Opinión

Los hermanos siameses

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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Después de comentar la mayoría de los episodios de Los capitanes, la serie de televisión de Raviv Druckner sobre los primeros ministros israelíes, esta semana voy a hablar de un primer ministro cuyo episodio aún no he comentado: Yitzhak Rabin.

Empecemos por el principio: Rabin siempre me cayó bien.

Era un hombre de los que a mí me gustan: honesto, lógico, franco, conciso.

Nada de palabrería, nada de cháchara. Entrabas en su despacho, te servía un whisky solo (yo creo que odiaba el agua), te sentabas y te hacía una pregunta que te conminaba a ir directamente al grano.

Comparado con otros políticos resultaba de lo más refrescante. Y es que Rabin no era un político auténtico. Era un militar de cabo a rabo. También fue el hombre que pudo haber cambiado el futuro de Israel.

Por eso lo asesinaron.

El hecho más destacado de su vida es que a los setenta años cambió por completo de actitud.
No era un hombre de paz nato. Ni mucho menos.

Era un sionista ortodoxo de pies a cabeza. Luchó en todas las guerras de Israel, justificadas o no, sin hacer preguntas. Algunos de sus actos fueron brutales, otros muy brutales. En la primera Intifada en la Franja de Gaza dijo: “Partidles los huesos”, y algunos de sus soldados se lo tomaron en sentido literal.

Rabin era un sionista ortodoxo de pies a cabeza. Luchó en todas las guerras de Israel, justificadas o no

¿Cómo llegó un hombre así a reconocer al pueblo palestino, cuya misma identidad se negaba, negociar con los líderes palestinos “terroristas” y firmar los Acuerdos de Oslo?

Yo tengo la suerte singular de ser quizás la única persona del mundo que ha oído de boca de los dos principales protagonistas del drama de Oslo la historia de cómo llegaron a aquel momento crucial de sus vidas y de las vidas de sus respectivas naciones. Me lo contaron ellos mismos (en diferentes ocasiones, por supuesto).

Rabin lo contaba más o menos así: Tras la guerra de 1967, yo defendía la Opción Jordana, como casi todo el mundo. Dado que por entonces nadie creía que fuéramos a quedarnos con los territorios ocupados, queríamos devolvérselos al rey Husein de Jordania a cambio de Jerusalén Este.

Un día, el rey anunció que se desentendía de Cisjordania. Fue el fin de la Opción Jordana. Uno de nuestros expertos defendía la creación de lo que dio en llamarse “Ligas de los Pueblos” en Cisjordania para tener un interlocutor con el que negociar. Sin embargo, las ligas se vinieron abajo muy pronto.

«Ahora tenemos que llamar a Túnez para pedirle instrucciones a Yaser Arafat»

En 1993 se convocó la Conferencia de Madrid. Dado que Israel se negaba a reconocer Palestina, los representantes palestinos se integraron en la delegación jordana. Cuando llegó el turno de discutir la cuestión palestina, los jordanos se retiraron de la mesa de negociaciones y abandonaron la sala, dejando así a los israelíes cara a cara con los palestinos.

Todas las tardes los palestinos decían: Ahora tenemos que llamar a Túnez para pedirle instrucciones a Yaser Arafat. Era ridículo. Por eso, cuando me convertí en primer ministro decidí que lo mejor era hablar directamente con Arafat.

La historia según Arafat era parecida: Comenzamos la lucha armada. No vencimos a Israel.

Entonces conseguimos que los ejércitos árabes los atacaran. Al principio de la Guerra de Yom Kippur, los árabes lograron algunas brillantes victorias, pero al final acabaron perdiendo la guerra. Me di cuenta de que era imposible vencer a Israel, así que decidí firmar la paz.

En el episodio acerca de Rabin, Druckner traza una imagen que no me parece correcta.

Según Druckner, Rabin era una persona débil a la que Shimon Peres, por entonces ministro de Asuntos Exteriores, tuvo prácticamente que arrastrar a Oslo. Como testigo de todo el asunto, doy fe de que eso es erróneo.

“¿No tienes ya bastantes problemas como para ponerte a hablar en público con Uri Avnery?”

Rabin y yo nos conocimos en una piscina. Yo estaba charlando con Ezer Weizman, el comandante de las Fuerzas Aéreas que había incurrido en las iras de Ben Gurion a causa de su hiriente sentido del humor. Rabin apareció en bañador. Me ignoró y le espetó directamente a Weizman: “¿No tienes ya bastantes problemas como para ponerte a hablar en público con Uri Avnery?”

La siguiente vez que nos encontramos fue en 1969, cuando él era embajador en Washington. Tuvimos una larga conversación durante la cual yo sostuve que la única manera de asegurar el futuro de Israel era firmar la paz con los palestinos bajo el liderazgo de Arafat. Rabin estaba completamente en contra.

A partir de entonces nos vimos muchas veces. Una amiga mía, la escultora Ilana Goor, estaba obsesionada con la idea de conseguir que nos reuniéramos a hablar. Organizaba frecuentes fiestas en su estudio de Jaffa cuyo verdadero objetivo era que coincidiéramos. Normalmente nos encontrábamos donde las bebidas y cuando todo el mundo se había marchado nos sentábamos a charlar. A menudo también participaba Ariel Sharon. ¿De qué hablábamos? De la cuestión palestina, por supuesto.

