Opinión

El día que Egipto perdió el miedo

Nuria Tesón
Nuria Tesón
· 6 minutos

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Hay cifras que se quedan grabadas en la memoria a fuego. Ya nunca vuelven a sonar igual en los labios que las pronuncian ni en los oídos que las escuchan. El 25 de enero es una de ellas. Ese dos y ese cinco tienen ahora asociados un sinfín de sentimientos, olores, sabores y sonidos, y todos ellos recuerdan a Egipto. Arena, sangre, pólvora, gas, sirenas, disparos, albórbolas, ¡libertad!

El día que Egipto perdió el miedo, el 25 de enero, hace ahora un año, millones de hombres y mujeres se echaron a la calle para pedir pan y democracia. La dictadura que había atenazado las gargantas egipcias los últimos 60 años empezaba tambalearse como un castillo de naipes. Pero aún no lo sabía.
Ni Hosni Mubarak en su trono del palacio de Heliópolis en El Cairo, ni los analistas a lo largo y ancho del mundo pudieron predecirlo. Incluso ahora, cuando la imagen del rais enjaulado en la sala del tribunal que le juzga por asesinato y corrupción, da la vuelta al mundo, aún hay quien se pellizca para comprobar que no está soñando.

El día que Egipto perdió el miedo, hace un año, millones de hombres y mujeres se echaron a la calle

El sueño de las dictaduras acostumbra a ser profundo. Hay países a los que les cuesta décadas remontar el acantilado en el que se sumerge un Estado durante ese proceso oscuro; otros no lo hacen nunca. Sus ciudadanos, como sujetos de un experimento en que se les priva de la luz, atraviesan momentos de ceguera y luego de pánico. Como víctimas de un secuestro enajenadas (de libertades, de dignidad, de peculio), desarrollan un síndrome de Estocolmo que les impide pensar que alguien que no sea el sátrapa que les gobierna pueda ocuparse de ellos.

El Egipto republicano fue un Estado paternalista desde sus cimientos: Nasser, Sadat y finalmente Mubarak le sorbieron hasta el tuétano al país del Nilo y sus habitantes. No en vano, durante la única entrevista concedida por el faraón a la periodista Christiane Amanpour, el líder afirmó sin dudarlo que si él se fuera del país, éste se sumiría “en el caos”, tal era su megalomanía.
Lo que no intuyó entonces quizá es que Egipto ya vivía en el caos y que tendrá que reconstruirse desde la base. Como las pirámides o como un objeto de barro al que tendrán que dar la forma deseada usando la fuerza justa, quitando de un lado para poner en el otro, limando asperezas y, todo ello, a un ritmo lento pero sin pausa, que no permita que seque a destiempo y se resquebraje.

El 25 de enero muchos egipcios salieron a la calle con el miedo a lo desconocido, pero espoleados por el impulso de Túnez, y alentados por la esperanza que da no tener nada que perder. Más de la mitad de su población de casi 85 millones de habitantes vive por debajo del umbral de la pobreza. La tasa de paro entre los más jóvenes y entre los universitarios supera el 30%. “Sólo tenemos nuestras vidas y de qué nos sirven si no somos libres para poder vivirlas”, me contaba un manifestante aquellos días.

Estos doce meses han sido duros para los egipcios y lo que viene lo será aún más. Los platillos de la balanza quedan desigualmente compensados y habrá un largo camino antes de saber si el del haber pesa más que el del debe. La economía ha caído en picado. Los disturbios y la inestabilidad social alejan a los inversores. Los militares se atrincheran en el poder y dan muestras de querer mantener un estatus que les erige como garantes del Estado (igual que los últimos 60 años).

En las calles las protestas se suceden y los muertos se cuentan por decenas. La sociedad se divide lentamente entre los que desean que las aguas vuelvan a su cauce y los que no quieren parar la lucha hasta que el último andamio que sostiene el viejo régimen haya caído. Acostumbrados al bastón de mando y la fusta, no será fácil que los militares cedan. Sobre todo teniendo en cuenta que el Ejército controla hasta un 30% de la economía del país en forma de fábricas, constructoras, gasolineras y tierras de cultivo.

En las calles las protestas se suceden, los muertos se cuentan por decenas y la sociedad se divide lentamente

Con ese trasfondo los avances en otros ámbitos quedan deslucidos o resultan insuficientes para gran parte de los activistas que iniciaron la protesta en Tahrir y que ahora respaldan el proceso democrático iniciado con las elecciones parlamentarias, las primeras de la democracia egipcia.

El nuevo Parlamento, dominado por las formaciones islamistas de la Libertad y la Justicia (de los Hermanos Musulmanes) y Nur (de los ultraconservadores salafistas) que aglutinan las tres cuartas partes de los escaños, cuenta con el respeto y la confianza de los que lucharon por hacer caer a Mubarak, pero causa recelo la conveniencia de las buenas relaciones que, en especial los Hermanos, mantienen con el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que tomó el poder tras la renuncia de Mubarak.

El Congreso que deberá elegir a la comisión que redacte la nueva Constitución egipcia tiene ante sí el reto de conciliar los intereses de la institución castrense, que ha sido uno de los pilares fundamentales que sostuvieron las pasadas dictaduras, con las expectativas de un país que no está dispuesto a callarse ni a tener miedo nunca más, y exigirá resultados en el corto plazo. El modelo de Estado que sean capaces de gestar determinará sin duda el rostro político y social de los países árabes del futuro.