Crítica

La vida es lo que pasa

Alejandro Luque
Alejandro Luque
· 5 minutos

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La grande bellezza
Dirección: Paolo Sorrentino.

Siempre que una película –o un libro, o un disco– son acogidos con unánime entusiasmo, tiendo por sistema a poner el producto en agua tibia. Esas corrientes de simpatía, tan fomentadas ahora por el contagio de las redes sociales, tan pronto se desvanecen de la noche a la mañana como se matizan cuando se las contempla con cierta perspectiva. Con estas prevenciones acudí a ver La grande bellezza, el filme con el que Paolo Sorrentino prometía resarcirse de la decepcionante This must be the place y volver a la gloriosa senda de Il divo.

Basta ver veinte minutos de película para darse cuenta de que estamos ante un cine con mayúsculas. El dominio absoluto del ritmo, la elección de escenarios es impecable, y qué decir de la fuerza que despliega en pantalla, desde el minuto uno, ese monstruo de la interpretación que es Toni Servillo. Sí, antes de acabarme las palomitas, estaba encandilado con la cinta. ¿Qué más se puede añadir? Quizá solo algunas advertencias para quienes aún no la hayan visto.

Se ha usado como reclamo publicitario que La grande bellezza es un formidable canto a Roma. Esto es cierto solo parcialmente. De hecho, La Ciudad Eterna es, como solemos decir pedantemente, un personaje más en el filme, pero un personaje secundario. Que el Coliseo asome una y otra vez frente a la envidiable terraza del protagonista no alcanza para considerarla main character. Su cometido es otro, como veremos.

Roma es un personaje más en el filme, pero un personaje secundario

El argumento gira en torno a Jep Gambardella, un bartleby que cosechó un cierto éxito con su primera y única novela, y que nunca ha vuelto a intentar una empresa similar. Se ha ganado la vida haciendo reportajes para una glamourosa revista, y la fama cosechada le ha servido para hacerse popular en la noche romana, en la que se ha rodeado siempre de famosos de papel couché e intelectuales. A sus 65 años recién cumplidos ya no está por perder el tiempo en placeres vanos, ni por callarse una sola verdad en aras de corrección política alguna. Y, al mismo tiempo, su cotidianidad es una larga sucesión de eventos que podríamos llamar culturales –los consabidos timos de la vanguardia artística– alternados con las fiestas desaforadas de la alta sociedad.

Contada a brochazos impresionistas, pero con una asombrosa capacidad para suavizar el tempo y profundizar en determinados aspectos del mundo de Gambardella y quienes le rodean, La grande bellezza podría pasar, en efecto, por declaración de amor a Roma, pero sobre todo de la Roma oculta que se despliega ante los ojos del espectador en la memorable secuencia de los palacios. También podría leerse en el guión una crítica corrosiva a la jet set italiana que derrocha fortunas y horas de sueño en divertimentos horteras mientras Europa sufre el bombardeo de las grandes corporaciones y su artillería financiera.

Pero Sorrentino, en el fondo, tiene pretensiones mucho más elementales. Ha escrito una historia sobre la vida, eso que pasa mientras hacemos planes, según frase atribuida a John Lennon; o bebiendo whisky y bailando La colita. A Gambardella le ha llegado esa edad terrible en la que toca hacer balance, evaluar sus logros y sus naufragios. Descubrir si todavía posee algún margen para sorprenderse, cuando se halla de vuelta de casi todo. Preguntarse, en fin, si ha invertido bien el don precioso de sus días y de sus noches.

Es una buena metáfora de esa sociedad europea obnubilada por la fiesta de la bonanza económica

La respuesta ocupa al autor de Todos tienen razón casi dos horas y media de metraje, con momentos oníricos de gran hermosura, discursos y diálogos impecables, ironías abundantes y algunos golpes de efecto verdaderamente espléndidos. Eso sí, por poner peros, Servillo, que está colosal, se excede a veces en su exhibición de recursos: la naturalidad felliniana de su paseo nocturno con Ramona, por ejemplo, contrasta con la acartonada teatralidad de las dos escenas del luto. No se puede ser de verdad y de mentira al mismo tiempo; y tal vez no sea recomendable intentarlo en una misma película.

Gambardella, en fin, entiende que entregó a Roma –pero también hubiera podido ser Nueva York, o Londres, o Berlín– el tesoro de su juventud, y que la ciudad y sus espejismos la consumieron en un visto y no visto. Olvidó detenerse a mirar y sentir a su alrededor, olvidó –como le recordará una centenaria monja– la importancia de recordar de dónde viene. ¿No sería el escritor una buena metáfora de esa sociedad europea obnubilada durante años por la fiesta de la bonanza económica, entregada a la frivolidad y al esnobismo más ramplón?

Un hipnótico plano de Roma, tomado desde alguna embarcación sobre el río, ofrece una última lectura heraclitiana: la Ciudad Eterna sigue ahí, pero no volveremos a bañarnos, ni a navegar, dos veces en el mismo Tíber.