Reportaje

El divorcio es cosa de hombres… y de rabinos

Carmen Rengel
Carmen Rengel
· 11 minutos
Kinar Spyer, 'agunot' israelí divorciada tras dos años de lucha | © Carmen Rengel/M'Sur
Kinar Spyer, ‘agunot’ israelí divorciada tras dos años de lucha | © Carmen Rengel/M’Sur

14 de enero de 2011. Un artículo del diario Haaretz da la medida del poder logrado por los rabinos. Tres sentencias en Netanya, Haifa y Tel Aviv han afirmado que estos dirigentes espirituales tienen también la última palabra en los divorcios de las parejas casadas por lo civil.

Sostienen como argumento que la ley judía reconoce las uniones no religiosas y que, por tanto, también las máximas autoridades judías tienen derecho a discutir el final de una relación de esta naturaleza. De hecho, no sólo son ellos los que ratifican la bondad de una separación, sino que el último de los fallos, datado en diciembre, sostiene que los rabinos, además, tienen la autoridad para decidir en materia de pensiones alimenticias, custodia de hijos y reparto de bienes.

Aunque formalmente no se haya declarado un “Estado judío”, Israel lo es en la práctica, de ahí que cada unión, por fuerza, deba hacerse por un rito religioso. No hay opción. Por eso la mayoría de parejas, creyentes o no, pasan por la sinagoga. Un par de cientos de jóvenes, sin embargo, para superar esa condición sine qua non, deciden cada año contraer matrimonio por lo civil en Grecia, Chipre o Turquía. De paso, disfrutan allí de su luna de miel. Su unión se considera internacional y se convalida a su regreso.

Con ese truco se sortea al rabino pero ¿qué sucede con los divorcios? Ahí está el mayor problema: no hay juez que valga. La última palabra la tiene el marido, que es quien concede el divorcio. Y el rabino es quien lo ratifica y pone las condiciones.

No hay uniones civiles en Israel: sin el permiso del hombre, no hay divorcio

El caso que ahora podrán dirimir los rabinos hasta la última coma es el divorcio de una pareja casada hace dos años en Chipre. Fue el marido el que recurrió a los rabinos para garantizarse un divorcio beneficioso.

Porque esa es la otra clave indispensable en Israel: una pareja no puede separarse sin el permiso del rabino, pero tampoco si el esposo se niega a firmar los papeles. Estas decisiones afectan ya, en la práctica, a los 10.000 trámites de divorcio que se abren en Israel cada año, frente a 30.000 matrimonios, según la Dirección de Tribunales Rabínicos.

Gila Adahan, abogada de Jerusalén especializada en divorcios, explica que las separaciones se rigen por las leyes del Talmud, de los siglos IV y V. “Sólo el hombre puede conceder el divorcio (una licencia llamada ‘get’) y tiene que entregárselo por escrito personalmente a la mujer”. Esa cláusula da lugar a un fenómeno denominado como “mujeres ancladas” (agunot), que no logran el divorcio si el marido no quiere, si el esposo la abandona sin redactar ese documento o incluso si está físicamente impedido y no puede firmarlo de su puño y letra.

La solución pasa por una larga espera, ya que la media para lograr el divorcio en Israel es de diez años, según las ONG, y de dos, según el Gobierno. Hay chicas que se buscan una solución intermedia: pagan a sus esposos para que las dejen separarse. “No es extraño que renuncien a la vivienda o a la manutención de los hijos por lograrlo. Llegan a una verdadera desesperación”, añade la letrada.

Hay mujeres que renuncian a la casa o la manutención por lograr el divorcio

Lo más común, sin embargo, es que el marido esté desaparecido por una acción de guerra, un desastre natural, un accidente aéreo o el hundimiento de un barco. El Gobierno incluso ha inventado una “carta de despedida” en la que el esposo autoriza a su mujer a casarse, tras darlo por muerto, si no aparece su cadáver tras caer en un conflicto armado.

