Los túneles de Gaza

Carmen Rengel
Carmen Rengel
· 15 minutos
Boca de un túnel en Gaza (2011) |   © Carmen Rengel
Boca de un túnel en Gaza (2011) | © Carmen Rengel

Gaza | Junio 2011 

“Eres más listo que el hambre”, dice el refranero español. Está claro que la necesidad azuza el ingenio. Los ciudadanos de Gaza no son una excepción; el bloqueo israelí por tierra, mar y aire les ha llevado a buscar vueltas y revueltas para saltárselo y han encontrado una solución tan ardua como sencilla: horadar la tierra como los topos para abrir un canal con su país vecino, Egipto. Conectar vecinos con vecinos por debajo de la alambrada que pone fronteras al desierto del Sinaí. Crear túneles por los que mercadear con todo aquello que falta: comida, combustible, material de construcción, coches, maquinaria agrícola…

Ahora que el paso de Rafah está abierto desde el 28 de mayo, que los ciudadanos de Gaza pueden cruzar la aduana libremente para recibir un tratamiento médico, estudiar, visitar a la familia o hacer turismo, el reto está en las mercancías. La junta militar que gobierna Egipto de forma interina aún no ha dado ese paso, el de abrir comercialmente la frontera.

Y va a costar, dicen los expertos: porque profundiza aún más en la ruptura del acuerdo firmado en 2005 entre EE UU, Israel, Egipto y la Unión Europea, que otorgaba la vigilancia del cruce a monitores comunitarios. El fin era asegurar que los terroristas y las armas no alcanzaran la franja de Gaza, tras la retirada israelí de este enclave.

Pese a la apertura del paso de Rafah, la Franja depende de estos túneles para recibir mercancía

Un acuerdo mojado con su apertura unilateral de la aduana; porque es complejo el proceso de seguridad y revisión de las cargas; porque supondría la total dependencia de Gaza respecto de su vecino, en una tierra sometida históricamente por Egipto donde la gente quiere ser (y parecer) palestina, y no súbdita de El Cairo.

Por eso, aún, los túneles tienen tanta fuerza. De ellos dependen en parte los 1,5 millones de ciudadanos de la franja, con sueldos medios de 180 euros, en declive en los últimos años (el valor de los salarios ha bajado casi un 35% desde 2006, cuando comenzó el bloqueo de Israel, afirma la ONU), tasas de pobreza superiores al 50% y uno de los índices de paro más altos del mundo, del 45,2%, con pérdidas de 8.000 puestos de trabajo cada semestre, añade Naciones Unidas.

“La gente tiene que sobrevivir, es nuestro derecho. No nos sentimos culpables sabiendo que los túneles no son una práctica legal. Tampoco los queremos siempre, por supuesto, están causando víctimas constantemente y generan problemas de salud a nuestros vecinos, a los que trabajan en ellos, pero ahora mismo nos hacen falta. Si nuestra tierra logra ser un Estado y recobramos la normalidad y la libertad, acabaremos con ellos. Si Rafah se abre a las mercancías y nos dejan controlar nuestro mar y conectarnos con Israel sin pagar tasas millonarias, seremos los primeros en cerrarlos”, dice Ghazi Hamad, viceministro de Exteriores del Gobierno de Hamás, mientras conversa en el patio de su casa, a pocos kilómetros de la frontera.

Los hombres de Hamás vigilan para que nadie ajeno a los trabajos acceda a los túneles

De armas se niega a hablar, ese “pero” que siempre saca a colación Israel para demonizar los túneles: que traen armas cortas y material explosivo para Hamás y Al Qaeda, que gracias a ese descontrol la población va armada y es peligrosa, que el flujo de armamento es constante y hace de Gaza un polvorín. Hamad no entra al trapo. “Los túneles están porque los necesitamos, para compensar nuestras carencias”. Ni palabra de las armas.

