Reportaje

La guerra siria divide al Golán

Laura F. Palomo
Laura F. Palomo
· 9 minutos
Manifestación pro Asad en Majdal Shams, Golan (Abril 2012) | © Laura F. Palomo
Manifestación pro Asad en Majdal Shams, Golan (Abril 2012) | © Laura F. Palomo

“Yo soy proisraelí, porque nunca me ha gustado Siria; ¿por qué tengo que querer a un país que mata a la gente? Pero es la primera vez que me siento vinculado con el país. Siento que tengo que hacer algo”. Jad Masri, a quien pertenecen estas palabras, representa la confusión vital de gran parte de los jóvenes de los Altos del Golán, que parecen autodefinirse más por descarte que por elección. Jóvenes cuya identidad pasa por elegir entre un dictador o un ocupante: entre Siria y su líder Bashar Asad, a quien algunos de sus progenitores todavía alaban; e Israel, el país que usurpó la tierra natal de sus padres y abuelos, desmembró a sus familias y destruyó la mayoría de pueblos de esta fértil meseta, para construir cuarenta asentamientos colonos.

En las cinco villas que quedan, dispersas entre espléndidos valles delineados, campos de cultivo y lagos calmosos, se conversa en árabe, se agitan banderas sirias y Fairuz suena en los bares con cierto orgullo. Su esencia y sus 20.000 residentes originarios son árabes, pero la ocupación de estas montañas por Israel en 1967 y la disolución de sus señas culturales confunden a las nuevas generaciones que, testigos de la violencia en la Siria de sus padres, comienzan a tomar partido. La vecina guerra ha sacudido estas apacibles montañas, crispando su convivencia, pero también poniendo sobre la mesa una ocupación que estaba cayendo en el olvido.

En 1981, la mayoría de los golaníes rechazaron los carnés de identidad israelí, por lo que se les otorgó estatus de «indefinidos»

Cuando en 1981 Israel impuso sobre este territorio su legislación, su jurisdicción y su administración, la mayoría de sus residentes rechazaron los carnés de identidad, que los soldados iban entregando casa por casa a modo de coacción. Seis meses de huelga y los documentos que la mayoría arrojó a la calle llevaron a Israel a claudicar y concederles el estatus de “indefinidos”.  Así que Jad Masri es un indefinido, que creció bajo influencia israelí, escuchando los relatos sirios de sus padres, hasta que conoció Damasco como estudiante.

Familias divididas por la ocupación

Recibir una beca universitaria del gobierno sirio es uno de los contados requisitos por los que es posible cruzar a Siria, siempre y cuando la visita lleve fecha de regreso. Los golaníes no tienen derecho a vivir allí, ni a viajar aunque tengan familia dentro. Sus parientes dentro de Siria deben pedir un permiso a Damasco para llegar hasta la frontera, divisarse desde la distancia y comunicarse a través de una valla metálica y de un megáfono que rompe la intimidad de los reencuentros. Pero con la extensión del conflicto apenas llegan familiares. También los estudiantes se han visto obligados a abandonar la capital, y por tanto sus carreras, después de que algunos vieran morir a gente por la represión bajo las ventanas de sus residencias.

La violencia roza la frontera. Cuando los combates entre rebeldes y régimen se acercan, los vecinos escuchan estremecidos el intercambio de artillería. Israel ha disparado en al menos dos ocasiones contra territorio sirio en respuesta al fuego disparado desde allí. Varios morteros han impactado cerca de la frontera y en los últimos meses han cruzado algunos heridos civiles, que han sido atendidos en los hospitales israelíes. La misión de Naciones Unidas, que vigila una franja fronteriza desde el armisticio de 1974, ha denunciado recientemente la incursión de fuerzas tanto del régimen sirio como israelíes en la zona de seguridad bajo su control, y el ataque a miembros del equipo por grupos armados.

Jad representa la oposición al presidente sirio en el Golán, que crece a medida que avanza la violencia. Hasta el año pasado, la mayoría apoyaba al régimen, en parte por las memorias antiguas y nostálgicas de una infancia vivida con el padre del actual presidente sirio, Hafez Asad; pero además porque la mayoría son drusos, una minoría religiosa siria que se considera protegida por el poder. Pero dos años de conflicto y 70.000 muertos menoscaban las conciencias, así que muchos vecinos piensan que la fidelidad de algunos responde al temor a represalias contra los familiares que viven dentro. “Hoy la gente expresa más sus miedos que sus opiniones”, dice el escritor Wahib Ayoub, afligido por el eco de la tensión política que está afectando a la comunidad.

“Aquí también hay conflicto, solo que el ejército israelí no permitiría la violencia, pero hay familias que ya no se hablan”. El comentario de Salman Fajir precede a un gesto de desasosiego cuando divisa la frontera siria, que antes miraba con anhelo desde la balconada del centro proderechos humanos árabe del Golán, Al Marsad, donde trabaja.

