Opinión

Triunfo y tragedia

Uri Avnery
Uri Avnery
· 10 minutos

opinion

Ninguna ópera de Richard Wagner podría haber sido más dramática. Parecía que la hubiera dirigido un genio.

Al principio era discreto. Un pequeño trozo de papel que llegó a manos del primer ministro Levi Eshkol cuando estaba presenciando el desfile del Día de la Independencia. El texto decía que las tropas egipcias estaban entrando en la península del Sinaí.

A partir de ahí, la alarma fue creciendo. Cada día traía nuevos informes amenazantes. El presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, profirió amenazas espeluznantes. Las tropas de las Naciones Unidas encargadas de mantener la paz fueron retiradas.

En Israel, la preocupación se volvió miedo, y el miedo se tornó en pánico. Eshkol parecía débil. Cuando intentó levantar el ánimo de la población con un discurso por radio, se equivocaba y parecía titubear. La gente empezó a hablar de un segundo holocausto, de la destrucción de Israel.

En 1967, la gente empezó a hablar de un segundo holocausto, de la destrucción de Israel

Yo fui uno de los muy pocos que se mantenían alegres. En los momentos más desesperados para la población, publiqué un artículo en Haolam Hazeh, la revista que yo editaba entonces, bajo el titular de “Nasser ha caído en una trampa”. Incluso mi mujer pensaba que estaba loco.

Mi alegría tenía una simple razón.

Unas semanas antes había dado una charla en un kibutz cerca de la frontera siria. Como de costumbre, me habían invitado a tomar café después con un selecto grupo de miembros. Allí me dijeron que “Dado” (el general David Elazar), el comandante del sector del norte, había dado una conferencia allí la semana anterior, y que después había tomado café. Como yo.

Después de hacerme jurar guardar el secreto, me desvelaron que Dado les había dicho – después de hacerles jurar que guardarían el secreto – que cada noche, antes de irse a dormir, le pedía a Dios que Nasser enviara a sus tropas al desierto de Sinaí. “Allí los destruiremos”, les había asegurado Dado.

Nasser no quería la guerra. Sabía que su ejército no estaba lo suficientemente preparado. Se estaba tirando un farol para satisfacer a las masas árabes. Fue incitado por la Unión Soviética, cuyos líderes creían que Israel estaba a punto de atacar a su principal aliado en la región, Siria, como parte de un complot estadounidense a escala mundial.

Nasser vio una oportunidad de imponer el liderazgo egipcio sobre el mundo árabe viniendo al rescate de Siria

(El embajador soviético, Dmitri Chuvakhin, me invitó para una charla y me reveló el complot. Entonces, dije yo, ¿por qué no pedís a vuestro embajador en Damasco que aconseje a los sirios que paren sus ataques en nuestras fronteras, al menos temporalmente? El embajador se rió. “¿Realmente crees que alguien en Siria hace caso a nuestro embajador?”)

Siria había permitido que el nuevo Movimiento de Liberación Palestina de Yaser Arafat (Fatah) pusiera en marcha pequeñas y poco efectivas acciones de guerrilla en su frontera. También hablaron de una “guerra de liberación popular” al estilo argelino. Como respuesta, el jefe del Estado Mayor israelí, Yitzhak Rabin, los amenazó con una guerra para cambiar el régimen de Damasco.

Abdel Nasser vio una oportunidad fácil de imponer el liderazgo egipcio sobre el mundo árabe viniendo al rescate de Siria. Amenazó con lanzar Israel al mar. Anunció que había puesto minas en el Estrecho de Tirán, bloqueando el acceso de Israel al Mar Rojo. (Después se filtró que no había colocado ni una sola mina).

Pasaron tres semanas y la tensión era insoportable. Un día, Menachem Begin me vio en los pasillos de la Knéset, me llevó a su despacho y me imploró: “Uri, somos rivales políticos, pero en esta emergencia, estamos unidos. Sé que tu revista tiene mucha influencia en la generación joven. Por favor, ¡úsala para animarlos!”

Todas las unidades de reserva, la columna vertebral del ejército, estaban movilizadas. Apenas se veían hombres por las calles. Y aún así Eshkol y su gabinete dudaban. Mandaron al jefe del Mossad a Washington para asegurarse de que Estados Unidos apoyaría una acción por parte de Israel. Bajo la creciente presión pública, Eshkol formó un gobierno de unidad nacional y nombró a Moshe Dayan ministro de Defensa.

Cuando el arco estaba tensado hasta el punto de casi romperse, soltaron el ejército israelí. Las tropas – en su mayoría soldados de reserva que habían sido repentinamente arrancados de sus familias y que habían estado esperando con impaciencia durante tres semanas – volaron como flechas.

Estaba en una sesión de la Knéset el primer de la guerra. A la mitad, nos dijeron que fuéramos al refugio antiaéreo porque los militares jordanos en el cercano Jerusalén Este habían empezado a bombardearnos. Mientras estábamos allí, un amigo mío, oficial de alto rango, me susurró al oído: “Se acabó. Hemos destruido las Fuerzas Aéreas egipcias por completo.”

Cuando se anunció la victoria, parecía  tan inmensa que muchos creyeron que fue la mano de Dios

Cuando llegué a casa aquella noche después de conducir durante el apagón, mi mujer no me creyó. La radio no había dicho nada sobre el logro increíble. Radio El Cairo estaba diciendo a sus oyentes que Tel Aviv estaba ardiendo. Me sentí como un novio en un funeral. La censura militar israelí prohibió cualquier mención de victorias y las emisoras seguían estando dominadas por presentimientos terribles.

