Opinión

En ausencia de ti

Nuria Tesón
Nuria Tesón
· 18 minutos

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Hace unos días alguien me dijo que escribimos mejor cuando escribimos desde el corazón y que quizá por eso nuestras voces sonaban parecidas. En ese momento me pareció hermosa la aseveración. También que pensara, él, a quien amo y admiro, que las nuestras son voces que riman. Que conjugan verbo, sujeto y predicado respirando al compás como cuando hacemos el amor y las manos y las lenguas van justo donde tienen que ir, y perdemos el resuello y nos ahogamos y, de pronto, inspiramos el aliento que el otro exhala al respirar en nuestra boca, los ojos cerrados, o quizá fijos pupila en pupila, y es como si nos salvara la vida… como si llevara oxígeno a nuestros pulmones y el corazón lo bombeara a todo el cuerpo. Has muerto un segundo. Y ahora estás viva. Vivo.

Es esperanzador (sentir) saber de una voz capaz de evocar la del otro cuando las palabras faltan. A mí me han faltado las últimas semanas. Soy incapaz de oír mi propia voz en mi cabeza. Mi corazón está tan inundado, tan sobrepasado… Los sonidos que me rodean me son ajenos; las palabras de los que me rodean me son ajenas; la música que me rodea, los olores, los colores, el cielo, las nubes, los pájaros, la lluvia… me son ajenos. Toda la jodida realidad que me rodea me es ajena. No es la primera vez y siempre me ha gustado esa sensación, la de la viajera, pero quizá ahora, forzada a regresar a España, es cuando descubro con mayor claridad que los lugares comunes ya no lo son tanto.

Estamos demasiado ocupados en capear el temporal como para adivinar cómo saldremos de esta

Escribir es un acto físico tanto como lo es mental. Emocional tanto como racional. El corazón y las tripas, para que algo llegue y golpee y revuelva, y remueva, y provoque e incite, y enfade y haga reír y llorar, deben tomar parte en el asunto tanto como nuestra mente. Amamos lo que pensamos. Lo que pensamos es lo que sentimos. Son frases que leí en algún sitio, que alguien me dijo, que fueron motivos de discusión en el pasado. Cargadas de razón, creo. Pero en estos tiempos sorprendentes, terribles que vivimos, qué parte ocupa la razón y cuál el sentimiento. Qué será más necesario para afrontar lo que viene. Ahora estamos demasiado ocupados en capear el temporal como para adivinar cómo saldremos de esta y cómo construiremos una nueva realidad con los restos del naufragio… ¿Con qué herramientas gastadas?

Si sólo pudieras…
“…ver cómo se rompe todo lo que has creado en tu vida,
y agacharte para reconstruirlo con herramientas gastadas”.

Nos hará falta. La poesía tanto como la ingeniería. Desde este rincón de Madrid en el que me aíslo, siento como un regalo muchas de las cosas negativas que ocurren a mi alrededor. Otra voz que admiro, la de Pedro Almodóvar, ponía sobre el papel hace unos días lo que pienso (siento): “He dejado de mirar el reloj”, “He dejado de tener prisa”, “Disfruto de más tiempo de luz”. Y, como un aldabonazo: “Nunca me ha invadido menos la ansiedad que ahora mismo”.

Siempre he admirado en él la capacidad de convertir lo surreal en cotidiano y lo cotidiano en extraordinario. Estas semanas de confinamiento, en El Cairo primero y ahora en Madrid, he revisitado varias de sus películas. He reído y me he emocionado. Es fácil abandonarse a un sentimiento ajeno. Zambullirse en un episodio de una serie de animación o en el guión bien hilado de una película. Enajenar emociones.

En mi vida profesional, que es inseparable de la personal, porque el periodismo no es una carrera sino un modo de entender el mundo y narrarlo, quizá en un intento de, (¿ahora me doy cuenta? No), dar mi voz a otros, o mejor prestársela, para que las suyas se amplifiquen, resuenen y golpeen. Un intento de articular y expandir y difundir. Pues bien, en esa forma de vida que elegí y que elegiría mil veces y que ahora está en suspenso, he tenido el privilegio y la desgracia de presenciar miserias y bondades, lo mejor y lo peor del ser humano, la muerte, la destrucción y la nobleza y el heroísmo. Me jode que se hable de guerra estos días pero supongo que por primera vez en la vida de muchos el miedo a perder a los seres queridos, la impotencia de que haya poco (quédense en casa, lávense las manos) o nada que puedan hacer para salvarles es desgarradora.

