo acercar al objeto de su investigación periodística. El reportero tiene simpatía por los judíos, no la oculta, pero no le impide observarlos con un ojo crítico y a ratos con humor.

El reportero tiene simpatía por los judíos pero no le impide observarlos con un ojo crítico y con humor

Tal vez el humor, la risa contenida, sea la única manera en la que un periodista racional, que escribe para un público racional y no quiere perder la ternura, pueda resumir la leyenda religiosa que los judíos consideran “la historia de su pueblo” empezando por el éxodo de Egipto, sus tabúes religiosos, su sumisión a los ‘wunderrabbi’, los rabinos milagrosos —todos peleados entre ellos— que tienen sometida a una sociedad en eterna espera del mesías. Hoy sólo un judío tendría permiso de escribir con esta frescura de los judios (no pude evitar verificar si Albert Londres era judío: no, no lo era; su apellido es gascón, no sefardí).

Y también pudo Londres, aún, tomar partido rotundamente por la colonización judía de Palestina (pese a haber comprobado que el sionismo, laico como era, gozaba de muy escasa predicación entre las masas judías religiosas de Europa Oriental). Pudo aún condenar rotundamente las agresiones de milicias palestinas contra los inmigrantes y alegrarse de que los judíos supieran resistirlas con la cabeza alta: Palestina, donde estaba naciendo en ese momento una nueva nación, la israelí, era el único lugar donde los judíos no andaban con la cabeza gacha, postura impuesta por siglos de persecuciones cristianas (la historia del sufrimiento judío, lo que Londres resume como “vivir de masacre en masacre” es una historia enteramente europea, asquenazí, aunque el sionismo ha borrado también la conciencia de que en el mundo existían otras sociedades judías, distintas).

Aún faltaban dos años para que se fundaban grupos terroristas sionistas como el Irgún

En 1929, la Haganah, la milicia clandestina sionista, aún se reducía a pequeños grupos mal armados, aún faltaban dos años para que se fundaban grupos terroristas sionistas como el Irgún. Aún, Londres habla solo de los palestinos (musulmanes y cristianos unidos) cuando concluye que “hace falta que se discuta sin el puñal en la mano”.

Sólo queda lamentar los descuidos en el acabado de la edición. ¿Creía el traductor, Jorge Cabezas, que todo lector español sabría lo que es un “pequeño ruso” o es que él mismo no sabía cómo se decía “ucraniano” en francés? (A mis becarios yo les habría contado en este caso el legendario gazapo del que tradujo “chauve-souris” como “rata calva”, ninguneando al género de los murciélagos).

También queda como una gracia involuntaria que Dios le dijera al fundador del jasidismo, en el siglo XVIII, que tomara un “automóvil” (“voiture” en el original). Y habría sido de recibo que en un libro así constara el título y fecha de publicación original (Le Juif errant est arrivé, 1930).  Pero lo que no perdono es que en todo el libro, al fundador del sionismo se le nombra (cientos de veces, todas las veces) como “Theodor Herlz” (excepto en la línea de título del capítulo dedicado a él: el maquetador tuvo mejor criterio).

Entiendo que con la crisis, el viejo y venerable oficio del corrector de pruebas se ha extinguido, pero dan ganas de condenar a toda la plantilla de la editorial a escribir cien veces en la pizarra Herzl Herzl Herzl Herzl Herzl. Porque aún hay esperanza. A Bertol Bretch ya no hay quien lo salve, pero de eso tienen la culpa los serigrafiadores de camisetas.

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