Hamás debe saber bien lo que entra por estas galerías subterráneas, porque son sus hombres, sus policías, los que vigilan que nadie ajeno a los trabajos acceda a la zona. Un control de seguridad (una barrera oxidada y abollada, a veces tirada en el suelo) y un par de agentes o tres (casi nunca uniformados) dan la bienvenida. O sea, la orden de retirada inmediata. Las palabras de un periodista local, avezado e insistente, sirven de “ábrete, sésamo”. Hay paso franco, con acompañante, pero lo hay. También él será el salvoconducto para salir de allí sin pasar antes a declarar por la comisaría.

La polvareda intensa casi no permite mirar alrededor. Cuando la vista se acostumbra aparecen los perfiles: unas bocas abiertas en la tierra, de dunas amarillentas y caliza blanquecina, tapadas por arcos de plástico, como si se tratara de un cultivo de invernadero.

Dicen los policías que nadie sabe cuántos túneles hay en Rafah, pero “seguro que no menos de 400”. Los más importantes son los que no se ven. Por ahí entra lo más caro. “Mira esos bloques, todos con cochera en el primer piso. No guardan coches. Ahí hay más túneles ocultos. Para que nadie vea lo que entra”, explica uno de los agentes, el más risueño, el menos precavido. La mirada de un superior lo hace callar de inmediato.

Tras muchos ruegos, hay permiso para entrar en una galería en construcción. Cuidado, ocho obreros han muerto en el último año trabajando bajo tierra. ¿Hay algún casco, una cuerda, una barandilla de guía? La carcajada de los trabajadores se oye en Jerusalén.

Ocho obreros han muerto en el último año trabajando bajo tierra

La respuesta está unos metros más adelante. No tendrá 18 años, la barba de varios días, el rostro tiznado de tierra. Está cavando a pico y pala, camisa fuera, una kefía tapando rápida la cara al escuchar a los extraños. Está bajo un pequeño arco reforzado de hierros y hormigón, que está soldando a más de 40 grados.

Es el túnel más seguro de la zona, dicen. Se ha mejorado porque hace días murió un compañero haciendo el mismo trabajo que ahora desarrolla este adolescente. El riesgo siempre está ahí, oculto en lo que parece la entrada de una mina. Pero no. Este muchacho no va mirando la veta, la riqueza no está en los escombros que retira. Espera al otro lado, cuando el aire vuelva a acariciarle la cara. Cuando haya completado una arteria vital de comunicación con Egipto.

Él es uno de los cientos que cada día, de sol a sol, agujerean la frontera. Trabaja a unos diez metros de profundidad, porque el túnel “aún es superficial”, dicen los jefes. Tendrá unos tres metros de ancho, ideal para traer electrodomésticos y carretillas con piedras para las obras. Empezaron hace cuatro meses y les quedan al menos otros siete para acabarlo. Los más importantes, que llegan a bajar hasta cien metros, pueden llevar años.

«No hay dinero para comprar. Sólo vienen los ricos de siempre y los cooperantes y periodistas”

Por el momento nadie tiene orden de parar máquinas, de cerrar los túneles, porque nadie tiene esperanzas: ni en una declaración de independencia, ni en la paz con Israel, ni en la flexibilidad del bloqueo. Tampoco en las facilidades que puede traer un gobierno de alianza nacional entre Hamás y Fatah, pese a que las banderas amarillas del partido de Yaser Arafat hayan resurgido ahora en la franja, tras años de acumular humedad en el armario, y luzcan en los balcones. Los obreros trabajan como si no hubiera políticos, ni oportunidad ni mañana.

Precios triplicados

“Es que no la hay”, reconoce Amir, propietario de Metro, un supermercado de Gaza capital. Su negocio está a rebosar, no falta ningún alimento ni productos de limpieza ni golosinas. Hay de todo, lo que no hay es gente que lo compre. “Sólo los ricos de siempre y los cooperantes y los periodistas”, se lamenta. Como ha indicado Cruz Roja en varios informes recientes, no hay crisis de abastecimiento en la franja (un dato al que Israel se agarra constantemente para no levantar el bloqueo), pero sí hay un “grave problema de acceso a los bienes”.

Llegan mercancías desde Israel, pero los ciudadanos tienen que pagar unos impuestos elevados por ellas, que llegan a triplicar los precios de los productos, incluso de los de primera necesidad. Las pocas compañías que deciden introducir en suelo palestino sus bienes lo hacen a cambio de garantizarse la seguridad en la entrega y el pago del desplazamiento (gasolina, pluses para conductores, camiones mayores para dar menos portes, seguros especiales).

