La revolución de los cedros

M'Sur
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· 11 minutos
Manifestantes por la unidad de Líbano en Beirut (Abr 2005) | © Ilya U. Topper
Manifestantes por la unidad de Líbano en Beirut (Abr 2005) | © Ilya U. Topper


Beirut | Abril 2005

“Rafiq Hariri no ha muerto” afirma un graffiti sobre una pared de Beirut. Y parece cierto: la potente bomba que acabó con su vida el 14 de febrero, aparentemente ha convertido en inmortal al ex primer ministro de Líbano. Aunque admirado como reconstructor de Beirut, nunca en vida consiguió suscitar un clamor popular tan unánime, una presencia tan abrumadora en escaparates y fachadas, carteles y pegatinas.

En un país donde los atentados mortales contra políticos son casi una triste tradición, la muerte de Hariri se ha convertido en la causa que aglutina a decenas de movimientos espontáneos y desencadenó la retirada de las tropas de ocupación sirias, instaladas en el país desde 1975. Manifestaciones, acampadas, conciertos, oraciones ecuménicas, incluso – en la mejor tradición fenicia – días de descuentos en los comercios de Beirut componen una oleada popular de indignación y esperanza. Ninguna señal partidista o religiosa diferencia a los participantes: todos se agrupan bajo la bandera nacional, único símbolo capaz de superar las divisiones entre las 18 confesiones consideradas parte de la identidad libanesa: cristianos católicos y ortodoxos, musulmanes suníes, chiíes, drusos…

“No me preguntes mi religión: soy libanesa” afirma un eslogan; otro proclama que “estaremos unidos, jamás nos volverán a dividir”. La autora de estas frases y creadora de la “campaña de los corazones azules” llamada así por la forma de sus pegatinas visibles en toda Beirut, se llama Tala Koujou.

Una líder de catorce años

Tala Koujou tiene 14 años. Junto a sus amigas del colegio encabeza una manifestación de un centenar de adolescentes que marcha desde el hotel Phoenicia, lugar del asesinato de Hariri, hasta la Plaza de los Mártires, desde febrero cita obligada para todas las reivindicaciones políticas. Como colofón, una Tala tímida y deseosa de escurrirse de la atención general, canta una canción de John Lennon, estampa la huella de su mano manchada de pintura sobre un lienzo y afirma que su campaña seguirá. “Hasta que sepamos la verdad sobre el asesinato”.

«Siria ha cometido muchas tropelías, se lleva nuestro dinero. Pero a Hariri lo asesinó Israel”

“La verdad” es la exigencia más repetida. ¿Quién mató a Hariri? A tenor de la opinión de calle, la Comisión de investigación de Naciones Unidas no haría falta: ha sido Siria. “No tengo ninguna duda” afirma Marianne Malhame, una estudiante de enfermería de 23 años. El historial de la ocupación militar tiene suficientes sombras como para endosar un crimen más a los todopoderosos servicios secretos sirios. Isa Nimr, un cocinero en paro, sin embargo, discrepa: “Siria ha cometido muchas tropelías, se ha llevado nuestro dinero. Pero a Hariri lo asesinó Israel”.

Hassan Naboulsi, portavoz del movimiento político y guerrillero Hizbulá, se niega a acusar a unos u otros mientras siga la investigación. “Todo son especulaciones basadas en un análisis político. Aunque sí podemos pensar que quienes colocaron en abril las bombas en los barrios cristianos persiguen el mismo fin que los asesinos de Hariri: desestabilizar Líbano, destruir nuestra economía. Esto beneficia a Israel. Pero no tenemos ninguna evidencia”. Mientras tanto, en varios calles de Beirut, grandes relojes digitales marcan el número de días transcurridos sin que esta muerte haya sido aclarada.

