Opinión

La película de El Príncipe

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 6 minutos

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El próximo otoño Telecinco estrenará la serie de televisión El Príncipe, ambientada en el barrio ceutí del mismo nombre, considerado uno de los más peligrosos de Europa. Sin embargo, los caballas, como se conoce popularmente a los naturales de la ciudad autónoma, se han acostumbrado este verano a ver los informativos como si se tratara de capítulos piloto de dicha producción: sicarios, narcos, yihadistas, se han sumado a las ya tradicionales imágenes de inmigrantes tratando de cruzar la frontera escondidos en atracciones de feria. Y lo que han visto les ha parecido más propio del género de terror que del policiaco.

Primero fueron los ocho detenidos por reclutar combatientes para Siria, presuntamente vinculados a Al Qaeda. Dos semanas después, vino el asesinato del capo Tafa Sodia en pleno Ramadán y en La Marina, a una hora de la noche en la que es frecuente ver pasear a padres con sus hijos. Finalmente, un predicador salafista de Benzú pidió “atemorizar a los opresores” de la policía, y durante toda la Feria se han sucedido las situaciones de psicosis ante posibles atentados. Demasiado para una ciudad de 84.000 habitantes, donde desde tiempos inmemoriales conviven en paz cristianos, musulmanes, judíos e hindúes.

En la Ceuta de los años 80, El Príncipe era sinónimo de territorio comanche, cocina del infierno

Para quienes frecuentamos Ceuta en los años 80, El Príncipe era sinónimo de territorio comanche, la cocina del infierno donde –como ocurriría en otros lugares deprimidos de la geografía española– ni siquiera los servicios públicos se atrevían a entrar. Sembrado de construcciones ilegales, carente de las más elementales infraestructuras, el barrio fronterizo donde antaño la policía entraba a saco y con total impunidad –como, dicho sea de paso, hacía por todas partes durante el franquismo– había empezado a armarse. El flujo de dinero procedente del floreciente tráfico de hachís, combinado con la más absoluta miseria, produjo una mezcla explosiva hasta la década de los 90, cuando dos hechos, la presión fiscal de España y el embarque directo de la droga desde Marruecos, hundieron el negocio en Ceuta.

Antes de ese declive, los niños de la barriada con mayor tasa de desempleo del país –un 90 por ciento según algunas fuentes– tenían como principal diversión quemar contendores para atraer coches de bomberos y apedrearlos. Sus referentes no era los modestos cacharreros ni los vendedores de higos chumbos, sino los narcos, hijos de la miseria como ellos que, en poco tiempo y fascinados con películas como El padrino o El precio del poder, habían amasado fortunas, coleccionaban motos y bólidos impropios de una ciudad con límites de velocidad estrictos, construían piscinas donde nadaban marrajos y sacaban a pasear leones como si fueran caniches. Era la dulce venganza de la clase oprimida sobre la sociedad que toleraba tales desigualdades e injusticias, al precio de generar violencia y corrupción a gran escala.

Cuando se cortó el narcotráfico, el dinero empezó a llegar por una vía inesperada: la religión

El capital del narcotráfico no revirtió en el barrio. Cuando esa prosperidad se cortó casi de golpe, El Príncipe siguió siendo un pozo de subdesarrollo, pero sin grandes capos. Entonces el dinero empezó a llegar por una vía inesperada: la religión. Es sabido que el islam de Marruecos y del Magreb en general ha sido siempre mucho más tolerante que, por ejemplo, el wahabismo saudí. No obstante, y como ha sucedido por lo común en todos los procesos de descolonización, los predicadores moderados fueron siendo progresivamente sustituidos por otros radicales, a menudo educados y financiados por los petrodólares de Riad. El caso de los reclutamientos de yihadistas para Siria, con toda su sofisticada infraestructura, muestra a las claras que el asunto no está en manos de cuatro iluminados, sino que está dotado de un apoyo económico y organizativo muy potente.

“Si no evolucionas horizontalmente con tus semejantes”, me dijo un amigo que conoce bien el paño, “lo harás verticalmente con Dios”. Los vecinos de El Príncipe no han podido, a pesar de los redoblados (aunque nunca suficientes) esfuerzos de los servicios sociales, evolucionar con el resto de la población ceutí, pero tenían expedita la comunicación con Dios. Ni siquiera hizo falta erigir mezquitas: en bajos de viviendas, algunos casi clandestinos, la parroquia iba creciendo día a día.

A esta circunstancia se fue sumando, sobre todo entre los jóvenes, una fuerte corriente antisistema, con una fijación antiimperialista obsesiva, que ha permitido que chavales con un futuro dudoso se decidan a tomar las armas a muchos miles de kilómetros de sus casas. Los casos de Hamed Abderrahmán Ahmed, el joven ceutí detenido en Guantánamo, o de Rachid Wahbi, el taxista de 32 años que murió luchando contra el ejército de Bachar Al Asad, hablan de un juego en el que los peones están siendo extraídos de los cajones de la desesperación y de la impotencia.

Dar voz en la TV a disparates religiosos hace un flaco favor a los valores de la tolerancia

Si, como parece evidente, ya hay una línea del CNI dedicada a detectar y neutralizar los movimientos yihadistas en Ceuta, estaríamos ante la primera toma de conciencia clara de la gravedad del problema por parte de las autoridades españolas. Pero descabezar una y otra vez a la hidra no será suficiente si no cambian las condiciones de base, que no son sólo económicas. Dar voz en la televisión pública, en nombre de un mal entendido respeto a la diversidad religiosa, a dudosas autoridades dispuestas a decir todo tipo de disparates –arremetiendo por igual contra los perfumes femeninos, los tatuajes o los dentistas– equivaldría a proponer a Torquemada como portavoz de los cristianos españoles, y en todo caso hace un flaco favor a los valores de tolerancia que se creen promover.

Pero sobre todo es la hora de hacer una inversión sostenida y definitiva en El Príncipe, mayor incluso que la destinada a los esfuerzos policiales, para ahuyentar de una vez al fantasma del subdesarrollo. La barriada, como otras zonas deprimidas de Ceuta, no es solo una afrenta para quienes viven en ella: su pobreza humilla a todos los ceutíes, ofende a la orgullosa Europa, a la que pertenece en idéntico rango que el centro de Bruselas o los más exquisitos rincones parisinos. Muchos ceutíes de clase media proceden de familias pobres de la posguerra, que encontraron tras la dictadura oportunidades para salir de la precariedad y el oscurantismo, y sobre todo espejos en los que proyectar otras vidas posibles. Ellos deberían ser los primeros en apoyar un cambio semejante para sus vecinos de la frontera. Aunque sólo sea para permitirles escribir un final feliz para su propia película.