Crítica

Ensaladilla rusa

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos
retorno-eurasia
F. Veiga / A. Mourenza (ed.)
El retorno de Eurasia (1991-2011)

 

Corrían los años noventa y a una revista semanal española se le ocurrió sacar un reportaje sobre las repúblicas centroasiáticas, esas que están ahí en alguna parte donde en nuestros atlas de colegio seguramente había una mancha blanca y que se llaman todas igual, o casi, y que además a nadie le importan. La revista tuvo la idea de añadir un mapita para orientar al lector. Y el infografista tuvo la idea —deduzco, conociendo a los infografistas— de poner en letra pequeña el titular “Ensaladilla rusa”.

Casi 20 años más tarde, precisamente los que median entre que picaron las cebollas y batieron la mayonesa —quiero decir entre el derrumbe de la Unión Soviética— y el día de sentarnos hoy a la mesa, a alguien se le ha ocurrido sacar la ensaladilla de la nevera y ver cómo está de apetitosa. Concretamente, se le ha ocurrido a Francisco Veiga, profesor de Historia de la Autónoma de Barcelona, y Andrés Mourenza, corresponsal de la agencia Efe, a la sazón en Estambul y hoy en Atenas (que es harina de otro costal).

Y resulta que aquel plato está de lo más apetitoso. Para los comensales de Moscú, Pekín, Ankara, Washington y Bruselas, quiero decir, aquellos que todas las mañanas se toman un trago de petróleo en ayunas y esnifan gas natural. Todos ellos están hincándole los tenedores a esa ensaladilla, y a veces a los dedos de los demás, como quien no quiere la cosa. Es fascinante, sí.

Moscú, Pekín, Ankara, Washington y Bruselas están hincándole los tenedores a esa ensaladilla

Lo que tiene una digestión algo más pesada es, aparentemente, el libro. Sobre todo si usted lo empieza desde el principio y lee hasta el final, cosa recomendada porque sigue un orden cronológico. Y no tan recomendada porque usted puede engolliparse en el primer tercio, si no tiene tanto interés en saber exactamente qué porcentaje del dinero de la CIA se llevaba cada uno de los pistoleros afganos que entonces —hablamos de los años ochenta— aún no se llamaban yihadistas sino muyahidines o cómo los de Jomeini se cargaron al partido kurdo iraní marxista en el 79. Si lo quiere saber, desde luego —y son cosas que no está nada mal saber, porque de aquellos huevos vinieron estas mayonesas—, este libro es una mina de caviar.

Ésta es una de las ventajas e inconvenientes del libro: algunos de los ensayos que lo componen son tan extremamente detallados que sólo interesarán a quien realmente necesite información muy específica o es un gourmet de la Historia. Nada para hacerse una idea general de si la ensaladilla pica o no. Pero si usted está aburrido de degustar platos para turistas y quiere la receta exacta, sí, aquí la tiene.

Si no es usted académico, casi sáltese el capítulo de Estrategias para Eurasia, que tiene ese regusto de chef michelin que deconstruye tortillas a base de analizarlas. Pero hay bocados suculentos alrededor: podrá usted enterarse quién le puso los cuernos con quién en los clanes kirguizes y qué floristería de Belgrado mandaba las rosas a Georgia y los tulipanes a Kirguizistán para sus respectivas revoluciones, y hasta qué jardinero estadounidense ponía el abono. Es un decir.

Si usted le tira más el aspecto periodístico, la sección tercera, Nuevos y Viejos Actores, es de esas tapas que no vale dejar en el plato. Ahí tiene cuatro pinchos: Afganistán y Afpak (=Pakistán), Llegan los turcos (a Asia central), La incógnita china (pero algo menos incógnita tras la lectura) y El bunker iraní (nada impenetrable para usted, a partir de ahora).

Si aún le queda hambre, léase la cuarta parte: diría que lo del Cáucaso huele que alimenta, aunque en realidad huele podrido, y sobre todo huele a petrodólares saudíes, como casi todo lo que hoy día se llama islam. Luego tiene La eterna cuestión kurda, desde sus orígenes hasta hoy (en la medida que algo eterno tiene principio), que es también trago obligado si alguna vez ha querido hincarle el diente a esa patata caliente.

Después, una vez más, la revolución kirguiz, y van tres, pero eso es como las tortillas: cada uno la hace a su manera y siempre sabe distinta. Y finalmente está la sorpresa del menú, o cómo Israel está intentando untar el Cáucaso y patés adyacentes en su rebanada de pan. Lo de untar quizás no sea un decir.

Sabrá qué floristería mandaba  rosas a Georgia y tulipanes a Kirguizistán para sus revoluciones

Falta el postre: “Eurasia, fijando el concepto”, por el propio Veiga. Como un buen flan, rellena los huecos entre la comida y convierte todo en una masa digerible. Aunque teniendo en cuenta que la digestión cerebral no siempre funciona igual que la intestinal, yo incluso recomendaría empezar con este postre y, una vez fijado el concepto, ir picoteando del resto de las tapas, según le conviene, le interese o necesite documentarse. Sobre todo si usted no tiene estómago para atiborrarse en un par de sentadas con 490 páginas.

Un consejo, eso sí: el libro lleva, a la académica manera, notas al final, y aunque en algunos textos puede creer que son sólo de bibliografía y no vale la pena meter un palillo de dientes, en otros serán fundamentales para entender de qué habla el autor. Así que no se me deje las migas, que también alimentan. Y otro: para mantel pídase un gran mapamundi, porque el único boceto que viene en el libro corre riesgo de quedarse corto.

Un aplauso para los cocineros. Voy a citarlos de corridilla porque son muchos, algunos son amigos y no quiero que nadie me acuse de arrimar el ascua a sus sardinas. Ahí van: aparte de los chefs Francisco Veiga y Andrés Mourenza, han metido cuchara Ana Cardenes, Arturo Esteban, Carlos González Villa, Daniel Iriarte, Pablo Martín, Carles Masdeu, Ricardo Mir de Francia, Agus Morales, Nicolás de Pedro, Antonio Pita, Juan Sánchez Monroe y Luis Sánchez. Ea, que aproveche.