Cuando comencé mis conversaciones secretas con los delegados de Arafat, primero con Said Hamami y más tarde con Issam Sartawi, fui a ver a Rabin, que ya era primer ministro, y se lo conté. Me dio una de sus típicas respuestas: “No estoy de acuerdo, pero no te voy a prohibir que te reúnas con ellos. Y si te enteras de algo que consideres que el primer ministro de Israel deba saber, mi puerta está abierta”.

Después de aquello le llevé varios mensajes de parte de Arafat. Los ignoró todos. Se trataba de iniciativas menores, pero Rabin decía: “Si empezamos a andar por ese camino, terminaremos con un Estado palestino, y yo no quiero eso”.

El error histórico de Rabin era no seguir hasta conseguir la paz después del éxito de Oslo

Evidentemente, Arafat quería abrir una línea de comunicación con Rabin. Creo que ese era su objetivo principal cuando me recibió en el Beirut Oeste sitiado por el ejército israelí. Yo fui el primer el primer israelí con el que se reunió.

Me gustaría poder decir que creo de todo corazón que fui yo quien convenció a Rabin de que cambiara de actitud y negociara un acuerdo con los palestinos, pero en realidad no lo creo. A Rabin lo convenció Rabin, la lógica de Rabin.

El error histórico de Rabin consistió en no seguir adelante hasta conseguir la paz después del éxito de Oslo. Fue demasiado lento, demasiado cauto. A menudo lo comparo con un general que ha roto el frente enemigo y en lugar de concentrar todas sus fuerzas en ese punto, vacila y se detiene. Eso le costó la vida.

Se trataba además de un error recurrente. En vísperas de la Guerra de los Seis Días, cuando era jefe del Estado Mayor, la larga espera, o quizá el hecho de ser un fumador compulsivo, le provocó una crisis nerviosa durante la cual su segundo, Ezer Weizman, tomó el mando.

Todo ello no le impidió alzarse con una victoria histórica con el mejor estado mayor que el ejército israelí haya tenido nunca. El mismo Rabin lo había reunido pacientemente para cuando llegara el momento.

Peres y Rabin eran enemigos acérrimos, pero no podían deshacerse el uno del otro

Años más tarde, cuando Rabin fue elegido primer ministro, Ezer Weizman declaró públicamente que no estaba a la altura del cargo. En una memorable escena, Ariel Sharon se metió en una cabina de teléfonos con un puñado de monedas en la mano y llamó a todos y cada uno de los editores de los periódicos del país para asegurarles que Rabin era el idóneo para el cargo.

Creo que, lento como era, Rabin habría terminado por firmar la paz con el pueblo palestino y habría contribuido al establecimiento de un estado palestino. Su inicial desprecio por Arafat dio paso al respeto mutuo. Arafat llegó a visitarlo en secreto en su propia casa.

El tema principal del documental de Druckner es la tremenda antipatía entre Peres y Rabin. Eran enemigos acérrimos, pero no podían deshacerse el uno del otro. Para mí eran como dos hermanos siameses que se odiasen.

Fue así desde el principio. Rabin abandonó sus estudios universitarios en agricultura para unirse al Palmach, el brazo armado de nuestra organización clandestina. Cuando estalló la guerra del 48 se convirtió en jefe de operaciones.

Peres nunca sirvió en el ejército. Ben Gurion lo envió al extranjero a comprar armas. Sin duda, era una tarea importante, pero podía haberla llevado a cabo un hombre de sesenta años. Peres tenía veinticuatro, dos semanas más que yo.

Quien tomó la decisión y asumió la responsabilidad de Oslo fue Rabin, y por eso lo asesinaron

Eso le granjeó el odio de toda mi generación. El estigma lo acompañó siempre. Es una de las razones por las que nunca ganó unas elecciones. Sin embargo, era un maestro en el arte de la intriga. Rabin, que tenía una lengua muy afilada, lo llamaba “el intrigador incansable”.
Al final, la manzana de la discordia fueron los acuerdos de Oslo. Peres, ministro de Exteriores, trató de atribuirse todo el mérito.

Un día me sucedió algo insólito. Recibí una llamada de teléfono. Peres quería verme. Era raro, pues éramos enemigos declarados. Cuando llegué, me soltó una conferencia de una hora acerca de la importancia de alcanzar la paz con los palestinos. La situación era completamente surrealista, pues esa ha sido la tarea de mi vida y él siempre había estado abiertamente en contra. Mientras lo escuchaba me preguntaba de qué iba aquel asunto.

Cuando los Acuerdos de Oslo se hicieron públicos poco después, lo comprendí. Era parte de la estrategia de Peres para atribuirse todo el mérito.

Sin embargo, quien tomó la decisión y asumió la responsabilidad fue Rabin, el primer ministro. Y por eso lo asesinaron.

Último acto: el asesino, pistola en mano al pie de la escalera espera a que Rabin salga. Sin embargo, Peres sale primero.

El insulto final: El asesino lo deja pasar tranquilamente.

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© Uri Avnery  | Publicado en Gush Shalom | 16 Junio 2017 | Traducción del inglés: Jacinto Pariente

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