Dos años de batalla

Kinar Spyer, 31 años, enfermera, residente en el barrio jerosolimitano de Arnona, sabe que la palabra desesperación es un eufemismo. “Hay que sufrirlo para saberlo”. Lleva divorciada tres meses y tras la batalla ha decidido hacer público su caso para ayudar a las ‘agunot’ que vienen detrás.

Ni ella ni su familia ni la de su esposo son judíos practicantes, aunque se casaron por su rito. “Era la tradición”. Sin embargo, tras seis años de unión, la convivencia resultaba “imposible”. “Eso que llaman caracteres incompatibles… Nunca vivimos juntos antes de la boda y quizá eso nos hubiera ahorrado problemas. No lo hicimos, y luego descubrimos que no servíamos para estar juntos”, explica.

Decidieron estar separados unos meses, y en ese tiempo su esposo, ingeniero, tuvo una aventura en un viaje de negocios en Italia. “Me lo confesó y eso fue lo que me decidió. No podíamos seguir casados”. Ella dio el primer paso. No podía alegar ante el rabino más que falta de entendimiento, “pero fue comprensivo y dijo que el judaísmo contempla el divorcio porque sabe que Dios tiene siempre preparado un buen compañero para la vida, que puede estar por llegar”.

Su marido, por el contrario, se negó a firmar los papeles. Decía que estaba seguro de que ella le había sido infiel también, de que lo había engañado “hasta con sus mejores amigos”. Esa furia, basada en una mentira, lo cegó. “Me dijo que prefería verme humillada, incapaz de casarme de nuevo y de ser feliz, antes de darme libertad. Yo sólo le decía que fuera al psiquiatra, que tenía un trauma y se curaría”. No lo hizo.

“¿Es justo que sólo el hombre decida sobre estas uniones? Qué desamparadas nos vemos las mujeres!»

El tira y afloja le ha llevado casi dos años, “y es poco”; el tiempo transcurrido para que él entre en razón, tenga una nueva pareja y quiera casarse nuevamente. “Ha firmado por él, nunca por mí”, susurra Kinar. La suerte, repite, es que no había niños de por medio. “¿Es justo que sólo el hombre decida sobre estas uniones? Qué desamparadas nos vemos las mujeres”, concluye.

Kaveh Shafran, portavoz de la asociación Rabinos por los Derechos Humanos, explica que desde las sinagogas se intenta ayudar en ocasiones a estas mujeres, convenciendo a los esposos para que den su brazo a torcer. Los amenazan con el “repudio” de la comunidad, con impedirles estudiar la Torá, con rebajarlos en el organigrama de la sinagoga y con denunciarlos a las autoridades penales —en 2007, 80 hombres cumplían prisión tras ser señalados por su rabinos, informa Efe—. A veces, hasta pagan un detective privado para dar con el marido huido.

Los rabinos se implican si hay una “causa justificada” para el divorcio, pero ahí está otro de los inconvenientes: la extravagancia de esos criterios. Shafran explica que el Talmud no considera como “causa suficientemente argumentada” la infidelidad, la violencia contra la mujer o la ausencia prolongada del hogar. Por eso si un hombre ataca a puñaladas a su esposa podrá ir a la cárcel, pero si no quiere, no tiene por qué concederle el divorcio. Sí se acepta, por contra, como motivo que el marido tenga mal aliento o no cumpla con sus obligaciones sexuales. “Un hombre puede repudiar a su mujer si no cocina bien, si encuentra a otra que lo satisfaga más o si no tienen hijos”, abunda Shafran.

Condenados a ser bastardos

Hay rabinos que ayudan, sí, pero con un trabajo soterrado. No siempre las mujeres saben dónde acudir. Shafran lo lamenta y como ejemplo de lo que se debería hacer menciona la Organización para la Resolución de las Agunot (Organization for the Resolution of Agunot, ORA), radicada en Estados Unidos, donde se están logrando avances en los hogares y en la calle.

La última victoria la contaba The New York Times: un abogado que trabaja para el Partido Republicano, Aharon Friedman, de 34 años, va a tener que dar el divorcio a su esposa, Tamar Epstein, de 27, después de negarse durante meses. El líder de ORA, el rabino Jeremy Stern, concentró a cientos de manifestantes ante la residencia del matrimonio para pedir “que se cumpla la legislación civil de Estados Unidos que, como estado no confesional, deben prevalecer”. La joven ha quedado liberada y mantiene la custodia de su hija de tres años.El principal motivo de separación eran las palizas que la muchacha recibía con asiduidad.

