Artes

Jon Lee Anderson

M'Sur
M'Sur
· 22 minutos

AndersonY así transcurren las noticias

Jon Lee Anderson me contó una vez una historia. Estaba de visita de conferenciante en Beirut y allí, mientras se restregaba los sudores de julio por la frente, me habló de un viaje a Las Palmas de Gran Canaria en el que acabó durmiendo en la playa con una panda de marineros porque no encontró cobijo. Iba recorriendo el rastro que había dejado el generalísimo, que vivió desterrado en las islas, donde debió acumular suficiente mala baba para decidir poner España manos arriba y cabeza abajo.

Jon Lee Anderson escribe de viajes, como las vueltas con su taxista de confianza por las calles de una Bagdad pendiente del asedio estadounidense, o el trayecto en coche desde la frontera egipcia hasta el frente en Bengasi en 2011. Y leerle, es viajar con él; es atender al proceso mismo de construcción de la crónica.

En estas páginas de cuaderno de Crónicas de un país que ya no existe: Libia, de Gadafi al colapso, el lector transcurre por el caótico frente oriental que llevó a la meca petrolífera norafricana a sucumbir ante su propia revolución. Esos tiroteos al azar, como las idas y venidas de vehículos conducidos por combatientes casi sin ton ni son, ilustran un cuento de avances y retrocesos que acabará por instalarse pese a los esfuerzos de construcción del país tras la muerte del Gran Líder.

En ellas deja intuir Anderson la búsqueda de la “verdadera línea del frente”, abandonada a menudo por hastío y monotonía. La de Libia fue una guerra luchada por hombres que no sabían manejar armas, como su transición, a la muerte de Gadafi, fue liderada por un pueblo inexperto que se enorgullecía de poder cantar en las calles después de 42 años de veto.

Poco ha cambiado desde entonces. O mucho. Lo que parecía enderezarse tras las elecciones de 2012 (las primeras desde 1963), se truncó casi de la misma manera en que se produjo la persecución del detestado caudillo. En 2015, Libia dibuja casi los mismos frentes en mitad del desierto, donde van y vienen las pick-ups y se escucha fuego de artillería. En Tobruk o Trípoli, hombres y mujeres con más voluntad que know-how pretenden conducir al país a algún sitio.

Faltan, sin embargo, el entusiasmo y también voces como la de Iman Bugaighis, amenazada, exiliada y rendida después de que se le amargasen aquellas lágrimas de alegría que se le saltaban en Bengasi en el albor de la gesta revolucionaria. “Gadafi, él es nuestra vergüenza”, le dijo a Anderson. Tuvieron que pasar cuatro años para descubrir, en sus propias palabras, que debajo “no había nada”. A su muerte, me confesaba, “todo colapsó”.

Ese es precisamente el viaje que emprende Jon Lee Anderson esta vez, siguiendo los pasos del coronel y sus verdugos, literales y figurados. Al fin y al cabo, ¿no es esa la única manera de contar la historia? Ya sea durmiendo o no en la playa.

[Laura J. Varo]

Jon Lee Anderson (1957), periodista de larga trayectoria, ha cubierto desde 1998 conflictos en medio mundo para la revista The New Yorker, entre ellos el de Libia. La editorial Sexto Piso ha cedido un avance de su nuevo libro Crónicas de un país que ya no existe: Libia, de Gadafi al Colapso para su publicación en M’Sur.

Crónicas de un país que ya no existe

Libia, de Gadafi al Colapso

Domingo 27 de febrero de 2011

La ciudad libia de Bengasi se encuentra a dieciséis horas de marcha si uno conduce peligrosamente desde la capital egipcia de El Cairo. Ambas están conectadas por una franja de carretera y, también, por sus respectivas y recientes «liberaciones», obra de manifestantes antigubernamentales. En viaje de una a otra, ayer, el lado egipcio de la frontera funcionaba normalmente. Es decir, había guardias fronterizos y funcionarios de inmigración que sellaron mi pasaporte y nos dijeron adiós en unas salas caóticas, repletas de cientos de refugiados que huían de Libia, en su mayoría trabajadores bangladesíes y vietnamitas. Allí acababa lo «normal».

