Opinión

Essaouira, el Woodstock africano

Ali Amar
Ali Amar
· 7 minutos

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A inicios de los años setenta, junto a Katmandú, la Isla de Wight y Woodstock, Essaouira, la antigua Mogador, había atraído a los fieles del ‘peace and love’ y había albergado una generación de hippies a contracorriente de todo. Era la época de los ‘baba cool’, de melena larga y pantalones de campana, que venían para rasguear sus guitarras en la playa. Éstos últimos habían elegido su lugar en el hueco de las dunas de Diabet, un villorrio de pescadores en la periferia de la ciudad, convertido más tarde en lugar de peregrinaje para nostálgicos del ‘flower power’ y los más curtidos del kitesurf.

Los artistas siempre se han sentido atraídos por este pequeño puerto del sur marroquí, constantemente azotado por los vientos alisios, donde las olas del Atlántico rompen con estruendo contra las rocas, en unos fuegos artificiales de espuma. El nombre de Essaouira viene de Al Souirah, la pequeña fortaleza rodeada por baluartes con almenas, conocida por haber sido el puerto de Tombuctú, el punto de enlace legendario de las caravanas de camellos de Mali. Sus monumentos más emblemáticos, la Puerta de la Marina, construida en 1769 o la Scala del puerto, donde se alinean los cañones españoles, la convierten en un auténtico museo al aire libre.

Esta ciudad fue escenario del ‘Othello’ de Orson Welles y, según la leyenda, inspiró a Jimi Hendrix

La mitología de esta ciudad-fortaleza erigida por los portugueses, que establecieron aquí una oficina comercial en la estela de las caravelas de Vasco de Gama, y rediseñada por el arquitecto francés Théodore Cornut en 1766, fue llevado a la gran pantalla por Orson Welles, que rodó aquí, en 1951, su Othello.

A finales de julio de 1969, el célebre guitarrista Jimi Hendrix hizo aquí escala durante un día y una noche, antes de volar hacia el festival americano de Woodstock. Acababa de vivir momentos difíciles: enredos con la Justicia, peleas intestinas con su grupo Living Theatre. Los trovadores de la ciudad oceánica relatan con mucho romanticismo que Jimi se compró una chilaba, se fumó unos cuantos canutos y se paseaba por la playa. La leyenda asegura que aquí compuso su mítico Castles Made of Sand

Desde su creación en 1998, el Festival Gnaoua de Essaouira, que ofrece la música y el patrimonio gnaua en fusión con el jazz, el blues, el rock, bajo el concepto de músicas del mundo, perpetúa esta tradición de ciudad de confluencias artísticas. Los intercambios artísticos entre Marruecos, el África Negra y Occidente han convertido la música gnaua en internacional, gracias a las influencias exteriores en el Magreb, como las de Bill Laswell, Adam Rudolph y Randy Weston, que incluyen a menudo a músicos gnaua en sus composiciones. Los de Ali Farka Touré, y concretamente la canción ‘Sega’ en el álbum Talking Timbuktu, son un buen ejemplo.

El festival ha visto desfilar a grandes nombres de la música jazz: Pat Metheny, Stefano di Battista, Wayne Shorter Quartet… mostrando así su apertura y su carácter cosmopolita.

Música sincretista

Este año, el festival se ha celebrado del 23 al 26 de junio, y Salif Keita, cantante de Mali, el pianista armenio Tigran y el percusionista turco Trilok Gurtu han maravillado al público, al lado de artistas marroquíes de renombre, como Mahmoud Guinea, Abdelkebir Merchane o Hamid Kasri. Conciertos organizados en lugares de una rara belleza, como la plaza Moulay Hassan o el Bastión de Baba Marrakech, salvado de la ruina gracias al compromiso de los organizadores del festival y los amantes de Essaouira.