Dos mujeres contra la guerra

En la plaza de los Mártires, un gran escenario espera las estrellas nacionales de la música pop que sumarán sus voces a favor de la verdad y la unidad. Un coro infantil prueba sonido. Antes de iniciarse el concierto, que atraerá a más de cien mil jóvenes y una marea inabarcable de banderas libanesas, Bahia Hariri hace su aparición. Bahia, diputada en el Parlamento, es la hermana de Rafiq Hariri y la promotora del Día de la Unidad Nacional, que se celebra por primera vez este 13 de abril, trigésimo aniversario de la guerra civil.

«Hariri no fue ningún santo, él y su círculo se enriquecieron. Pero basta ya de violencia»

Junto a ella camina Nora Jumblatt, también diputada y esposa del líder del partido socialista, el druso Walid Jumblatt, que se perfila como el político con mayor capacidad de aglutinar los movimientos de oposición a Siria. Las dos mujeres coordinan muchas de las actividades que se desarrollan en los alrededores de la Plaza de los Mártires – hay teatro infantil, talleres de cometas, proyecciones de cine, un baile de derviches, equitación, maratones, baloncesto… – pero al amparo de la idea han surgido decenas de grupos que aportan su grano de arena.

Joseanne Bulos tiene 42 años y participa en un recién formado “grupo de reflexión ciudadana” que coloca velas en la plaza para conmemorar el aniversario del conflicto. “Yo tenía doce años cuando estalló, y lo primero que pensé cuando asesinaron a Hariri es: ¡otra vez no! Si acaban de reconstruir Beirut… Hariri desde luego no fue ningún santo, él y su círculo se enriquecieron. Pero basta ya de violencia”. Sobre su cabeza, un foco proyecta sobre un globo aerostático las cifras de la guerra: 150.000 muertos, 17.500 secuestrados, 2.600 coches bomba… Al fondo, inmensos carteles negros prometen en tres idiomas Nunca más.

Dos galerías de arte ofrecen reflexiones sobre la guerra y la diversidad de Líbano; sobre la fachada de un edificio aún en ruinas, los dibujos de varios humoristas de prensa llaman a la unión entre musulmanes y cristianos. Una carpa acoge una exposición sobre la semana de febrero que vio morir a Hariri y nacer una nueva conciencia popular. En una cercana calle peatonal llena de restaurantes, láminas metálicas en forma de huella marcan los últimos cien pasos que dio Hariri antes de subirse al coche que lo llevó a la muerte.

Los establecimientos ofrecen descuentos: el miedo a un futuro incierto ha interrumpido el flujo del turismo árabe y ha reducido el consumo. “Cuando la gente piensa en la guerra, no compran música” admite Jad Al-Zein, el joven socio de una tienda de discos. “Pero las actividades de esta semana han conseguido crear una conciencia ciudadana de oponerse al espíritu de la guerra”.

En los escaparates brillan los corazones azules de Tala Koujou y en las escalinatas del Museo, las voluntarias del grupo apolítico y aconfesional Sonrisa piden a los transeúntes firmar un mural con una declaración de reconciliación nacional: “Yo, libanés, te pido perdón, seas de la orientación religiosa, política, social o ideológica que seas, por no haberte aceptado en tu diferencia…”

A las siete de la tarde, una delegación de dignatarios de quince de las 18 confesiones reconocidas – excusan su ausencia las minúsculas comunidades ismaelita, alawita y judía – toma asiento, ramas de olivo en las manos, y lee una proclama contra la violencia. Acto seguido, quince jóvenes de ambos sexos, sin ninguna señal religiosa identificativa, juntan otras tantas antorchas para encender una llama común.

Provocaciones sin eco

¿Garantizan todos estos actos que no habrá otra guerra civil? ¿O es posible que los atentados de abril contra barrios cristianos inicien una nueva espiral de venganzas, tal y como ocurrió en 1975? “No. Ahora ya nos conocemos el juego: yo te pego y luego le echo la culpa a otro para que tú le pegues. Los atentados son una provocación. Pero el truco es demasiado viejo. No nos engañarán” dice Yasmin Azar, una mujer de 40 años. Rami Saliba, de 30: “Esta vez aprendimos la lección: somos conscientes de lo que ocurre”. La’ana Salmán, de 17 años y voluntaria del grupo de Joseanne Bulos: “Yo soy libanesa, me siento representado por cualquiera, ya sea musulmán, cristiano, druso… Es imposible que vuelva a haber guerra”.