Cruzar Libia implicaba hacerlo a pie a través de unos ochocientos metros de tierra de nadie hasta un puesto fronterizo; una vez pasado éste, nos hallábamos abandonados a nuestra suerte en la «nueva Libia».

Nos dio la bienvenida una banda de jóvenes entusiastas que hacían las veces de guardias y que nos ofrecieron tazas de té dulce y caliente. Nos mostraron la bandera que habían colgado en lo alto: la vieja bandera real de Libia, roja, verde y negra, y no la utilizada en la era de Muamar el Gadafi, que es una simple tela verde. Querían que les tomáramos una fotografía frente a ella, como si, al hacerlo, de algún modo validáramos el cambio ocurrido en su país, que todavía parecía algo precario. A su alrededor, los edificios estaban abandonados y cubiertos de grafitis; más allá se extendía el desierto.

La teórica libertad de Libia parecía un espejismo hasta que condujimos otras seis horas a través de unas tierras casi totalmente despojadas de gente, un paisaje que alternaba entre el desierto y el ondulado verdear de unas granjas, y llegamos a la vieja ciudad fenicia de Bengasi, con sus decaídos edificios de la era colonial, de estilo italianizante. Allí, en un deteriorado tribunal frente a la costanera, había tenido lugar la semana pasada la revolución que, después de varios días de confrontación violenta, puso al «pueblo» al mando de la Libia oriental.

Dos horas después de llegar, me hallaba en los tribunales, ahora cuartel general de la Bengasi revolucionaria, frente al cual paseaban cientos de personas. Tres efigies de Gadafi colgaban de un mástil, y el tronante mar oleaba al otro lado de la calle.

La multitud comenzó a cantar: grandes, rítmicos, estridentes cánticos que sonaban como música. Me detuve en un cuarto del piso superior y desde allí miré la escena junto a una de las nuevas líderes voluntarias de la ciudad, Iman Bugaighis, una mujer de unos cuarenta años que es miembro de la facultad de Odontología en la universidad local. Le pregunté qué cantaban. Mientras me lo explicaba, la sobrecogió una súbita, inesperada emoción y comenzó a llorar: están deseando la muerte a Gadafi, dijo. Incapaz de traducir los juegos de palabras de esos hombres y mujeres reunidos allá abajo en grupos separados que cantaban y se respondían, los resumió: «Lo que están tratando de decir es todo lo que no pudieron decir durante cuarenta y dos años. Lo que dicen es que ya no están dispuestos a vivir con vergüenza». «¿Qué es la vergüenza para ellos?», le pregunté. «Gadafi», replicó. «Él es nuestra vergüenza».

23 Martes 1 de marzo de 2011

Bengasi es una ciudad en el limbo, un lugar de rumores y –con Muamar el Gadafi todavía aferrándose al poder en Trípoli– lleno de expectativas por los dramas que están por venir. Pero la «revolución» de abogados, hombres de negocios y jóvenes que barrió el régimen de Gadafi en esta ciudad la semana pasada todavía se esfuerza por encontrar una voz coherente, todavía tiene que generar un liderazgo visible. Según Abdel Hafez Ghoga, un juez que es el flamante portavoz del consejo revolucionario de la ciudad y el primer miembro del nuevo «Consejo Nacional» de Transición de Libia, ello no se debe a la confusión, sino a unas consultas que están en proceso. Mientras tanto, la fuerza militar rebelde ha intentado recuperar las armas robadas por la ciudadanía a las varias guarniciones incendiadas de Bengasi a fin de formar un ejército y «marchar sobre Trípoli».

