Opinión

Los sacerdotes de Bruselas

Andrés Mourenza
Andrés Mourenza
· 8 minutos

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Hace unas tres semanas regresaba a casa, entre avenidas cortadas y taxistas jurando en arameo, de la reunión informal de ministros de Economía y Finanzas que se celebró en pleno centro de Atenas a razón de que este semestre Grecia ejerce la presidencia rotatoria de la Unión Europea. Como es habitual en cada visita de mandatarios alemanes o de ministros europeos, en amplias zonas de la capital griega –y de la democracia, apuntan algunos enamorados de lo clásico- se suspendió no sólo el tráfico sino también el derecho a manifestación. Los helicópteros sobrevolaban el centro. Los francotiradores cubrían los tejados. “Buena forma de fomentar la imagen de Europa”, ironizó un colega de la prensa española.

Tratando de abstraerme de estas nimiedades democráticas me puse a pensar en lo que habían dado de sí los dos días de reuniones del llamado ECOFIN. La respuesta es, básicamente, nada. Una vez más se reunieron para aplaudir las reformas impuestas por Bruselas, para criticar las desviaciones de quienes los desoyen y para exigir seguir por la senda del sacrificio y la penitencia. Los mismos discursos vacuos de siempre, la misma mediocridad, falta de autocrítica y negación del debate o la disidencia. La misma creencia religiosa y ciega en el carácter técnico de la economía o en la independencia del Banco Central Europeo, tratando de negar a esta disciplina social –lo de llamar ciencia a la economía es pasarse- el marcado carácter político e ideológico que posee.

La creencia ciega en el carácter técnico de la economía niega a esta disciplina su marcado carácter político e ideológico

En esta reunión informal del ECOFIN –informal porque no se decide nada, no se crean ustedes que los ministros y comisarios acuden en chándal o almuerzan de bocadillo- los participantes parecían muy preocupados por la baja inflación que afecta al Viejo Continente. Así, sin más. Como si fuese una nueva tormenta a la que se enfrenta este barco que es Europa y en el que viajamos todos. Unos en camarote de lujo y otros condenados a galeras, eso sí, que aún sigue habiendo clases por mucho que algunos lo nieguen.

El carácter climatológico que se atribuye últimamente a los fenómenos económicos, como si fuesen fenómenos atmosféricos –un ciclo bueno, un ciclo malo- en los que nada parece tener que ver la mano del hombre, enlaza con ese pensamiento mágico que parece haber poseído a los sacerdotes de Bruselas. Como en las sabanas africanas, o entre los pastores de las montañas afganas. Allá llueve o hace sol porque así lo quiere dios, aquí truena o sube la prima de riesgo porque, ay amigos, es el destino por habernos portado mal, es la condena divina por vivir en pecado y en déficit.

Se rechaza cualquier autocrítica, como que la tendencia deflacionaria tenga que ver con las políticas de la Troika

Se rechaza así cualquier tipo de autocrítica. Por ejemplo, que la tendencia deflacionaria que afecta a buena parte del sur de Europa tenga que ver con las políticas de devaluación interna aplicadas por la troika, esa Santa Inquisición enviada por los sacerdotes de la Comisión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y el Fondo Monetario Internacional. Recordemos un poco: antes de Cristo, digo… del Euro, los países que habían perdido competitividad a nivel internacional utilizaba la devaluación de sus monedas para recuperar dicha competitividad (sus productos valían ya menos y eran más atractivos en el exterior, mientras que la población veía reducido el valor de su dinero y así estaba obligada a comprar productos nacionales, más baratos, frente a los importados).

