Musulmanes de Talayuela

por De Lamadrid

Miradas que construyen al otro

En un primer momento llegaron los hombres. Procedían de una zona remota y pobre al noreste de Marruecos, la provincia de Oujda, y vinieron como temporeros de las campañas agrícolas. Poco a poco empezaron a establecerse y con el tiempo, y una vez que se produjeron los primeros asentamientos, se fueron trayendo a sus familias. Fue entonces cuando llegaron las mujeres.

Me contaron que los primeros que vinieron se adaptaron muy bien a Talayuela. Eran temporeros que permanecían 4 ó 5 meses y luego regresaban a su país. La población no experimentó sensación de invasión, ese sentimiento que percibe a la nueva cultura como un peligro que puede cambiar sus ritmos, sus paisajes y sus costumbres. Más bien al contrario, esa inmigración venía a dar un beneficio no a poner trabas, así que era bueno, sólo estaban unos meses y luego se iban.

Me contaron también que al convertirse en comunidad, al aumentar su número y establecerse de manera permanente, se fueron encerrando y de alguna manera de exteriorizó y reforzó su carácter más tradicional. Es fácil de explicar no sólo por su origen rural y el bajo nivel de estudios que tenían sino también por esa otra lógica de identificación intergrupal extrema que se articula como mecanismo de defensa y refuerzo de identidades culturales y que en algunas minorías migradas forma parte de cierta estrategia política. Pero este no es el caso en Talayuela.

Poco a poco las cosas siguieron evolucionando. Algunos hombres empezaron a viajar a otras provincias. Así funcionan las campañas agrícolas. Las mujeres volvieron a quedarse solas y por necesidad empezaron a abrirse al mundo extramuros y a salir de casa, a asistir a las reuniones del colegio, a ir solas al centro de salud, a gestionar papeles. El paisaje iba cambiando. Ya no sólo era posible ver hombres en la calle; grupos de mujeres ataviadas con sus ropas diferentes y mostrando sus rasgos también distintos, completaban el fotograma de la inmigración. Así me lo contaron las trabajadoras sociales, los médicos, las maestras y maestros y algunas mujeres marroquíes.

Y muchos otros cambios se han ido produciendo lentamente. Adolescentes y jóvenes experimentan la tensión derivada de la confluencia de discursos contradictorios pero simultáneos: el privado, representado por la familia con su carácter tradicional y el público – el de la calle, el instituto – más abierto y moderno. Es como si tuvieran una doble vida aunque en realidad lo que viven son dos contextos en ocasiones difíciles de conciliar.

Nuestra manera de mirar les explica, les homogeneiza y les reduce a una misma y única manera de ser y estar y niega la diferencia existente entre los otros diferentes a nosotros, como si sólo hubiera una única forma de ser mujer musulmana o una única posibilidad de ser inmigrante marroquí. Son nuestros ojos y su mirada los que construyen al otro diferente y extraño. Atribuimos a los individuos concretos las supuestas características de su cultura. Son discursos que reproducen miradas de miedo y desconfianza, que islamizan al inmigrante, pues cualquier cuestión relativa a ellos sólo parece explicarse y entenderse por su adscripción religiosa.

De eso saben mucho sus mujeres, especialmente islamizadas, puesto que el velo, el sistema de herencia o la mal llamada poligamia – es poliginia – parecen encontrar su razón de ser en el islam. Como si sólo hubiera un único modelo de sociedad en todo el islam y por lo tanto un solo modelo de relaciones entre hombres y mujeres. Reducimos todo al elemento religioso desconociendo que el islam, como el cristianismo, también tiene variedad de escuelas teológicas. El islam como estructura totalizadora y totalizante.

Junto al burka también encontramos mujeres que sonríen y conversan animadas en la calle, ajenas al siniestro faldón que oculta su tristeza y exclusión; otras que asisten a clase interesadas por el mundo que se abre ante ellas, despertando al saber. Incluso las hay que recortan su falda un sábado noche ante la mirada algo atónita de sus hermanos menores. Mujeres que quizá ilusionadas, disfrutan por primera vez de una feria y observan con curiosidad y desconfianza esos coches que chocan rodeados de luces de colores y sonidos estridentes, bocinas que retumban en sus oídos mientras los olores dulzones del algodón y la almendra contribuyen a embriagar sus sentidos.

En estas nuevas realidades, hombres y mujeres marroquíes también sonríen y conversan pausadamente en una improvisada mezquita; esperan con ansiedad noticias de los que se quedaron, preguntan por los que vendrán, cuándo y cómo. Y ha mujeres ancianas que enferman de soledad y recuerdos. Me hablaron de ellas como de “flores que poco a poco empiezan a secarse” cuando día tras día esperan en una casa extraña, lejana y ajena el regreso de sus hijos del trabajo, añorando su mezquita, las reuniones de amigas, la tienda de su país, pensando en que quizá nunca regresen a Itaca.

[Beatriz Muñoz González]

Todas las fotos se han tomado en Talayuela, provincia de Cáceres, en Extremadura, en 2007, en la comunidad de marroquíes inmigrantes. El trabajo forma parte de la trilogía Las tres caras de la hoja, compuesto, además por Sinagogas con minaretes (Marruecos) y Mil caras de cristianos (Turquía).