«Si ser shabbiha es apoyar a Bashar Asad, ¡yo lo soy!», asegura un local

La desazón y la fricción latentes en el Golán tuvieron su momento crítico hace exactamente un año, cuando un grupo prorrégimen atropelló con un coche al opositor Mahmoud Amasha, en la villa de Buqata. Era la primera vez que se producía un enfrentamiento violento en la comunidad. El hecho quebró la tranquila y pacífica convivencia de esta comunidad, que había vivido en relativa calma incluso ante la presencia de los colonos judíos y el merodeo de soldados israelíes, que transitan sin cruzar la mirada con los residentes.

Partidarios y detractores de Asad

Hasta entonces, el Golán estaba unido en su resistencia no violenta contra la ocupación israelí. La solidaridad comunitaria y una juventud instruida y muy activa cultural y socialmente les habían permitido crear un entorno próspero pese a las restricciones y la discriminación de la ocupación. Un idílico contexto rural, con todas las comodidades de lo urbano, donde los residentes ponían tanto empeño en la producción de manzanas como en las exposiciones de los pintores locales y en los conciertos semanales de las bandas musicales más punteras del Golán y Palestina. Pero ahora se palpan las desavenencias, y las manifestaciones contra la ocupación que se convocaban en Majdal Shams, la villa más extensa del Golán, se han dividido en dos: pro y anti Asad.

En el despacho de Abu Jabal, una recogida habitación a pie de calle, entran y salen los ancianos de la villa buscando café y charla. “Mi familia está dentro y mi hermano es shabbiha, porque trabaja para la televisión oficial”. Munir termina de sorber el café, posa la taza y se marcha sin despedirse. El resto calla. El temido término shabbiha – milicias armadas leales al régimen, acusadas de haber cometido masacres con centenares de muertos en Siria – se utiliza entre la broma y la acusación para definir a los simpatizantes de Bashar Asad.

“Si eso es lo que significa, ¡yo soy shabbiha!”, dice Hamed Awidat, vehemente en su discurso, que tensa el puño y el cuello para deslegitimar cualquier comentario que haga alusión a una revolución en Siria. “No estamos luchando contra una oposición, estamos combatiendo contra terroristas y mafia”, argumenta, reproduciendo el mensaje oficial utilizado por Asad para referirse a las manifestaciones pacíficas que, ante la represión del régimen, la injerencia velada y la inacción internacional, han desembocado en una sangrienta guerra civil.

El inicio de las revueltas en marzo de 2011 y la caída de Asad –percibida entonces como previsible- abrió para algunos vecinos la esperanza de que un nuevo régimen sirio reivindicara definitivamente la devolución de los Altos del Golán. Por el contrario, para los simpatizantes de Asad significaba perder a un abanderado de la causa palestina y de la resistencia antisionista. Lo cierto es que Israel y Siria están técnicamente en guerra. Asad es un autoproclamado adversario de Israel, además de fiel aliado de sus enemigos: Irán y la organización libanesa Hizbulá, que han cerrado filas para sostenerlo.

Sin embargo, la relación de los Asad con Israel acerca del territorio ocupado del Golán ha sido, en términos prácticos, cordial. Los golaníes, a diferencia de los palestinos que viven en zona ocupada, tienen libertad de movimiento por todo el territorio israelí. El editor del periódico israelí Haaretz, Aluf Benn, calificaba recientemente a Asad como “aliado silencioso” de Netanyahu, al haber garantizado la estabilidad en la frontera, pese a su discurso beligerante. Además, con Asad o sin él, no será fácil que Israel devuelva un territorio cuyos recursos acuíferos proporcionan el 33 por ciento del agua natural que sus ciudadanos consumen cada año.

Israel se mantuvo en silencio durante el primer año de conflicto, lo que se interpretó como un nerviosismo contenido ante la incertidumbre que supondría la caída del régimen sirio. En 2012 su inquietud renació, y la semana pasada dio por terminados los “cuarenta años de calma en la frontera”. El ministro de Defensa, Moshe Yaalon, asegura que el país se enfrenta a diversas amenazas de seguridad, especialmente, por el riesgo a que las armas químicas que posee Siria caigan en manos de grupos extremistas.

Pero no todos en el Golán dan credibilidad a estas alarmas. Wahib Ayoub, que ha escrito diversos artículos sobre el acuerdo tácito entre Israel y Siria, cree que Netanyahu está tranquilo y que la prolongación de la guerra hace que sea “el mejor momento para Israel desde 1967”. ¿Cuánto tiempo necesitará Siria para recuperarse y poder negociar una solución para los Altos del Golán?”, se pregunta y responde al mismo tiempo. Convencido de que Israel “ni siquiera teme a los extremistas, que conoce perfectamente”, Ayoub concluye que la única preocupación de este país son los “estados civiles y democráticos” que podrían exigir la devolución de un territorio cuya ocupación Naciones Unidas, pese a su pasividad, sigue considerando hoy ilegal.

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