«La última guerra civil la perdimos todos; nadie quiere repetirla», asegura Hizbulá

La línea verde, la frontera que dividió Beirut en un sector cristiano y otro musulmán durante quince años, está definitivamente erradicada de las mentes. O quizás nunca se instaló en ellas, como recuerda Joseanne: “En ambos sectores convivíamos familias de todas las religiones y durante la guerra no dejábamos de visitarnos. Fueron Francia, Israel, Siria, Inglaterra e Irán quienes armaban a las facciones para usarlas como peones en su juego estratégico”.

También Marianne Malhame descarta la guerra aunque tiene reservas sobre la postura de Hizbulá. Pero Hassan Naboulsi, portavoz de esta milicia chií, la única facción que no entregó las armas tras los acuerdos de paz en 1989, despeja las dudas: “Apoyamos los actos del Día de la Unidad Nacional. La última guerra civil la perdimos todos; nadie quiere repetirla. Hizbulá se fundó como movimiento de resistencia contra la ocupación israelí y sus armas han sido legalizadas por el Parlamento libanés. Si el gobierno cree que debemos entregarlas, sólo tiene que tomar esta decisión. Y como partido, nunca intentaremos imponer nuestra visión del islam a los demás. Sería imposible en un país como Líbano, que sólo se puede gobernar a través de acuerdos. Además, una religión impuesta dejaría de tener sentido”.

Falange cristiana

Menos conciliadores suenan las opiniones de Elías Shueifati, estudiante de ciencias políticas que desde febrero acampa con decenas de compañeros alrededor del monumento de la Plaza de los Mártires bajo el eslogan “Independencia 05”. Elías resalta su identidad cristiana y afirma que sigue habiendo dos visiones de Líbano: “Están los patriotas y los que quieren diluir Líbano en el mundo árabe”. Pero no habrá guerra: “Hizbulá no usará sus armas contra libaneses, las entregará al gobierno, pero tememos su estrategia a largo plazo: un día los cristianos seremos minoría, y si Hizbulá intenta cambiar la imagen de Líbano, siempre estaremos dispuestos a luchar”.

Ni Damasco ni Beirut reconocen la existencia de los más de 300 presos libaneses en cárceles sirias

Casi todos los integrantes del campamento son miembros de la Falange y las Fuerzas Libanesas, dos grupos cristianos protagonistas de la guerra civil, y Elías no confía demasiado en las actividades del día de la Unidad Nacional. “No sé por qué gente como Bahia Hariri apoya nuestras reivindicaciones”. Admite, sin embargo, que la acampada nació como protesta por el asesinato del musulmán Hariri y contra el gobierno encabezado por el cristiano Emile Lahoud. Es evidente que las manifestaciones a favor de la unidad han dejado en minoría a los grupos declaradamente cristianos.

Diferentes son las preocupaciones de Rami Saliba, miembro de la asociación SOLIDE, que defiende los derechos de los presos políticos libaneses en cárceles sirias. Los familiares realizan turnos de huelga de hambre frente a un edificio oficial para reivindicar la liberación de los prisioneros, a menudo condenados en juicios sumarísimos por delitos inexistentes.

Ni Siria ni el gobierno libanés reconocen la existencia de estos presos, y la lista de más de 300 personas está recopilada gracias al testimonio de los familiares que alguna vez han podido visitarlas. Pero Rami cree que la cifra real supera el millar: “Pocos se atreven a dar el nombre de un preso porque temen que Siria les denegará entonces el derecho de visita o incluso encarcelará a otro familiar”.

Los más antiguos llevan treinta años en la cárcel; las detenciones más recientes se produjeron a inicios de 2005. Pero es la primera vez que SOLIDE puede realizar una protesta pública sin miedo a las consecuencias. “Parece que la retirada de Siria supone un verdadero cambio” reconoce Rami. “Pero la libertad de Líbano no será completa si se olvida el destino de estas personas”.

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