Viaje a la «Siria libre»

Daniel Iriarte
Daniel Iriarte
· 10 minutos
Guerrilleros sirios rebeldes en la zona de Idlib (Diciembre 2011) | © Daniel Iriarte
Guerrilleros sirios rebeldes en la zona de Idlib (Diciembre 2011) | © Daniel Iriarte

En mitad de la noche, un guía nos escolta a través de los campos que se extienden a ambos lados de la frontera entre Siria y Turquía. Hay luna llena, lo que no nos ayuda: somos demasiado visibles.

“¿Tienes miedo?”, pregunta el guía. Y me deja claro que debería tenerlo: si el ejército sirio nos intercepta en algún momento, antes de llegar al territorio bajo control rebelde, nos dispararán sin hacer preguntas.

Ambos países comparten más de ochocientos kilómetros de frontera. El régimen sirio se esfuerza por sellarla, pero hasta ahora, los combatientes del Ejército Sirio Libre han logrado mantener varias rutas abiertas para el traslado de heridos, combatientes y dinero. Será el camino utilizado por el reportero de ABC para entrar en el norte de Siria, donde la insurrección gana fuerza cada día.

Cruzamos un pequeño río, donde, en la otra orilla, nos esperan otros hombres. En lo alto de un montículo, recortado contra la luna, un combatiente, armado con una escopeta de caza, vigila atentamente. Otro militante me conduce hasta una casa en mitad del campo. “Esto es seguro”, afirma. Al poco, llega una docena de hombres, en pequeños grupos, por seguridad. “Te presento al Ejército Sirio Libre”, dice el guía.

«¿Tienes miedo?», pregunta el guía, dejando claro que debería tenerlo: si nos interceptan, nos dispararán

A pesar del nombre, aquella escopeta de caza y algunas pistolas son las únicas armas de fuego con las que cuenta este “ejército”. “Tenemos cuchillos, y alguna otra sorpresa”, dice uno de ellos, y enseña una porra eléctrica capaz de paralizar, e incluso matar, a una persona de una descarga.

Pero no hay duda de la eficacia del grupo. En menos de dos horas han coordinado el resto del operativo, para que podamos continuar nuestro camino. Me montan en un tractor, que después cambiamos por una camioneta. Al rato llegamos a una pequeña ciudad del noroeste del país, probablemente el punto más complicado de todo el viaje: aquí, la presencia del ejército es numerosa, y abundan los controles.

Cambio constante de vehículos

Mientras mi mochila permanece escondida en el interior del camión, que burlará fácilmente a los soldados, otro de los hombres me escolta por las callejuelas de la ciudad. “Si alguien nos para, no digas nada más que “Salam aleikum”. Si preguntan diré que eres el cuñado de mi primo”, me dice. Me dice que me quite las gafas y me coloca un gorro, y caminamos con las manos en los bolsillos.

En una esquina aguarda una moto. Monto en ella mientras mi acompañante desaparece por otro callejón. Salimos disparados, cruzando el pueblo a gran velocidad. En las afueras, me espera otro coche, que me llevará rápidamente hasta un piso franco en el campo. Aquí, aparentemente, estamos a salvo.

Poco a poco van llegando los hombres. A algunos de ellos les he encontrado ya antes, otros son desconocidos. Pasamos lo que queda de noche en la casa, y tenemos tiempo de hablar.

A la mañana siguiente, descubro que mis anfitriones tienen un plan: van a aprovechar mi aspecto moreno y mi barba de varios días. “Pareces sirio”, dice uno de ellos. “Se nota que todos los españoles tenéis sangre árabe”, asegura. Entonces, me colocan unas botas de goma y meten mi mochila en un saco de arpillera, y me disfrazan de local. De este modo, en la parte trasera de una moto, mi nuevo acompañante y yo pretendemos ser dos campesinos camino del trabajo.

Cambio varias veces de moto, hasta que llegamos a un pueblo en la ladera de una colina. Frente a nosotros está Yebel Zawía, un área montañosa controlada casi totalmente por los rebeldes. Pero este último tramo es el más peligroso, puesto que el ejército corta las carreteras de forma intermitente.

Debo esperar, porque el vehículo que me llevará hasta Yebel Zawía ha ido a Turquía a evacuar a un herido. A las pocas horas regresa, y monto delante (ya no tiene sentido continuar con mi disfraz), mientras que en la parte trasera, un combatiente amartilla un kalashnikov. Estos hombres saben que, si les capturan, les torturarán hasta la muerte, de modo que, si tratan de detenernos, nos abriremos paso a tiros.

Así, aguantando la respiración y con todos nuestros sentidos puestos en la carretera, iniciamos la parte final del viaje. A la entrada de cada aldea, preguntamos a los locales si hay algún control del ejército. Por fortuna, no hay ni rastro de los soldados.

Menos de una hora después, nos detenemos en Ibdita, la localidad natal del coronel Riad Asaad, el líder del Ejército Sirio Libre, y epicentro del territorio bajo control rebelde. Los hombres bajan del vehículo, y son saludados con grandes abrazos y besos por los lugareños. Todos corren a saludarnos, a observarnos. Finalmente, uno de ellos me tiende la mano, y, en un rudimentario inglés, me espeta: “Bienvenido a la Siria Libre”. Hemos llegado.