Cristina Sánchez, otra periodista a la que admiro, un ser humano con la altura moral y profesional necesaria para jugársela y no darse importancia, escribía desde Jerusalén, donde es corresponsal de Radio Nacional de España, otro texto maravilloso que aún resuena en mi cabeza. Los altibajos emocionales, la preocupación por los seres queridos, la ansiedad, la risa, los sentimientos al límite. Léanla.

No tengo que pelear por colar una pieza, corregir a un editor que se inventa un dato

Si les cuesta ver hacia donde voy con todo esto no se preocupen, estamos todos en el mismo barco. Es difícil marcar rumbo. Como el resto, yo también voy un poco a la deriva. Doy vueltas y les hablo de escribir (un sorbo al café que se enfría), de las voces que me inspiran (la de la vecina de arriba, aguda, me taladra y me distrae. Al menos ya no llora, pobre: ha perdido a sus padres en el intervalo de dos semanas), quizá para evitar volver al sentimiento que necesito explorar para hablarles de lo que ocurre. De mi realidad aquí. De las presencias y de las ausencias. Extranjera, intrusa, observadora distante de lo que pasa (o no) al otro lado del cristal; más allá de la barandilla de la terraza, entre los muros de ladrillo próximos donde las cortinas se dejan abiertas casi día y noche; donde alguien corre sin moverse del sitio mientras habla por teléfono, donde una pareja restriega las ventanas y otra fuma un cigarrillo despacio; donde alguien retira una bandera de España que colgó hace unos días y otro alguien pega un dibujo con un arcoíris mientras unos metros más allá queda al descubierto un telescopio magnífico que hasta hoy permanecía oculto bajo una tela. Mi realidad ajena. Con esa ambivalencia polisémica que pueden entender en ajena. La que no me pertenece, porque la hurto desde mi atalaya. La que no reconozco por aquello que les decía casi al arranque de este monólogo (¿hay alguien ahí?), olores, colores, sabores, sonidos, pájaros, voces.. desconocidos, no son los míos ya. En mi huida (así me sentía al dejar Egipto), en la maleta, como cuando pongo rumbo a uno de esos lugares jodidos del mundo, donde a veces se mata y se muere, metí algunas de las cosas que me hacen sentir en casa: mi té verde, una tetera, un libro de Dostoyevski y dos de Tolstoi, una camiseta de Volvo, un paño de ganchillo, los pendientes de mi madre. La guitarra. El ordenador. Un cuaderno con mi nombre en árabe en letras doradas. El impulso de escribir.

Escribimos porque lo necesitamos. Es como respirar. Hemingway decía que no había nada excepcional sobre escribir: “Todo lo que tienes que hacer es sentarte frente a una máquina de escribir… y sangrar”. Tenía razón el cabronazo. Como una herida abierta, ahora que al fin he conseguido sentarme no puedo parar. Sangro. Me aterra no ser capaz de enfrentarme de nuevo a este folio en blanco. Este acto físico, mental, emocional de escribir es también una tabla de salvación. Deseo que ustedes tengan las suyas estos días: leer, soñar, ver la tele, disfrutar de juegos de mesa o de una buena conversación, o de sexo por teléfono o vídeo conferencia (no olviden que sus comunicaciones sean encriptadas de extremo a extremo). Disfruten sin la ansiedad que da pensar en mañana.

Un ejercicio que practico mucho estos días es ser indulgente. Planes y sueños han quedado en suspenso y no me causan la menor ansiedad, para mi sorpresa. El 17 de abril (igual que la añorada Chavela) cumplo cuarenta, y un proyecto periodístico apasionante me iba a permitir celebrarlo en Costa Rica. No importa. Me iba a regalar una clásica de Conde: con su media luna, las clavijas negras… La economía que se avecina no me lo permitirá en mucho tiempo. No importa. No tengo que pelear por colar una pieza, corregir a un editor que se inventa un dato y lo planta en un subtítulo de una pieza que lleva mi firma (el ego del escritor, el rigor del periodista… disculpen). No he de cambiar rutas, llevar dos teléfonos, borrar fotos, irme de mi casa por si alguien considera que un tuit o un artículo amenazan la seguridad del Estado, dan una imagen sesgada o contribuyen a difundir las ideas de un grupo terrorista… Si fuera egipcia temería la cárcel, por suerte tengo un pasaporte europeo, aunque quizá otro día les hable de lo que esta pandemia puede hacer con esos derechos y libertades que tomamos por seguros.

Es la primera vez en una década que estaré en España por mi cumpleaños. Lo más cerca que lo pasaré de los míos. Digo cerca porque, estando a escasos 60 kilómetros, no podré abrazarles. Es lo más lejos que jamás me he sentido de ellos. Pero también, emocionalmente, lo más cerca. Les abrazo cada día. Más que nunca. Eso es un regalo. Mi hermano es mi héroe. También mi padre, que se lo guarda todo hermético y me lo dice todo sin hablar con los ojos más verdes que hayan ustedes visto nunca cuando asoma el bigote a las vídeollamadas de mi madre.