¿Por qué? El gobierno israelí estaba convencido – y con bastante razón – que si los países árabes y la Unión Soviética se daban cuenta de que estaban cerca del desastre, conseguirían que Naciones Unidas parara la guerra de inmediato. Fue de hecho lo que ocurrió, pero para entonces nuestro ejército ya estaba en camino hacia El Cairo y Damasco.

A pesar de estos antecedentes, cuando se anunció la victoria, parecía inmensa; tan inmensa, de hecho, que muchos creyeron que fue la mano de Dios. Nuestro ejército, que se había formado en el pequeño Estado de Israel de por aquel entonces, conquistó toda la península de Sinaí, los Altos del Golán, Cisjordania, Jerusalén Este y la Franja de Gaza. Del “segundo holocausto” a la liberación milagrosa en tan solo seis días.

# Entonces, ¿fue una “guerra defensiva” o un “acto de cruda agresión”? En la conciencia nacional, fue y sigue siendo puramente una guerra defensiva que empezaron los árabes. Si hablamos de manera objetiva, fue nuestro bando el que atacó, aunque por una auténtica provocación. Años después, cuando dije esto de pasada, un importante periodista israelí se enfadó tanto que me dejó de hablar.

Pero sea como sea, la reacción pública israelí fue extraordinaria. El país entero estaba en éxtasis. La histeria nacional dio lugar a montones de álbumes, canciones y todo lo imaginable sobre la victoria. No había límites para el orgullo. No puedo decir que no me afectara para nada.

Ariel Sharon alardeaba que el ejército israelí podía alcanzar Trípoli (en Libia) en seis días. Se formó un movimiento a favor de un Gran Israel, y muchas de las personalidades más renombradas de Israel hacían cola para ser miembros. Poco después se puso en marcha la iniciativa de los asentamientos.

Como en una tragedia griega, tanto orgullo acaba recibiendo un castigo

Pero, como en una tragedia griega, tanto orgullo acaba recibiendo un castigo. El oro se volvió polvo. La mayor de las victorias en la historia de Israel se convirtió en su peor pesadilla. Los territorios ocupados son como la camisa de Neso, pegada a nuestro cuerpo para envenenarnos y atormentarnos.

Justo antes del ataque, Dayan había declarado que Israel no tenía ninguna intención de conquistar nuevo territorio, sino que tan solo pretendía defenderse. Después de la guerra, el ministro de Exteriores Abba Eban declaró que la línea de armisticio previa a 1967 era la “frontera de Auschwitz”.

Dado que los generales “siempre libran la última guerra”, por lo general se suponía que el mundo no permitiría que Israel se quedase con los territorios recién ocupados. En ese momento, la “última guerra” era la confabulación israelo-franco-británica contra Egipto en 1956. Entonces, el presidente estadounidense Eisenhower y el primer ministro soviético Bulganin habían obligado a Israel a devolver hasta el último centímetro de los territorios conquistados.

La antigua frontera (o “línea de demarcación”) tenía una protuberancia hacia dentro cerca de Latrun, a mitad de camino entre Tel Aviv y Jerusalén, que cortaba la carretera principal entre las dos ciudades. Inmediatamente después de los seis días de lucha, Dayan se apresuró a expulsar a los habitantes de los tres pueblos árabes que allí había y erradicar cualquier prueba de que hubieran existido. Fueron remplazados por un parque nacional financiado por el gobierno de Canadá y los bienintencionados ciudadanos canadienses.

El escritor Amos Kenan fue testigo visual y, tras mi petición, escribió un informe desgarrador sobre el horrible desalojo de los vecinos de los pueblos: hombres, mujeres, niños y bebés que fueron obligados a marchar a pie bajo el ardiente sol de junio todo el camino hasta Ramalá.

La gran mayoría de los israelíes de hoy en día no puede ni imaginar un Israel sin territorios ocupados

Intenté intervenir, pero era demasiado tarde. Sin embargo conseguí parar la demolición de la ciudad de Qalqilya cerca de la frontera. Cuando supliqué a varios ministros, incluido Begin, se paró la demolición. Un vecindario que ya había sido demolido fue reconstruido y permitieron que sus habitantes volvieran. Pero indujeron a más de cien mil refugiados, que habían estado viviendo desde 1948 en un enorme campo de refugiados cerca de Jericó, a huir cruzando el Jordán.

Poco a poco, el gobierno israelí se acostumbró al asombroso hecho de que no hubiera una presión real en Israel para retirarse de los territorios ocupados. En una larga conversación privada que tuve con Eshkol al día siguiente de la guerra, me di cuenta de que él y sus colegas no tenían intención alguna de devolver nada a menos que se les obligara. Mi sugerencia de ayudar a los palestinos a crear su estado fue respondido por una amable ironía de Eshkol.

Así que se perdió una oportunidad histórica. Se dice que cuando Dios quiere destruir a alguien, primero lo vuelve ciego, tal y como hiciera como castigo con los hombres de Sodoma (Génesis 19:11).

La gran mayoría de los israelíes de hoy en día, en todo caso nadie con menos de 60 años, no puede ni imaginar un Israel sin territorios ocupados.

En el 46º aniversario del gran drama, tan solo podemos desear que nunca hubiera ocurrido, que todo fue un mal sueño.