Crítica

El daño está hecho

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 7 minutos
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Hans Magnus Enzensberger
Europa en ruinas

Género: Ensayo
Editorial: Capitán Swing
Páginas: 400
ISBN: 978-84-941690-6-9
Precio: 22 €
Año: 2013

Arte nuevo de hacer ruinas es el título de un relato del cubano Antonio José Ponte, que Florian Borchmeyer y Matthias Hentschler usaron a su vez como título para un documental sobre la degradación arquitectónica y urbanística de La Habana. En el filme, el propio Ponte, acreditado “ruinólogo”, comenta las ideas del alemán Georg Simmel acerca de las ruinas como resultado de la lucha entre la mano constructora del hombre, a partir de los materiales que toma de la naturaleza, y la mano devastadora de la Naturaleza misma.

La ruina simbolizaría, así, una suerte de equilibrio, salvo cuando los hombres la habitan.  “Él considera que en ese punto, los hombres se han pasado a las fuerzas contrarias”, afirma el escritor. “Trabajan para destruir, para socavar, para ponerse de parte de la Naturaleza. Esa sensación de desasosiego marca el final de la contemplación clásica de las ruinas. No es el Partenón a lo que te estás enfrentando, no es Pompeya (…). Es un sitio donde la vida continúa, donde los cambios continúan, y eso es algo que a no le gusta a ningún contemplador de ruinas clásico”.

Este malestar simmeliano acompaña de manera inevitable la lectura de Europa en ruinas, la recopilación que el viejo sabio Hans Magnus Enzensberger hizo en 1990 sobre textos de testigos oculares de los desastres de la guerra entre los años 1944 y 1948. Una invitación a pasear por capitales que poco tiempo atrás eran símbolo de desarrollo y civilización, ahora reducidas a cenizas, con sus catedrales demolidas, sus plazas arrasadas y su población condenada a sobrevivir en condiciones miserables.

La Europa que muestra Enzensberger es el espejo de una población que ha perdido toda dignidad, mucho más difícil de restituir

La selección que lleva a cabo el antólogo es impecable. Nombres como Alfred Döblin, Max Frisch, Martha Gellhorn o Edmund Wilson son garantía no solo de veracidad, sino también de prosa intachable. A otros, como Norman Lewis, prefiero ponerlos en agua tibia: todavía no le he perdonado que quisiera colarnos que en una visita a Sevilla vio a cierta guardia urbana de raza gitana, ex bailaora de un tablao del Arenal, dirigiendo el tráfico con la gesticulación propia del baile por seguiriyas. De todos modos, los escritos incluidos en este volumen, procedentes de su libro Nápoles 1944, remiten al mejor Lewis, al que no puede exagerar mucho porque todo a su alrededor ya es pura hipérbole.

Prepárense pues, para asomarse a un París en el que ya solo funciona el metro, a una Colonia calcinada después de tres años de bombardeo, una Roma corrupta hasta las heces, una Atenas en la que no queda piedra sobre piedra, o una Varsovia inhabitable en un 84 %, que a falta de nivel de vida presume de tener “el más alto nivel de muerte” del mundo. Pero, ¿podemos aprender algo de las ruinas de Europa?

Sí. Aprendemos, por ejemplo, que la ruina física de las ciudades suele ir acompañada de la ruina moral de sus habitantes. La Europa que muestra Enzensberger es el espejo de una población que, con sus casas y muchos de sus parientes y vecinos, ha perdido todo rastro de dignidad. Y ésta resulta, a la larga, mucho más difícil de restituir. Además de la gente dispuesta a vender su cuerpo y hasta su familia en aras de la supervivencia, el renegar de la propia bandera y del propio país –los mismos en cuyo nombre se cometieron crímenes espantosos– se convierte en deporte habitual: no era posible, por ejemplo, encontrar a un solo nazi confeso en toda la Renania.