Una vez despojados de su soberanía monetaria –que fue entregada a una institución rodeada de un halo divino y místico como es el BCE- los países de la Eurozona se quedaron sin esta herramienta de la devaluación. La receta de la troika fue que, para recuperar la competitividad, había que reducir los salarios y los gastos sociales, de manera que así se redujese el coste de producción y poder competir mejor en los mercados internacionales. ¿Qué ha pasado? Pues que, obviamente, los ingresos disponibles de las familias se han reducido, por lo que han limitado el consumo y, por ende, las empresas, con menos clientes, se han visto obligados a bajar los precios.

Pues eso es, simplificando, lo que significa la deflación. Y el problema es que si la bajada de precios se prolonga se entra en una espiral deflacionaria en la que la gente, esperando que los precios caigan y caigan más, retrasa sus decisiones importantes de consumo (compra de vivienda, vehículos, electrodomésticos…) y las empresas posponen sus inversiones y ven caer sus ventas. De esta manera la salida de la crisis se aleja y se aleja. Pero no se crean que en la reunión de Atenas se habló de las causas de la deflación, se entonó el mea culpa o se habló de subir salarios –¡oh, herejía!- para que las familias recuperen sus ingresos y vuelvan a consumir, empujando de nuevo los precios para arriba. No. Se volvió a fiar todo al destino o, como mucho, a que el presidente del BCE, Mario Draghi, investido de brujo de la tribu, dijese de nuevo sus palabras mágicas para calmar a los mercados (vean si no a Rubalcaba, que en un debate parlamentario se puso bíblico y comparó a Draghi con el dios de los cristianos, citando para ello a San Mateo).

El problema de todo esto es que con las explicaciones fatalistas que se aplican a la economía se niega cualquier tipo de respuesta alternativa, no ya en el sentido progresista, sino mínimamente diferente. Hay que seguir las instrucciones del Libro Sagrado. Porque, ya se sabe, a los dioses (y a los mercados) sólo se les calma rezando y haciendo sacrificios. Y la religión verdadera exige rectitud y, sobre todo, ortodoxia en el cumplimiento de los mandamientos.

Bruselas ha puesto en la mirilla a la atea Francia, señalada desde hace meses como una pecadora

Y ahora después de haber sometido al cilicio y haber mortificado a los díscolos países del extrarradio (Grecia, Irlanda, Portugal, España, Italia), estos hombres grises que dirigen el timón de Bruselas sin permitirse un sólo pensamiento heterodoxo parecen haber puesto en la mirilla a la atea Francia. Ese país donde, al menos antes de la llegada del adusto Manuel Valls con la porra y las tijeras, aún se daba importancia al Estado fuerte, las ayudas sociales y la soberanía económica. Los tres pecados capitales de la religión que propugnan los sacerdotes de Bruselas.

Ya desde hacía meses, los medios de comunicación anglosajones –tan buenos para informar de algunas cosas, tan púlpitos de la Verdad Económica en otras ocasiones- venían señalando a Francia como una pecadora. En Atenas, el monjil comisario de Asuntos Económicos, Olli Rehn, volvió a amenazar a Paris con las diez plagas bíblicas si persiste en su déficit. Como si el equilibrio presupuestario fuera algo sagrado y no un instrumento, uno más, al servicio de la economía. Economía, eso que significaba, en su origen, la administración de la casa, del hogar, de los que viven en él. Palabras de griegos antiguos. Paganos.

En Francia aún se daba importancia al Estado fuerte, las ayudas sociales y la soberanía económica. Los tres pecados capitales

Se quejan ahora desde Bruselas del euroescepticismo. Otra vez así, sin más, sin un ápice de autocrítica, sin entrar a valorar por qué las gentes de Europa han perdido la fe. Se parecen a los curas que se lamentan de que los jóvenes ya no van a sus iglesias y no lo achacan a sus vetustos sermones ni a sus rancias ideas sino a la depravación de la sociedad moderna.

Pues nada, atengámonos a la solución que nos viene dada en el Libro. Más plegarias y más penitencia, a ver si dios y los mercados nos envían un día de sol y un crecimiento del 1,5 % y, así, los fieles regresan al templo.

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