Opinión

Confesiones de un optimista

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

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Soy optimista. Punto.

No hay peros ni quizás.

Puede que sea genético. Mi padre era optimista. Incluso cuando a la edad de 45 años tuvo que huir de su Alemania natal hacia un pequeño país primitivo en Oriente Medio, seguía estando alegre. Aunque tuvo que adaptarse a un nuevo país, a un clima cálido, a trabajos físicos duros y a una miseria absoluta, era feliz. Al menos había podido salvar a su mujer y a sus cuatro hijos, de los cuales el menor era yo.

Un pesimista siempre sale ganando: si va bien, eres feliz y si mal, ves que tenías razón

Hoy, en el sexagésimo cuarto cumpleaños de Israel (según el calendario hebreo), sigo siendo optimista.

Hace algún tiempo, me topé con el escritor Amos Oz en una boda y hablamos acerca de este hecho tan curioso: mi optimismo. Me dijo que él era pesimista. Según dijo, el ser pesimista hacía que uno siempre saliera ganando. Si las cosas van a mejor, eres feliz y si las cosas van a peor, sigues siendo feliz porque ves que tenías razón.

Yo le comenté que el problema del pesimismo es que no llega a ninguna parte. El pesimismo te impide seguir tus impulsos. Si las cosas van a ir mal de todas maneras, ¿para qué molestarse? El pesimismo es una actitud cómoda; incluso te permite menospreciar a los optimistas, que todavía luchan por un mundo mejor. El optimismo es para los simplones.

Pero de eso se trata exactamente. Solo los optimistas pueden luchar. Si uno no cree en un mundo mejor, en un país mejor, en una sociedad mejor, no se puede luchar por ello. Uno puede simplemente sentarse en su sillón en frente del televisor, lamentarse por la estupidez de la raza humana (especialmente por la de su propio pueblo) y sentirse superior.

Siempre que confieso ser optimista, se me desprecia. ¿Es que no soy capaz de ver lo que está ocurriendo a mi alrededor? ¿Era este el Estado que imaginabas el 14 de mayo de 1948 cuando escuchabas en la radio el discurso de Ben-Gurion y te preparabas para la batalla nocturna?

No, no imaginaba un Estado como este. Mis compañeros y yo preveíamos un Estado muy diferente. Y todavía soy optimista.

Cuando hablo de ello, siempre se me recuerda un determinado momento de mi vida.

Era octubre de 1942 y el mundo temblaba.

En Rusia, las tropas nazis habían alcanzado Stalingrado y comenzaba una batalla titánica. No cabía duda de que los alemanes tomarían la ciudad y pasarían a la siguiente.

Más al sur, la invencible Wehrmacht había entrado en el Cáucaso. Desde allí, una línea recta iba desde Turquía y Siria hasta Palestina.

El famoso Afrika Korps de Erwin Rommel había roto la línea británica y alcanzado el pueblo egipcio de Alamein, tan solo a 106 km de Alejandría. Desde allí, llegar a Palestina era cuestión de días.

Ya un año antes, los nazis habían ocupado Creta durante la primera invasión aérea de la historia.

¿Era este el Estado que imaginaba en 1948? No. Preveíamos un Estado muy diferente

Para cualquiera que mirara el mapa, la situación estaba clara. Desde el Norte, Oeste y Sur, el coloso militar nazi se movía de manera implacable hacia Palestina, con el objetivo de destruir el “semiestado” judío que allí se encontraba. El antisemitismo desenfrenado de Adolf Hitler hizo que llegáramos a esa conclusión.

Evidentemente, nuestros amos británicos también lo pensaron. Ya habían enviado a sus esposas e hijos a Iraq. Se rumoreaba que estaban sentados sobre sus maletas, preparados para escapar en el momento en que tuvieran el primer indicio de un avance militar alemán en Egipto.

La Haganá, nuestra principal organización militar secreta, se estaba preparando de manera desesperada. Al igual que los héroes de Masada (hace unos 1.900 años), quienes se suicidaron colectivamente antes de tener que caer en manos de los romanos, nuestros combatientes se habrían juntado en las colinas del Monte Carmelo para luchar y vender cara su piel. Acababa de cumplir los 19 y estaba viviendo en Tel Aviv, una ciudad a la que nadie había pensado ni siquiera defender. Sabíamos que era el final.

Después de que finalizara la guerra con el completo desplome de la Alemania nazi, aparecieron muchos libros acerca del curso de la guerra. Se supo que la crisis desesperada de octubre de 1942 solo existió en nuestra imaginación.

Lejos de ser una brillante victoria, la invasión aérea de Creta fue en realidad un desastre. Las pérdidas de los alemanes fueron tan grandes que Hitler prohibió que se repitiera de nuevo. Sin saber esto, casi al final de la guerra, los británicos llevaron a cabo su propia operación aérea en Holanda, que también fue un verdadero desastre.

Las tropas alemanas que habían alcanzado el Cáucaso estaban agotadas y no podían avanzar más hacia el sur. Tampoco podían ni siquiera soñar con alcanzar la lejana Palestina.