Aprendemos, también, que parte del encanto irresistible de las ruinas reside en su invitación a reconstruir. La ruina no solo convierte al ser humano en rata: también lo vuelve hormiga, lo empuja a una incesante actividad para recomponer lo destruido. Hay en las ruinas algo que trasciende el efecto purificador del que hablaba Sebald en su Historia natural de la destrucción. “La destrucción no les provoca un efecto deprimente sino que les sirve de potente estímulo para ponerse a trabajar”, escribe Döblin. “Estoy convencido de ello, si tuvieran los medios que les faltan, mañana gritarían de júbilo, solo de júbilo porque han destruido sus pueblos viejos, rancios, mal trazados, y se les ha dado la posibilidad de poner en pie algo de primera clase acorde a los tiempos”. La fantasía germánica de reconstruir una Alemania más fuerte y poderosa después de la humillación, ¿hasta qué punto habrá inspirado la potencia europea que conocemos hoy?

Sea como fuere, lo que más sobrecoge de este libro es la clara sensación de que toda esa saña respondió a un deseo colectivo, tan irracional como feroz. “La Primera Guerra Mundial no había apagado todavía las emociones humanas: por aquel entonces la gente aún era consciente de que la miseria y la masacre eran anómalas e indeseables”, reflexionaba Edmund Wilson, recordando con qué indignación habían protestado entonces Bertrand Russell, Bernard Shaw, Upton Sinclair, John Dos Passos y tantos otros. Esas voces habían quedado amortiguadas bajo los escombros, apagadas por los gritos de poblaciones enteras masacradas. Y había quien quería que aquello no se detuviera. Graham Greene contaba que los londinenses añoraban los días de asedio: “¡Si tan solo pudiéramos escuchar de nuevo el zumbido de una bomba!”, exclamaban. Y el escritor sacaba sus conclusiones: “La vida había sido dramática porque era peligrosa (…) La vida ahora era más segura, pero estaba más vacía”.

La ruina no solo convierte al ser humano en rata, también en hormiga: lo empuja a una incesante actividad de reconstrucción

Hay algo más. El descubrimiento de que la guerra, la aniquilación minuciosa y sistemática de capitales que tardaron siglos en erigirse y de la gente que las levantó, podría ser un muy lucrativo negocio. No solo para los vendedores de armas, que lógicamente hicieron su agosto –cómo no recordarlo cada vez que uno sube a un ascensor Thyssen, o acude al museo del mismo nombre–, sino también en los mil y un trapicheos en los que el bussiness se diversificaría. No deja de ser significativo que el propio Wilson se espante de que el ejército de los EE UU que ocupó Nápoles estuviera “lleno de gánsters”, y que solo fuera posible distinguirlos del hampa napolitano por “las insignias de rango que diferenciaban a unos de otros”.

Janet Hanner también lo vio: “La guerra, que tantas cosas ha destruido, también ha puesto de manifiesto algo: el hecho claro, desnudo y no en última instancia honesto de que hoy en día lo más importante de este mundo para la gente es el dinero”. Y vio algo más: el hundimiento, con estas ciudades, de toda una civilización europea. “Eso significaría que el futuro de Europa pasaría a depender de las naciones que en un sentido estricto y clásico son menos civilizadas, esto es, de Estados Unidos, Rusia y Alemania”. Stefan Zweig apuntó algo parecido, más in extenso, pero no más redondo.

Prolijo ramillete de escalofríos, catálogo elocuente de la miseria humana, Europa en ruinas es un libro para degustar a sorbos, porque quema, y para digerir despacio. También para ser conscientes de que la locura no ha terminado: ayer fue Beirut, luego Sarajevo y Bagdad, hoy es Alepo… Tal vez necesitemos 50 años más para estremecernos con similares desmanes, para que un nuevo Enzensberger brinde a nuestros nietos similares testimonios del horror. Porque las ruinas, en fin, tienen algo de invitación a la contemplación pasiva, algo de falso consuelo: la sensación de que ya el daño está hecho, y no hay nada que podamos hacer para remediarlo.