Yebel Zawía, ciertamente, no es Bengasi. Los rebeldes del Ejército Sirio Libre se esfuerzan por mantener unos “territorios liberados”, pero la zona que controlan es todavía pequeña, y las fuerzas leales al presidente Bashar Asad pueden atacarla a voluntad, aunque, aparentemente, no tomarla.

“Aquí vivimos sin leyes, sin policía, sin seguridad estatal, sin gobierno, sin régimen”, dice, orgulloso, un anciano de Ibdita. Pero el área está lejos de ser segura, como nos recuerda el ruido lejano de las ametralladoras: a apenas cuatrocientos metros, el ejército lucha por conquistar la localidad.

«Aquí vivimos sin leyes, sin policía, sin régimen», asegura orgulloso un anciano

No obstante, muchas de las aldeas que hay entre la frontera turca y estas montañas se consideran “ciudades libres”. Como Yuma’a, donde hace ya cinco meses que arrancaron todos los retratos de los Asad, padre e hijo. “Aquí nunca ha habido muchos miembros de la seguridad estatal, pero ahora ya no queda nada”, explica Abdulá, que, aunque no es un soldado, se considera “un revolucionario, un luchador contra el régimen”.

El ejército patrulla las carreteras, tratando de interceptar a los combatientes rebeldes. Los militantes los evitan utilizando los caminos rurales, y, sobre todo, la información que les proporcionan los locales, que les avisan de los controles militares. No obstante, el grueso de las fuerzas militares está concentrado en Yisr Shugur, una de las localidades del norte en las que la revuelta ha cobrado más fuerza.

Torturados hasta la muerte

Por ello, estos pueblos se han convertido en un faro para los desertores, que saben que pueden contar con la protección de los lugareños en su huída hacia la seguridad. “Pero muchos todavía siguen con Asad porque tienen miedo de desertar”, afirma Abdulá. “Mira lo que les hacen si les cogen”, dice, mostrando unas fotos en su teléfono móvil: en ellas, el cadáver mutilado de un soldado local, atrapado mientras huía. “Le quemaron con cigarrillos, le machacaron los dedos de las dos manos con un martillo, y le rajaron el brazo con un cuchillo”, explica el activista. Las fotos no dejan asomo de dudan. “Al final, le sacaron un riñón mientras todavía estaba vivo”, asegura.

Estos días, las personas a nuestro alrededor –algunos soldados del Ejército Sirio Libre, otros simpatizantes- hablan de la llamada “huelga de la dignidad”, que desde el domingo paraliza casi todo el país, aunque no Aleppo ni Damasco, las capitales económicas. Llega un motorista con noticias. “En Yisr Shugur, la huelga es general, pero los soldados y el “Amin Dawla” [la seguridad del estado] están rompiendo los cerrojos de las tiendas y abriéndolas a la fuerza”, relata.

Pero en la televisión, las imágenes transmitidas por Orient News (una cadena de oposición que emite desde los Emiratos Árabes Unidos) muestran las persianas metálicas cerradas, calle tras calle, en ciudades como Deraa, Homs o Idlib.

De repente, una camioneta entra en el pueblo, y su conductor desciende, visiblemente alterado. La parte trasera ha sido ametrallada por el ejército. “Me han parado en un control, y cuando han visto que transportaba pan, han disparado al camión”, explica el hombre. “Me han dicho: “¿Por qué les llevas comida a esos desgraciados?”, y luego me han robado el pan”, cuenta. Los otros chasquean la lengua en señal de desprecio. “Quieren que nos muramos de hambre”, dice Brahim, un miembro del ESL.

Brahim nos dice que combate “por la democracia”. Le preguntamos qué es para él la democracia. “Cualquier gobierno que sea bueno para el país”, nos asegura muy serio. Como él, muchos aquí tienen una idea bastante vaga de lo que les gustaría que ocurriese si cae el régimen. No habrá una guerra sectaria, aseguran, porque en la resistencia hay de todo, no solo suníes. “Es el régimen el que está provocando la división para mantenerse en el poder”, asegura Brahim.

«La libertad cuesta cara»

Sea como sea, la región está pagando un alto precio. Escasean los alimentos, la gasolina para los vehículos e incluso el “mazut”, el combustible barato que muchas familias humildes utilizan para calentar las casas. “La libertad cuesta cara”, sentencia Brahim, “pero estamos dispuestos a todo por conseguirla”.

Y como subrayando sus palabras, vemos a un grupo de niños que se ha reunido y juega a hacer una manifestación, imitando lo que han aprendido de sus mayores. Una de las niñas enarbola la ya establecida como bandera de la revolución siria: tres bandas, verde, blanca y negra, y en el centro tres estrellas rojas. Y oímos cómo sus voces infantiles cantan el pegadizo himno que resuena en las manifestaciones en todo el país: “Eh, Bashar, venga, es hora de que te vayas”.

“Bashar Asad es mucho peor que su padre”, dice Abdulá, “Qué va, son iguales. Tú eres joven y no te acuerdas de lo de Hama”, le responde Mohannad, otro local de más edad. Se refiere a la masacre de 1982, en la que Hafiz Asad, padre el actual presidente, masacró a un mínimo de 20.000 personas en aquella ciudad para reprimir una rebelión islamista. Mohannad nos explica que no es militante pero simpatiza con la revolución. “Aquí todos lo hacen”, insiste.