Por primera vez el miedo por los míos también se ha hecho tan físico, tan real y tan presente

Vivir lejos me ayuda a tener más experiencia afrontando separaciones y distancias. Mecanismos de defensa como no pensar (¿recuerdan? pensar es sentir) en los que añoro, ayudan a mantener a raya la nostalgia. Las ausencias. Siento que todo el egoísmo de estos años pasados, sin embargo, me ha caído encima de golpe. El egoísmo de crecer lejos saltando entre países y conflictos. Aprendiendo, viviendo y renunciando a mucho, no crean. Siempre soltando lastre. Por primera vez el miedo por los míos también se ha hecho tan físico, tan real y tan presente, que al principio de esta tragedia pensé que no podía respirar. ¿Cómo se han enfrentado a ese terror ellos, que se enteraron por la Cadena SER un 23 de febrero de 2011, durante mi conexión con Angels Barceló, de que estaba en Libia, en plena guerra? Creo que a mi madre, que cumplió 68 años el 5 de abril, le he quitado años de vida por ese egoísmo de ser periodista, y ella y mi padre jamás me han echado en cara sus desvelos. Jamás me han quitado un ápice de seguridad haciendo míos sus miedos. Mi madre que ha sido un bellezón, nunca ha estado más guapa ni más risueña, ni más entregada. Siempre poniendo por delante a los demás, nuestras necesidades, abnegada como sólo puede ser una madre. Saben a qué me refiero. Tanto que mientras me duró el trabajo, que ahora ha cesado por completo, en Egipto, jamás me dijo lo que sufría imaginándome sola, aislada en mi casa de El Cairo durante esta cuarentena. Yo temía por ellos. Aún lo hago.

Ahora pienso mucho (para variar) y hago las paces con esos miedos y con otros. Tengo más paciencia de la que creí tener. Más fuerza. Más valentía. Más ternura. El ser consciente de mis debilidades me da coraje. Gente a la que amo se extingue, otros se definen, en ocasiones para mal. No me perturba. A veces me entristece, pero se me pasa pronto. Tengo otras urgencias. El mundo las tiene. Es como estar sumergida en esas aguas frías de invierno en el Mar Rojo donde me encuentro a mí misma, y, a veces, a un grupo de delfines… : ) permítanme incorporar esa sonrisa gráfica en el lenguaje universal con el que nos comunicamos estos días. La emoción y alegría que me produce ese recuerdo no los quiero desdeñar ahora. Hay que abrazar las emociones. Vivirlas. No tener miedo a ellas. Es el único modo de que no nos desborden. Es el único modo de sobrevivir y de tener esperanza.

Para mí lo de ser voyeur no es nuevo. Hay que serlo para sacar provecho a esta profesión

Debe ser bonito observar desde la orilla como saltan y juegan y sonríen a mi alrededor los delfines. Lo es aún más zambullirse en el agua fría y compartir la experiencia. Más vale tarde. Aunque ser testigo es un privilegio y yo me siento privilegiada una vez más por estar. Presenciar. Contar (es lo que me faltaba). Lo pensaba ayer a las ocho de la tarde cuando los aplausos hacían eco y los vecinos se miraban unos a otros, y se sonreían, ahora ya con luz de día.

Para mí lo de ser voyeur no es nuevo. Hay que serlo un poco (mucho) para sacar provecho a esta profesión. Me siento en La ventana indiscreta a diario, a veces durante horas y observo. El resto del tiempo lo paso intentando mantener a flote con mensajes, vídeos, o canciones, el espíritu de los que quiero. Incluso de aquellos que a veces lo consideran excesivo. Ser mesurados es un aprendizaje. Déjense enseñar.

He recibido algunas malas noticias estos días. Me preocupo, a veces, quizá en exceso. Ser muy consciente a veces es peor. Quizá por eso muchos de los que conozco ya no responden mensajes, o ven las noticias, o hablan sobre el Coronavirus. A veces yo también apago dispositivos, me alejo de las redes sociales, intento leer. Me aíslo tras mi ventana indiscreta. Toco la guitarra. La abrazo y me reconforta. Vibramos en la misma clave. Me da el mismo consuelo, la misma seguridad, me proporciona el mismo alivio que el rumor de ese corazón que bombea oxígeno y me mantiene con vida. Esa voz que suena como la mía sobre el papel; esa mente que siente lo que piensa, que toca las cuerdas y con las puntas de sus dedos, al tocarlas es como si acariciara los surcos de mis venas y sus manos bombearan, y bombearan, y bombearan… ¿lo ven? ¿lo oyen? ¿lo sienten? Cierren los ojos, para acariciar a los que aman no necesitan extender la mano. La piel reacciona al contacto de sus mentes, como un impulso eléctrico. Recuerden… sientan. (“¡Hay que follarse a las mentes!”, decía Eusebio Poncela, Dante, a Juan Diego Botto en Martin Hache).