Sólo hay un paso abierto realmente comercial, el de Sufa. El de Nahal Oz se destina a combustible, el de Kerem Shalom a ayuda humanitaria y el de Erez, a personas. Durante las fiestas judías estos cruces permanecen cerrados completamente, también desde las tres de la tarde de cada viernes a la mañana de cada domingo, sin contar los cierres aleatorios por “seguridad” ordenados por las IDF.

Amir sólo tiene mercancía llegada legalmente. Es de los pocos, dice, que no tiene material egipcio. Teme a las sanciones, muy elevadas, que pueden llegar a los 8.000 euros. Imposible de afrontar en un negocio nuevo.

Mientras lo explica, una señora con niqab llega a comprar helado. “Hay de todo, siempre hay quien se puede dar el capricho”. A continuación entra un joven descalzo y sucio. Quiere un paquete de patatas fritas. Vale cinco shekels (un euro), pero sólo lleva cuatro. Ruega. Se lo lleva. “Viene casi todos los días. Trabaja en una obra de aprendiz y gana muy poco. Lo que lleva es su desayuno”, explica el tendero.

Comprar la leche en lata que necesita un bebé supone el 66% de un sueldo medio. Inalcanzable

Una madre con dos niños le sirve para abundar en la dureza de la vida en la franja. Un bebé como el que ella acuna entre mantas, dice, necesita unas tres latas de leche en polvo a la semana. Son 30 euros de desembolso. Eso supone 120 al mes, el 66% del sueldo medio gazatí. Con esos precios, los ciudadanos empiezan a recortar donde pueden. Aunque sea lo esencial. Y llegan las consecuencias: el 46% de los menores de Gaza sufre anemia, según Cruz Roja. Entre los adultos, el 32% de ellos sufre carencias nutricionales, afirma la UNRWA.

En la tienda de ultramarinos de Salamah, en Rafah, todo cuesta menos que en la de Amir. Aquí llega la mercancía caliente del otro lado. El nescafé no lleva letras en hebreo ni está bendecido por rabinato alguno (“kosher parve”), sólo lleva etiquetas en árabe. De uno a otro, casi 15 shekels de diferencia (tres euros).

Esta tienda pequeña, a 20 metros del paso fronterizo, es un zoco puro: llegan los que tienen algo que vender, traído en las maletas desde tierra egipcia; llegan los chavales de los túneles, con verduras, legumbres y hasta canastos de pescado; llegan los que compran y preguntan si llegará un porte más barato aún.

Entretienen la espera con café turco y galletas (deliciosas) traídas desde El Arish. Ojos de Fátima se llaman. Cuatro paquetes por 10 shekels. “Un buen precio”, dice. Al negocio de este anciano arrugado y risueño llegan sólo comestibles, pero en las mesas del café se habla de otros materiales: gasolina, bombonas de gas, ladrillos y cemento, herramientas de ferretería, lavadoras, frigoríficos, pasamanos enteros de escaleras…

La última novedad son los coches robados al calor de las revoluciones en el norte de África

En las calles de Gaza ya se ven coches con matrículas de Egipto, introducidos por los túneles más grandes o traídos pieza a pieza y ensamblados luego en suelo palestino. Así llegan también las últimas novedades: los coches robados en Libia, aprovechando las revueltas, los bombardeos y el desorden, conducidos hasta El Arish y luego desguazados para pasarlos a Gaza. Nadie habla de precios, pero sonríen. “Es un buen negocio”, dicen los compadres de Salamah.

Merodeando por el paso recién abierto están también Ibrahim y Shadi, 13 y 16 años, beduinos, ladrones de armas que cortan la alambrada por la noche y cruzan a Egipto cuando quieren. Traen pistolas que luego distribuyen por la zona. ¿A quién? No lo cuentan.

