Artes

Dimitris Angelís

M'Sur
M'Sur
· 7 minutos

En ocasiones ve santos

Dimitris Angelís | © Facebook del poeta

Dicen que estudió teología, y debe de ser verdad, porque ahí van algunos santos marcándose un paso de baile entre los versos de sus poemas, cuando uno menos se lo espera, a veces alguien escribe el libro de Job, o hace un cameo Dios en person o el cantar de los cantares. En todo caso, la poesía de Dimitris Angelis (Atenas, 1973) debe de ser el resultado más fascinante que haya salido de un aula de teología, desde que Durero grabó el apocalipsis. Quién si no sería capaz de meter a vivir juntos en una ciudad, “suspendida con cuerdas por encima de la nuestra”, y donde los árboles frutales son las humaredas de nuestras chimeneas, a la familia Cascabel, al recolector de cuervos, al embalsamador de Lenin, a Juan Evangelista, a San Pasternak con su poema prohibido Hamlet, y al hospitalario San Sansón, que se come las uñas. Cito literalmente. Ya me dirán.

También dicen, pero eso es de menor calado, que Dimitris Angelís ha dirigido la revista literaria Nea Efthini de 2010 a 2013, y que ahora se ha pasado a coordinador de la revista Frear (Pozo). Que entre sus poemarios se cuentan Filomila (1998), Una muerte más (2000), Aguas míticas (2003) y Confirmando la noche (2011). Que ha publicado el libro de relatos Último verano (2002) y ensayos varios sobre literatura, si bien en castellano solo está por ahora el poemario Aniversario (Valparaíso Ed. 2014, premiado en Grecia con el Porfyras en 2008).

Dicen, además, que Angelís es doctor en Filosofía, pero a mí me parece más importante que haya sabido retratar Atenas como “una niña con las rodillas desolladas que de noche quema contenedores”. Ahí lo tienen.

[Ilya U. Topper]

Cuatro poemas

 

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Esperanza

 

Toda la noche en tu azulada alcoba, buscando

un pretexto en los libros empolvados para que me traigas

un vaso de agua,

en miles de frases los improvisados crepúsculos, ramas que

reúnen tu última tristeza,

nubes de telarañas y un perro que sacude

el mar de su pelaje, más allá no miré

sin embargo, se encontraba allí

tumbado esta noche en la orilla del río un hombre

las raíces de una planta marchita que con palabras cifradas

recoge en pedazos el viento –llegan días,

dijo, que no puedes ya vivir

susurran sobre ti las voces lejanas, en tus ojos navegan

aguas que queman, tú

lees ahora las marcas en las paredes, alguien escribió:

María, te quiero; otro a su equipo de fútbol, otro

un insulto

un cuarto grabó en la raíz de su corazón un grito

-¡socorro!-; llegan días

en que aprietas los puños porque sientes más profunda

la cuchillada del tiempo y pides:

ven, barco borracho, a mis letras condimentadas

y hazte

consuelo en mi primera herida

libérate, voz, no balbucees más en los bosques;

pero tú,

estabas allí, tumbada

al lado del agua con una nube y veías

las luces eléctricas de la calle, autobuses pasando, las

bicicletas

y estaba el hermano en su chatarrería, la madre hacía años

oculta en la tierra

ligera de la memoria, esta noche

-¿Oyes?

un monje joven está jugando con las campanas

del mundo de arriba, rociando

al mundo bendiciones, en lo alto

la primera estrella sangra y yo sé, Filomila

que sangras también tú, tumbada en la orilla del río,

Filomila mía

llegan días.

[De Filomila (1998)]

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Pequeños lugares del amor y el otoño III

 

Recuerdos de vida blanca que mantuvieron mis casas,

sentido

de piedra en mi corazón.

Arcos húmedos y oscuros como dedos del verano,

obstáculos

en el agujero de la necesidad, allí quisimos

buscando el consuelo de la noche, como sedientos,

días secos, labios macilentos y cada vez más mermados

los atardeceres por hendiduras de cipreses,

risas y lágrimas, una misma cosa para el animal salvaje dentro de su

guarida

allí quisimos

la debilidad del alma, los frondosos follajes de la pena,

la sangre del cielo, dos neonatos

desnudos; tú tumbada sostenías en alto la nube

que te cubría y me cubría,

allí quisimos

las horas del mediodía, el paso

de los caballos sobre nuestras sábanas,

los abrigos de los transeúntes y los cabellos de una mujer

sacada del sueño,

allí quisimos

tras los postigos cerrados la segura desde el principio,

pero tan imprevista separación,

el temblor de los labios, las trompetas de la muerte,

los esqueletos;

la vanidad

 

ésta, esto quisimos.

 [De Filomila (1998)]

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El despojo de Héctor

«Hermoso es el triunfo, pero cuánto durará»
D. P. Papaditsas, Desde el fondo del mar

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Toda la angustia en las almenas por ti y brillaba

sobre los escudos resplandecientes tu crepúsculo.

¿Qué de heroico ocultaba tu nombre

mientras arrastraba tras la cuadriga tu cuerpo por los helechos?

¿Qué apellido ensangrentado balbuceaban todo el tiempo

tus labios?

¿Y a qué enemigo querías en secreto

y ocultabas en la sala más oscura del palacio su cuerpo

embalsamado hacía años – a ti mismo?

Todas las súplicas en las almenas por ti, tu sangre

uniendo en círculo los castillos.

¿Por qué me miras ahora con ojos perdidos? Yo también

soy tristeza. Mira mejor en los postes de telégrafos

que se pierden tras las colinas

la promesa de la vida monótona y estable que

no alcanzaste

aquel guijarro luminoso en las hojas de la parra

al que llaman luna

la mesa puesta en el patio, la insistente cigarra

en mitad de la noche –vete, por Dios

cierra, por fin, los ojos. Duerme.

Deja que ahora levante orgulloso en alto el estandarte,

que parezca que celebro.

Y te lo juro por la vanidad de los alaridos que me

contestan frenéticos:

En pocos días estaré de nuevo a tu lado,

nombre humillado junto con los demás en el polvo

que corresponde por igual a todos.

[De Aguas míticas (2003)]

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Acto de fe

«Oración; y espanto,
trombos de sangre».

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La voz de mi monarca es misericordia, su recuerdo

un arca espaciosa

y su deseo una rama de árbol centenario para el denso

cabello de Absalón y una flecha

muy puntiaguda y amorosa para el martirio del indulgente

Sebastián-.

Mi hogar lo cimenté sobre su piedra y a mi entrega la llamé

brusquedad;

Su desprecio, mi condena y soledad.

Soberano y legislador mío, te ruego postrado

que barras con tu espada llameante mis siete vidas,

que me sea permitido morir.

Porque si ahora me liberas,

Si rompes las cadenas de mi parentesco con la tierra

y con las piedras,

no soportaré la sorpresa de tu amor, la invalidación

de tantas promesas tuyas

la llamaré injusticia y saldré con la multitud a la calle

a manifestar mis objeciones

con vandalismos en tiendas e incendios, así como

corresponde.

La ternura de mi monarca es un granero en julio y, en una

arboleda en mitad del invierno, calor

de aposento conocido.

Reposa su fuerza en el sábado de las almas, su reclama

en mi fiebre

y su retraimiento en las veinticuatro letras que

con insoportable dolor me ha regalado.

Se estremece ahora, como si se hubiera herido. Misericordioso

corazón,

no tardes.

[De Aguas míticas (2003)]

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© Dimitris Angelís ·  Selección y traducción del griego: Virginia López Recio.  Primero publicado en Caleta (Dic 2015)