Más allá de la atmósfera festiva que continúa a lo largo de la costanera cubierta de grafitis –donde el consejo revolucionario ha montado su cuartel–, Bengasi apenas funciona. La mayoría de sus tiendas y negocios están cerrados, y hay poca gente en las calles. Sin embargo, los automóviles aceleran por todas partes, y hay tiroteos ocasionales cuando se disparan al aire las armas robadas, en una aparente celebración de la repentina libertad para hacerlo (a los libios comunes no se les permite poseer armas y mucho menos dispararlas). Es una ciudad en estado de suspensión: familias enteras entran y salen en automóviles de la guarnición principal, donde Gadafi tenía una villa, contemplando embobadas un lugar que antes les estaba vedado.

Sobre las paredes, la gente ha dibujado el retrato de Gadafi en una variedad de aspectos injuriantes y ha dado rienda suelta a toda clase de insultos en árabe e inglés: Gadafi es un perro, un traidor, un agente –en algunos casos, extrañamente, de los estadounidenses, o también de Israel–. Ayer, al anochecer, mientras paseaba con un par de amigos, encontramos a un grupo de jóvenes, de ocho a doce años, quemando un auto en un solar y haciendo un montón de ruido. No parecía algo que 24 habrían hecho normalmente; algunos adultos los observaban sin detenerlos.

En el puerto, barcos griegos, argelinos y sirios llegaron ayer para llevarse a cientos de trabajadores indios, sirios y bangladesíes que se habían congregado con sus pertenencias para ser transportados a algún sitio seguro, a cuenta de sus respectivos países. Es decir, todos menos los infelices bangladesíes, que parecen no tener autoridad alguna que hable por ellos. Se hallaban en una zona abierta del muelle, contemplando lánguidamente a los sirios e indios, cuya partida estaba fuera de toda duda. (Cuando la crisis concluya, posiblemente habrá una falta masiva de trabajadores en Libia: los filipinos trabajan en los campos petrolíferos y las filipinas son enfermeras en los hospitales; los bangladesíes trabajan en la construcción y como empleados no cualificados; los sirios, se dice, predominan en los establecimientos de kebab y shisha).

El lunes por la tarde llegó la noticia de un ataque aéreo contra un depósito de armas a una hora al oeste de Bengasi. Como pasa con todo aquí, resultaba difícil precisar los detalles. En busca de información, algunos amigos fueron hoy hasta una base militar, donde los soldados confirmaron la historia pero señalaron en dirección al oeste y les advirtieron que no fueran hasta allí porque había «bandidos»; regresaron a Bengasi desconcertados. Cuando intenté preguntar a un oficial de las Fuerzas Especiales qué pensaban hacer, más allá de esperar lo desconocido en sus barracones, se puso a la defensiva y sugirió que prestara un servicio público a los libios y me fuera a «buscar la línea del frente». También él señaló hacia el oeste.

El martes, un religioso barbudo entró en una barbería, entregó a los barberos una octavilla y les pidió que la colgaran. La leyeron en voz alta a los clientes: era una llamada a la plegaria, en la que se pedía a la gente de Bengasi que se reuniera en un estacionamiento cercano al puerto a las 3 de la madrugada del miércoles. Sugería que si iba suficiente gente, con la voluntad de Dios, el poder de las plegarias podría acelerar la salida de Gadafi y la liberación del país.

25 Miércoles 2 de marzo de 2011

Hoy, después de días suspendido en un vago limbo político, el territorio «liberado» de Libia oriental tuvo durante varias horas un frente occidental en una guerra real, con disparos. La tensión había ido en ascenso desde el ataque aéreo del lunes contra un depósito de armas al oeste de Bengasi, la capital de «Libia Libre». Esta mañana llegó la noticia de que un gran convoy armado de milicianos de Gadafi había invadido el pueblo petrolero de Brega, a unos 250 kilómetros al sudoeste de aquí. Se decía que habían venido de Sirte, la ciudad natal de Gadafi y principal bastión gubernamental entre Bengasi y Trípoli.