Para los puristas, que se agolpan en las zawías, estos lugares de culto donde se invocan las deidades ancestrales, el gran festival es la ocasión de asistir a las ‘lilas’ (noches de cura). Allí, los maâlemin (maestros) auténticos, verdaderos musicoterapéutas, tocan la música mística y sagrada de las hermandades gnaua, cuyos integrantes son en su mayoría descendientes de los los esclavos oriundos de la población de África Negra (Senegal, Mali, Guinea, Ghana etc).

Una música punzante que mezcla vocalizaciones sufíes y cántigos embriagadores inmemoriales, palabras insondables de músicos adivinos, de curanderos, bailarines, acróbatas equilibristas y cuentacuentos tocados de gorros de colores chillones, adornados de caracolas cauri. Una mezcla sincretista del África animista y el Magreb musulmán, al ritmo endiablado del guembri, un laúd-tambor de dos cuerdas, tamborines y crótalos, estas grandes castañuelas de hierro que imitan el sonido estridente de las serpientes crótalo.

Abderhmane “Paco” Kirouche, miembro del grupo mítico y rebelde Nass El Ghiwane, de los años setenta, popularizó este arte en Marruecos y recordó que la música, las letanías y los rituales gnaua comparten origen con el vudú haitiano, la santería cubana y el candomblé brasileño. Estas prácticas de origen yoruba, angoleño o fon han tenido que metamorfosear para sobrevivir, han tenido que adoptar el islam como religión para atravesar las épocas… al igual que aquellas, también difundidas por la trata de esclavos, que han tenido que fundirse con el cristianismo de los conquistadores de América y el Caribe, sin abandonar los cultos y las creencias africanas.

El gnaua comparte origen con el vudú haitiano, la santería cubana y el candomblé brasileño

En 14 años de existencia, el festival de Essaouira ha adquirido una fama enorme, tanto entre la juventud marroquí, que viene en masa desde todo el país (el festival reúne cada año a cerca de 400.000 personas) como entre los fans de la World Music de todo el mundo. Se asocia a menudo a la furia de vivir y las ansias de libertad de una juventud que hoy más que nunca sueña con una ‘movida’ a la marroquí, en estos tiempos de revoluciones árabes.

Un remedio contra los tabúes

El New York Times dedicó en 2010 un texto a este interludio de fiesta durante el que se olvidan las pesadas cargas de la sociedad marroquí, aún sumida en sus tabúes y las prohibiciones políticas y sociales: “Essaouira, el sueño de una noche de verano adonde se va por la música y donde se descubre la magia de todas las bellezas de todos los instantes, sea donde sea que uno se encuentra y a cualquier hora del día y la noche”.

El Festival, creado por dos mujeres valientes, ha devuelto a la ciudad su diversidad

Es un hecho indiscutible: pese a sus imperfecciones y pese a algunos retrasos que han salpicado su trayectoria, el Festival Gnaoua, nacido de la voluntad de dos mujeres valientes, Neïla Tazi y Soundouss El Kasri, y de tantos grandes artistas y colaboradores entregados, apoyados en sus esfuerzos por André Azoulay, hijo de Essaouira y consejero del rey, ha devuelto a la ciudad su identidad de tolerancia y belleza en la diversidad.
Su artesanía de madera de tuya y hierro forjado, sus joyas bereberes, sus pequeños restaurantes que salpican las estrechas callejuelas de su medina, sus cooperativas de alfombras y de aceite de argan, sus riad [patios], que han vuelto a florecer, han terminado por asentar su reputación y su envolvente carisma.

“Boicotead el festival: es la obra de Satanás” habían gritado los islamistas cuando se creó el Festival de Essaouira, que ya parecía hundido a causa de tantos prejuicios morales y a causa de un apoyo político y financiero obtenido ―entonces y hasta hoy― a duras penas.

Sus detractores no han conseguido cortar la ciudad de las gaviotas y los cormoranes de su Historia, la de un Babel africano, bereber, judío, árabe, andaluz, convertido hoy en una caldera de fusión mundial de la cultura.

Traducción del francés: Ilya U. Topper