Picaresca forzosa

El pasado 15 de junio cuatro vecinos de Khan Yunis fueron detenidos en el país vecino acusados de contrabando de armas. En su haber, armas automáticas, rifles de largo alcance, equipos de visión nocturna y numerosa munición. Habían usado los túneles para acceder. El fantasma de las armas, el que más preocupa a Israel. El más oculto. De nuevo nadie habla, salvo estos adolescentes medio drogados que hacen de sus delitos una historia heroica.

A una hora en coche de ese punto caliente de compras y ventas, de supervivencia e ilegalidades, la nueva Gaza intenta desperezarse y crecer, gracias a la inyección de ayuda internacional y a las inversiones de empresarios de la franja residentes en el extranjero. También ellos recurren a la picaresca forzosa.

En la calle Gamal Abdul Nasser ―junto a los nuevos edificios administrativos que contrastan con los solares vacíos y los muros tiroteados en la Operación Plomo Fundido―, se está levantando el mayor centro comercial de la franja. Se trata de un bloque de siete plantas con el bajo dedicado a un supermercado que en Europa no pasaría de ser mediano. Aquí es todo un acontecimiento y su apertura se aguarda con expectación para dentro de un mes.

No parece que les falten materiales de construcción. “No, no faltan, pero nuestro esfuerzo nos cuesta”, dice Ali, el encargado de la obra. En un rincón se apilan sacos de cemento. La estampa ordinaria en cualquier construcción del mundo tiene aquí su letra pequeña: por fuera, los sacos llevan una cobertura blanca en la que se explica que contienen azúcar. Por dentro, un segundo envoltorio marrón da fe de que se trata en realidad de base para el cemento, fabricada en Turquía. Les ha llegado vía túnel. Han tenido que pagar a dos intermediarios en Egipto y a dos más en Gaza y, aún así, les compensa. “Es más barato y de mejor calidad que el poco que llega de Israel”, argumenta.

Sólo el 19% de los edificios dañados en Plomo Fundido están en fase de reconstrucción, relata la ONU

Los materiales de obra están tan limitados que, según la ONU, sólo el 19% de los edificios dañados por los bombardeos de la Navidad de 2009 han podido ser reconstruidos a día de hoy. Aquí el problema han sido los tiempos, los retrasos entre el encargo y la recepción. Dicen que apostaron por un distribuidor y les salió mal. Perdieron casi 4.000 euros. Y vuelta a empezar.

Ahora, seguros de que reciben un buen servicio, acuden a los túneles para todo. Por este camino ha llegado el cableado que dará electricidad a todo el bloque, las carcasas protectoras de los circuitos, la escayola para molduras y hasta las placas aislantes del techo, “que hubo que partir en dos porque no entraban por los túneles”.

Gracias al trapicheo, los dueños del edificio han reducido los tiempos de construcción en casi tres meses respecto a los planes iniciales. Con sus pros y sus contras. “No podíamos hacer facturas, ni un seguro sobre la carga por si no llegaba o se rompía. La nuestra es una inversión a ciegas, sin haber visto las calidades, sin saber si nos timaban o no, pero es la manera de hacerlo en Gaza. Si quieres dar un paso, estas son las condiciones”, añade Ali.

La apertura de Rafah, de momento, no va a llevar a Israel a rebajar el cerco en los controles. Lo hizo el verano pasado, como señal de buena voluntad ante la comunidad internacional después de que el asedio a la Flotilla de la Libertad dejara nueve muertos en el ‘Mavi Marmara’.

Una propuesta de Alemania podría permitir una mayor flexibilidad, sobre todo en la entrada de materiales de construcción. Se trata de un quid pro quo por la liberación del soldado Gilad Shalit, que lleva cinco años en manos de Hamás. La mediación alemana propone que el militar quede libre a cambio de la salida de prisión de mil reclusos palestinos (una cifra a la que Israel ya dio el visto bueno hace un año) y a ello suma la condición de que el Gobierno de Tel Aviv afloje el bloqueo en los pasos fronterizos de Gaza.

A día de hoy, nadie ha aceptado ni rechazado el plan. A día de hoy, los civiles de la franja siguen buscando con qué cocinar y con qué levantar una pared. Si es más barato y viene manchado de tierra, no importa. Los túneles aún tienen garantizada su supervivencia.