Son días de cine y son días de Hitchcock también, ahora que se cumplen 40 años de su muerte. Lo escribo y me doy cuenta de que murió el mismo año que a mí “me nacieron en Zamora”. Símbolos. Ahora los veo y me doy cuenta de cómo me reconcilio con esa realidad que tomo prestada estos días. Fue cuando llegaron ellos. Los signos.

En mi balcón con vistas a la plaza de Tahrir caza una pareja de halcones

Primero fue un olor, real o imaginado que me enturbió la mente. Un perfume. Y fue como si pudiera poner mi nariz contra su piel y aspirarlo y hacerlo mío. Después fue un sonido. Un chillido. El de una pareja de halcones a los que identifiqué incluso antes de verlos. A primera hora de la mañana y al caer la tarde. Pensé que era mi memoria cairota que me traicionaba. Somos tan frágiles… En mi balcón con vistas a la plaza de Tahrir caza una pareja de halcones y es ya un juego mirarles acechar a las pobres y tontas palomas, o pelear con los cuervos, mucho más racionales y menos impulsivos. Pendencieros. De repente me sentí en casa.

Después fue una imagen. Una foto de alguien que se acaba de recuperar de esta peste del coronavirus y ha perdido una docena de kilos en el proceso. Ayer un pájaro carpintero se posó en su balcón en el centro de Madrid. Le pareció un milagro. No había dicho nada a sus amigos de su enfermedad hasta estar recuperado. Qué generosidad para evitar angustias. Aunque yo, me disculparán, prefiero afrontar los hechos y me tortura que se me oculte la verdad. No me protejan. Ni se protejan, porque al final va de eso, de no mostrarse vulnerables, porque al reconocer nuestra vulnerabilidad, nuestros miedos, acaso nos sentimos más débiles, menos dueños de nuestro dolor. Hace falta mucha valentía para desnudarse sin caer en el exhibicionismo ni en la autocompasión. Compartan. Si enferman déjense cuidar y querer por los que están cerca y los que están lejos. Cada gesto cuenta. “Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”, decía Blanche-Leigh en Un tranvía llamado deseo (y Marisa Paredes emulándola en Todo sobre mi madre). Estamos en el mismo barco (o en el mismo tranvía), ¿recuerdan?

No soy fan de Ingmar Bergman porque nunca he querido enfrentarme a su cine. Pero un documental ayer, una sola imagen de ese documental sobre él abrió en canal mis recuerdos. Recuerdos de una morgue en tiempos de revolución. Nada escatológico: sólo una sábana blanca sobre un cadáver. Fue un puñetazo en el estómago que me hizo coger el cuaderno y empezar a escribir, vomitar sobre el papel. Entonces reflexioné sobre aquella frase que les confiaba al principio de esta perorata [no crean que he perdido el hilo : ) ] “Escribimos mejor cuando escribimos desde el corazón”. Tenía razón, aunque en este caso, yo lo hiciera también desde las tripas, que es donde, en una pirueta que desdeñará cualquier conocedor de la anatomía humana por razones obvias, yo creo que albergamos el corazón, el alma, los recuerdos…
La memoria de lo que amamos y de lo que nos conmueve se agarra a las tripas y las retuerce, y nos falta la voz, el aliento y hasta el latido.

Ahora, más que nunca, necesitamos abrazarnos y sostenernos como si aún estuviéramos en el útero materno. Como si ese cordón umbilical nos uniera a todos, como si ese ombligo que puede granjearnos acusaciones de narcisismo no fuera sino una ventana: a nosotros mismo y al otro. A ti. No tengas miedo a asomarte. No tengas miedo a abrirla de par en par y orear lo que guardas dentro. No tengas miedo a dejar que otros se asomen.

En ausencia de ti, y es singular mayestático, estás más presente que nunca. Tu aliento resuena más fuerte, tu presencia se siente más cercana, tu voz, la mía, se revela más necesaria y se oye más certera y más clara… Así que hoy escribo, abro la ventana, pero en realidad no es mi voz sino la tuya la que transcribo desde mi corazón, como tantas veces el tuyo ha transcrito lo que guarda el mío.

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