Me dirigí a Brega con unos pocos acompañantes. Nos encaminamos hacia el oeste a través de un paisaje desértico cuya monotonía sólo era aliviada por unos pocos pastores con sus rebaños, unos cables eléctricos y, en algún punto, un funcional complejo residencial destinado a «la nueva Bengasi», deprimentemente vasto, que unos chinos construían en la llanura: una cuadrícula sin alma de cientos y cientos de edificios de cemento gris sin terminar. En Ajdabiya, una oscura parada a una hora de camino, descubrimos algo de actividad alrededor del hospital. Un grupo de médicos y voluntarios pululaba excitado; todos gritaban a la vez. Había lucha en Brega, dijeron; estaban enviando ambulancias. Las ambulancias rugieron hacia allá, y las seguimos.

En las afueras de Ajdabiya, bajo un doble arco de color verde y cubierto con dichos del «Libro Verde» de Gadafi, que señala la salida de la ciudad, se desarrollaba una escena teatral. Allí habían aparcado cientos de autos y camionetas y, a cada lado del camino, la gente manejaba –y aprendía a manejar– baterías antiaéreas, urgida por una muchedumbre de hombres y muchachos que blandían machetes, cuchillos de carnicero, Kalashnikovs y revólveres, cantando, celebrando, y gritando «Dios es grande». Más y más voluntarios comenzaron a llegar, corriendo a toda velocidad para unirse a la multitud bajo las puertas, exhibiendo sus armas. Algunas veces, la multitud les arrojaba agua, aparentemente una bendición libia.

Algunos colegas de diversas nacionalidades –estadounidenses, rusos, egipcios, belgas, franceses e italianos– tomaban notas y fotografías en medio del caos. Un arma era disparada cada tanto, y se oyó un gran rugido de aprobación cuando, por fin, algunos de los tripulantes novatos de las baterías antiaéreas apuntaron y lanzaron una descarga terriblemente estruendosa y exultante hacia el cielo. Una gran detonación del otro lado de la carretera puso a decenas de hombres a correr. ¿Acaso venían? No. Alguien había disparado mal un arma y se había herido.

Después de un rato, algunos grupos de combatientes partieron hacia Brega con un rugido y los seguimos. Una hora más tarde, a un lado del camino apareció Brega, un pueblo petrolero todo del mismo color salmón, en el que había algunas residencias y una universidad, y donde la lucha tenía lugar. Ahora podíamos oírla –grandes explosiones y golpes que sonaban como morteros–, y había estallidos de humo gris en la distancia. El desierto aquí era ondulado, salpicado de arbustos parecidos a la artemisa.

Seguimos a algunos amigos que estaban más adelante por el camino que corría junto al mar –hay hermosas aguas para hacer snorkel por aquí–, y nos encontramos en una suerte de frente de batalla repentino. Cientos de combatientes corrían con armas, lanzacohetes y granadas de mano; trepaban a los médanos junto al camino para mirar y disparar sobre la universidad, donde se decía que estaba la gente de Gadafi; e iban y venían por la avenida costanera en rugientes jeeps, automóviles y camionetas en las que habían montado ametralladoras pesadas. Cada vez que aparecía algún combatiente, la gente cantaba eslóganes y hacía el gesto de la «V». Una camioneta rugió al pasar junto a nosotros en dirección a la ciudad, con varios muertos en la caja. Un par de jets –Mirage o mig, no podría decirlo– aparecieron sobre nosotros e hicieron algunas pasadas, lanzando sus bombas de una sola vez, justo sobre los médanos. Un amigo que empezó a seguir a algunos combatientes hacia lo alto de un médano volvió un minuto después diciendo que los jets habían disparado muy cerca del sitio por donde caminaban.

Una gran sartén de arroz y pollo fue traída y ofrecida, seguida por pequeños vasos de té caliente y dulce; los hombres se acuclillaron junto a un vehículo, bajo el sol abrasador, para almorzar. En la verdadera línea del frente, donde un par de automóviles había recibido disparos y nadie más se había atrevido a pasar, se hallaba desparramada una gran cantidad de cartuchos de municiones antiaéreas sobre el camino. Un hombre levantó uno, vino hasta nuestro auto y dijo: «Vamos a metérselo en el culo a Gadafi». Y levantó el pulgar.