La ira de los rabinos

Rabino en Hebrón, Palestina | © Ilya U. Topper/M'Sur
Rabino en Hebrón | © I. U. Topper/M’Sur

La ley en Israel no la marcan los jueces, sino los rabinos. Cada día con más intensidad, sin disimulo, la sociedad se ve sometida a la bota del extremismo, incluso en decisiones domésticas, personalísimas.

La palabra de los religiosos es ley, ellos someten a sus juicios el día a día de la sociedad israelí y del Gobierno, que dobla la cerviz para evitar reproches. Y si hay un punto en el que la intromisión de los rabinos provoca fricción es en las relaciones de familia. En Israel no deciden los esposos, decide el rabino.

La sociedad laica israelí está viviendo meses de una tensión desconocida, cansada ya de soportar esas limitaciones. Los casos contradictorios, retorcidos e injustos se suceden y el mensaje cala entre la población, pero no entre el rabinato, que ha fortalecido su poder incluso en los tribunales. La pelea de los laicos, por ahora, está perdida.

El Gobierno es consciente de lo terrible de estas regulaciones religiosas pero, a la vez, temeroso del tirón de orejas de los rabinos. Prefiere alterar la realidad antes que hacer frente a su ira. Y así, en Israel, la ley divina acaba por convertirse en la ley de los hombres, más allá de la ciencia, la modernidad y el sentido común.

El ‘sectarismo’ de estas normas se extiende a los hijos. El diario Jerusalem Post desveló el 17 de noviembre pasado el caso de una mujer, Michal, de 30 años, que ha dado a luz a una hija que el Estado considera ‘bastarda’ (mamzer) pese a tener un padre reconocido. La lay rabínica define como tal a un niño cuyo padre no es el marido de la madre (si está casada).

Todo parte de la Ley de Registro Poblacional (1965), que incluye la ‘cláusula del bastardo’. Ésta explicita que un niño nacido menos de 300 días después de que su madre quede viuda o se divorcie no podrá tener un padre reconocido, ante la “imposibilidad” de decir a ciencia cierta quién ha sido el progenitor real.

Michal se divorció formalmente en septiembre de 2010 y un mes después quedó embarazada de su nueva pareja. La niña nació antes de las 40 semanas habituales de gestación, con 36, y hasta un médico ha afirmado en un informe que debía haber venido al mundo 320 días después del divorcio, pero de nada ha valido. La casilla de “padre” en el registro civil está vacía. Ha vencido la ley judía que impide a la mujer casarse o tener relaciones hasta pasados 90 días “de pureza”.

Un ‘mamzer’, además, no puede casarse más que con otro bastardo, explica la abogada Adahan, con lo que los hijos también pagan por esta ley, que les afectará durante 10 generaciones. Hay unos mil niños en estas condiciones. “Si el ADN aclara perfectamente quién es el padre, esta norma queda más que desfasada”, insiste la letrada.

Pero es precisamente esta prueba del ADN que los tribunales se niegan a ordenar. Desde 1972, el Ministerio de Justicia israelí da directrices para evitar a toda costa clasificar un niño como ‘mamzer’: si existe una remota posibilidad teórica de que el niño pudiera ser del marido oficial —incluso si la mujer lo niega—, ésta posibilidad se da por demostrada, según explica el diario Haaretz.

La Fiscalía bloquea cualquier juicio de paternidad en el que una mujer, no oficial y rabínicamente divorciada, intente demostrar que su padre es otro que el hombre que los rabinos consideran su marido… porque reconocerlo convertiría el hijo automáticamente en ‘bastardo’. “Prima el bienestar del menor”, aseguran las autoridades judiciales… y es mucho menos grave no conocer al padre ni recibir ayuda económica de él. Todo antes que ser un ‘mamzer’… y antes que contradecir las leyes de los rabinos.