Incluso en una situación muy desesperada, nunca se sabe cuándo se pierde la esperanza

Y lo más importante para nosotros: Rommel pudo alcanzar El Alamein por los pelos; casi se queda sin carburante. Hitler, que veía la campaña del Norte de África como un desvío despilfarrador del principal esfuerzo (Rusia), se negó a derrochar en ese lugar el escaso petróleo con el que contaba. Palestina le importaba un bledo. (Aunque sí le importara, no había manera de llevar el petróleo a través del Mediterráneo. Los británicos habían descifrado el código naval italiano y sabían de cada uno de los barcos que abandonaban los puertos italianos).

La moraleja de la historia: incluso en mitad de una situación completamente desesperada, uno nunca sabe lo suficiente para perder la esperanza.

Pero no hay necesidad de volver 70 años atrás. Nos basta con observar los acontecimientos actuales.

¿Alguien en Israel creía hace un año que la juventud apática del “me importa un bledo todo” de nuestro país se levantaría de repente para protagonizar una protesta social sin precedentes? Si nos lo hubieran dicho una semana antes de que ocurriera, nos habríamos reído.

Lo mismo le habría ocurrido a principios del año pasado a cualquiera que vaticinara que los egipcios (¡precisamente los egipcios!) se iban a sublevar y a expulsar a su dictador. ¿Una primavera árabe? ¡Ja-ja-ja!

Cuando tengo la ocasión de dar alguna charla en Alemania, siempre digo: “Que levante la mano aquel que, el día anterior a la caída del muro de Berlín, pensara que viviría para ver ocurrir aquello”. Jamás he visto que nadie levante la mano.

Y el mayor acontecimiento de todos: la implosión de la Unión Soviética. ¿Quién lo vio venir? Estados Unidos, no; aun con su gigantesco sistema de espionaje multimillonario. Tampoco lo vio venir nuestro Mossad, con la de colaboradores que tenía entre los judíos soviéticos.

Tampoco ninguno de ellos fue capaz de prever la revolución iraní que expulsó al Sah.

Esto se cumple con todas las catástrofes llevadas a cabo por el hombre que han tenido lugar durante el transcurso de mi vida: desde el Holocausto hasta Hiroshima.

¿Qué se demuestra con esto? Nada, excepto que no se puede prever nada con certeza absoluta. Los actos humanos los determinan los seres humanos, los seres humanos determinan los actos humanos. Esto puede ser una buena razón para ser pesimista, pero también para ser optimista.

Podemos prevenir los desastres. Podemos construir un futuro mejor. Y para ello necesitamos optimistas que crean que se puede conseguir. Muchos.

En el sexagésimo cuarto aniversario del Día de la Independencia de Israel, esta situación parece desalentadora. La palabra “paz” está envenenada. La mayoría de los israelís dicen: “La paz sería maravillosa. Pagaría lo que fuera por la paz, pero, desafortunadamente, la paz es imposible. Los árabes nunca nos aceptarán. Por lo tanto, la guerra durará para siempre”.

Esto es pesimismo muy práctico, ya que se nos absuelve de toda culpa, no se nos permite hacer nada.

La “solución de los dos estados”, la única solución real que existe, queda relegada a un segundo plano. El régimen del apartheid que ya se ha establecido en los territorios ocupados palestinos se está expandiendo por Israel. En pocos años, tendremos un apartheid bien instaurado en nuestra región histórica, con una minoría judía dominando a una mayoría árabe palestina.

Tendremos un apartheid bien instaurado. Una minoría judía dominará a una mayoría árabe

En el extraño caso de que Israel se vea obligado a garantizar los derechos civiles a los palestinos, el Estado judío en toda la región histórica se convertirá rápidamente en un Estado árabe en toda la región histórica.

Estados Unidos, el único aliado que le queda a Israel, sin duda se está debilitando lentamente. La potencia emergente, China, no recuerda el Holocausto.

La desigualdad social está más extendida en Israel que en otros países en vías de desarrollo. Esto es lo más alejado que uno puede estar de los ideales del Israel de los primeros días.

Las bases democráticas de la “Única Democracia de Oriente Medio” están en la cuerda floja. El Tribunal Supremo está liderado por una panda de medio fascistas que se han hecho un hueco en nuestros gobiernos, la Knesset se está convirtiendo en una arrepentida caricatura de un parlamento, la televisión gratuita y los medios de comunicación impresos sin duda se están sometiendo poco a poco a una Gleichschaltung (lo siento, no hay ninguna palabra disponible ni en español ni en hebreo).

¿Puede empeorar esta situación? Durante mi larga vida he aprendido que aunque ciertas situaciones sean muy malas, siempre pueden ir a peor. Y un líder, por muy detestable que parezca, siempre puede ser superado por su sucesor.

Una vez dicho esto, puede que haya fuerzas poderosas, invisibles e indetectables que trabajen para que las cosas vayan mejor. Es como la presa de un río. El agua se acumula, lentamente y en silencio en ella, sin que nadie lo note. Un día, la presa revienta de repente y el agua inunda el paisaje.

Esto no ocurrirá si nosotros no ponemos de nuestra parte. Lo que hacemos (o lo que no hacemos) es parte de este patrón de cambio. Tener esperanza y creer no es suficiente. Es esencial que actuemos.

Así que aquí estamos, los optimistas sin remedio.