Después de un rato sobrevino una suerte de monotonía; subsistía el golpeteo de la artillería, pero de forma esporádica, y la mayoría de los combatientes se había metido en sus vehículos y vuelto a toda prisa a la ciudad. Decían que la lucha se había desplazado hacia allá, más cerca de la universidad, donde los milicianos de Gadafi se preparaban para atacar desde horas antes. Los seguimos y finalmente encontramos la universidad, donde todo estaba tranquilo. Los milicianos se habían ido; después de su jornada de destrucción, habían desistido y regresado a Sirte en su convoy, según dijo alguien. Los combatientes que los habían perseguido, por delante de nosotros, también se habían desvanecido. Salimos en su busca.

Nos detuvimos junto al mar, donde recogí una caja de municiones –tenía impresos varios números y el cartel «D. P. R. of Korea»–, y luego regresamos hacia la carretera principal. Un gran número de hombres se había reunido bajo un gran anuncio de Gadafi y, en una escena festiva similar a la desarrollada en las afueras de Ajdabiya, disparaban sus armas y cantaban victoria. Muchos arrancaban pedazos del cartel, en el que todavía era visible una parte del rostro del Hermano Líder.

Algunos voluntarios pasaban entre la multitud ofreciendo cartones de jugo y barras de pan cuando, de repente, un caza aulló por encima y arrojó una bomba. Aterrizó un poco más allá de los autos estacionados, a unos quince o veinte metros, y lanzó una enorme nube de humo, vidrio y polvo. Todo el mundo corrió; yo me quedé a observar cómo explotaba la bomba. Increíblemente, nadie resultó herido; luego, todo el mundo, horrorizado, corrió hacia sus vehículos y escapó –de vuelta a Brega, Ajdabiya, Bengasi–. El parabrisas de nuestro automóvil tenía una nueva telaraña de grietas, pero mis acompañantes y yo estábamos intactos. (Más tarde, en Bengasi, escuchamos explosiones a lo lejos que hicieron ladrar a los perros).

En el último momento, en medio del caos y el humo, unos pocos hombres se reunieron y comenzaron a cantar triunfalmente otra vez, pero la bomba, fuera sólo un mensaje del caza o un error de pocos metros –lo que fuese–, había tenido su efecto. Oí que alguien decía: «Por el culo, Gadafi. Ahora vamos a conseguir una zona de exclusión aérea».

Sábado 5 de marzo de 2011

En los últimos días, la cambiante línea del frente en el conflicto de Libia se ha ido desplazando rápidamente hacia el oeste: de Bengasi, centro de la rebelión, hacia Trípoli, la capital. Desde mediados de esta semana, cuando los variopintos rebeldes de la «Libia Libre» asentados en Bengasi rechazaron un ataque del contingente móvil de las tropas de Muamar el Gadafi contra dos pueblos petroleros –Brega y Ras Lanuf–, que constituyen su flanco occidental, la línea del frente se ha ido acercando a la ciudad costera de Sirte. Sirte marca el punto medio entre Bengasi y Trípoli y, exceptuando la capital, es el último bastión de Gadafi.

Hoy llegué hasta Ras Lanuf, que alberga la mayor refinería de petróleo libio y está situado en una carretera de la costa. Como Brega, otro enclave industrial que visité el miércoles durante la batalla que tuvo lugar allí, Ras Lanuf es un pueblo montado por una compañía, con complejos residenciales que parecen sacados de un mismo molde, con su pista de aterrizaje, su hospital y sus escuelas. Entre ambos no hay casi nada más que desierto, rebaños de dromedarios y el ocasional piquete en la carretera 29 montado por el emergente «ejército» del Este, una colección de civiles, muchos de ellos jóvenes armados de veintitantos años. Casi ninguno es un combatiente con experiencia. Son entusiastas y de gatillo fácil, y disparan muchas veces sus armas al aire; van y vienen a todo motor en camionetas y utilitarios que han arreglado como vehículos artillados al estilo somalí, con armas pesadas y, en algunos casos, cañones antiaéreos saqueados de las armerías militares.

(Una de esas armerías, en Bengasi, fue escenario de una tragedia ayer, cuando rebeldes inexpertos aparentemente causaron una explosión accidental; en la conflagración resultante murieron decenas de personas. Por otra parte, Peter Bouckaert, representante de Human Rights Watch, dijo que encontró en Ajdabiya una reserva de misiles antiaéreos portátiles rusos buscadores de calor sa–7, así como una vasta cantidad de otras armas y municiones almacenadas en depósitos mal custodiados que ahora se hallan en manos rebeldes).

Durante la mayor parte del sábado por la tarde, conduje varias veces entre Brega y Ras Lanuf con un par de acompañantes, buscando algún tipo de orden –o, al menos, a alguien que pudiera explicar lo que ocurría– en la caótica y nueva «línea del frente», sin conseguirlo. Las dificultades en las comunicaciones suponían que sólo podíamos comunicarnos con otros colegas que andaban del mismo modo por el frente mediante mensajes de texto. Los puestos de control rebeldes en los caminos eran ruidosos y peligrosos, y estaban llenos de adrenalina y de combatientes que disparaban sus armas al azar y en todas las direcciones. En uno de ellos, tres hombres se negaron a dejarnos ir hasta que consiguieron transferir con éxito una fotografía de uno de sus móviles a uno de los nuestros, vía Bluetooth; ésta mostraba a un ser humano esparcido en varios pedazos sobre una alfombra. Era como si, al poseer la imagen de esa atrocidad, de algún modo la acreditáramos. En otro, un mayor del ejército vestido de civil que intentaba ejercer algún tipo de autoridad nos dijo que le preocupaba que los combatientes estuvieran yendo más allá de Ras Lanuf: tenía información de 30 que las tropas de Gadafi se estaban reuniendo para lanzar un contraataque; podían volver por un camino del desierto y cortarles el contacto con la retaguardia. Comenzó a ordenar a los hombres que salieran de sus vehículos y, al hacerlo, se generó un clima de urgencia y pánico que produjo un éxodo. Nos unimos a la huida, que, como mucha de la actividad en el frente, conlleva conducir a velocidades peligrosas.

Cuando nos detuvimos en un control, un barbudo comenzó a gritar que, atrás, cerca de Ras Lanuf, los rebeldes habían abatido algunos cazas del gobierno. «Derribaron tres», gritó, exultante. Todos los jóvenes empezaron a cantar triunfalmente y a gritar «¡Allahu akbar!». El barbudo comenzó a forcejear con su ak–47, tratando de hacer un par de disparos de celebración, y casi perdió el control del arma. Afortunadamente, dejó de apretar el gatillo justo cuando otros llegaban para mostrarle qué hacer (dimos un brinco hacia adelante con nuestro vehículo para quedar fuera de su línea de fuego, por las dudas).

Una hora después, a la caída del sol, estábamos de regreso en Ras Lanuf, frente a la refinería. Un combatiente que fumaba un cigarrillo tras otro nos condujo hacia el desierto por un sendero unos cuatrocientos metros, hasta el sitio en que había caído el famoso jet –al final era sólo uno–. Explicó que el avión –supuestamente un mig, aunque algunos dijeron que podría ser un Sukhoi– había estado volando por allí todo el día pero no los había bombardeado; cuando descendió, todos abrieron fuego sobre él. Increíblemente, alguien acertó. El avión cayó, explotó y se rompió en mil pedazos, que quedaron desparramados por el desierto. Los dos pilotos murieron. Uno, dijo el hombre, era sudanés, de acuerdo con el pasaporte encontrado entre los restos; el otro, según sus documentos, era libio.

Vi lo que había quedado de los pilotos. Ambos habían sido decapitados, presumiblemente por la explosión o el impacto, pero sus cuerpos, todavía vestidos con sus monos de vuelo verdes, estaban intactos. La cara de uno de ellos había sido rebanada parcialmente y yacía en el desierto, con la nariz y el labio cubierto por el bigote, como una máscara abandonada.
© Jon Lee Anderson. Traducción: © Gabriel Pasquini | Editorial Sexto Piso · Primera edición: 2015