Reportaje

El país del petróleo se queda sin gasolina

Laura J. Varo
Laura J. Varo
· 13 minutos
Puerto de Zuara, bloqueado por las milicias amazigh en protesta (Nov 2013) | ©  Karlos Zurutuza
Puerto de Zuara, bloqueado por las milicias amazigh en protesta (Nov 2013)
| © Karlos Zurutuza

Trípoli | Enero 2014

“Hemos tenido suerte”, dice Tareq Zayat, sentado en el asiento del copiloto del todoterreno de su amigo Mohammed, “no hay prácticamente cola”. Por el parabrisas se cuentan las luces de al menos otra docena de vehículos que esperan en fila ante la gasolinera. “Esto son diez minutos, hemos tenido suerte”, se ríe ante el escepticismo de esta corresponsal.

Las colas kilométricas en las estaciones de servicio en Trípoli y en las localidades de los alrededores dan fe del apuro en el que se ve el gobierno de Libia. El Gobierno ha desplegado patrullas militares en algunas gasolineras, después de que hubiera disturbios en ellas. El tráfico ya de por sí saturado en las carreteras que llevan a la capital se colapsa al paso de cada establecimiento, conforme decenas de automóviles abarrotan cualquier carril esperando la vez. A Tareq le suena el teléfono constantemente, sus colegas saben que está en movimiento: “No paran de llamarme para preguntar dónde hemos echado gasolina”.

Las colas kilométricas en las gasolineras dan fe de los apuros del gobierno de Libia

El petróleo libio ya no es más que un rehén en la contienda política entre Trípoli y Bengasi. Ambas ciudades protagonizan una rivalidad casi tan antigua como la excolonia italiana. Tras la caída de Gadafi, la capital de la Cirenaica vio la posibilidad de retomar los derechos que la dictadura le había quitado. Ahora, la frustración ha hecho el resto.

“Hemos cortado Tobruk, Bengasi, Brega, Ras Lanuf, Zuetina…”, enumera Abdelbasset, un antiguo opositor a Gadafi vinculado al movimiento federalista en Bengasi que se niega a dar más señas para proteger su identidad. “Esos son los puertos desde donde se vende el petróleo, pero también cerramos los lugares de donde viene: los pozos, los oleoductos que llegan a la playa, controlamos todo eso”, cuenta.

Cinco meses de bloqueo del suministro de crudo por parte de las milicias enfrentadas al poder central han empezado a hacer mella en Trípoli. A finales de noviembre el Gobierno admitió que había empezado a utilizar las reservas para poder atender las demandas de combustible de la población. No ha sido suficiente. Las gasolineras de la ciudad llevan semanas funcionando de forma intermitente por falta de suministro y, en Libia, prácticamente nadie sabe moverse sin un coche.

Paradójicamente, los responsables del secuestro son los mismos milicianos que hasta su renuncia formaban la Guardia de Instalaciones Petrolíferas (GIP), una brigada que agrupa ahora a excombatientes y líderes tribales con aspiraciones federalistas en la región oriental de Cirenaica (Barqa, en árabe), que produce en torno al 65% de los hidrocarburos.

Escasos efectivos y demasiados frentes

Según Abdelbasset, la antigua GIP aglutina al menos 16.000 hombres cuya única misión es impedir que nadie suelte una sola gota, frente a los poco más de 3.000 soldados de las Fuerzas Especiales desplegados en Bengasi y enfrascados en la lucha contra la milicia islamista radical Ansar al-Sharia, otro de los dolores de cabeza del Ejecutivo.

La antigua Guardia de Instalaciones Petrolíferas, de 16.000 hombres, es la ejecutora del bloqueo

“¿Crees que podríamos parar la producción del petróleo si no tuviésemos este ejército?», se jacta el oficial federalista, que cuenta unos 500 combatientes en cada una de las 25 posiciones en las que se han estacionado por toda la región oriental. “Todo está controlado, todo está protegido y ellos (Gobierno y Parlamento) no pueden tocarlo”.

“Obviamente es un problema mayor, pero tenemos que lidiar con el asunto con sabiduría”, reconocía el primer ministro, Ali Zeidan, en una entrevista reciente. “Si no tenemos otra opción que usar la fuerza, usaremos la fuerza”. Pese a las amenazas del Ejecutivo (las declaraciones de Zeidan no son más que la última entrega de una serie de advertencias que arrancó en verano), el actual statu quo impone una realidad mucho más difícil de asumir en un país donde ni el Ejército ni la Policía han logrado imponerse más allá de la capital.

A primera vista, también Bengasi, la ciudad principal de la región oriental de Cirenaica y segunda urbe de Libia tras la capital, Trípoli, es un lugar tan calmo como las aguas del mediterráneo que llenan de tonos turquesa el paseo marítimo. Pasa desapercibido el parón de los buques en el puerto, con su terminal de exportación de petróleo (una de las más importantes del país) paralizada. Tampoco es evidente quiénes son los hombres uniformados cuyos checkpoints salpican la carretera de camino al aeropuerto, ¿soldados o milicianos?

Hoda Abuzeid cuenta historias mientras el coche serpentea por entre las callejuelas del zoco veneciano de Bengasi. Al final de la calle hace esquina parte de su historia familiar. “Ahí estaba el local de mi abuelo”, señala, “era barbero del rey Idris (derrocado por Muammar Gadafi en el golpe de estado de 1969), cuando volvamos a la normalidad quizá reabrimos en esa tienda”.

«El Gobierno es apenas una postal para el mundo exterior», asegura la activista Hoda Abuzeid

Esa normalidad a la que se refiere la joven es la de pasear sola por la calle, la de no temer los atentados y asesinatos selectivos por parte de los islamistas radicales de Ansar as-Sharia y la de ver policías patrullando para mantener el orden en una ciudad que fue la primera en levantarse contra 42 años de dictadura del caudillo y que ahora reclama su lugar en el país.

“Estos grupos (las milicias) están fuertemente armados, están entrenados, lucharon durante la guerra”, critica Hoda. “No hay un Gobierno funcional, el Gobierno es una postal para el mundo exterior”, añade.

Estado de alerta

Lo más aproximado a una entidad gubernamental, el Congreso General Nacional, declaró este fin de semana el estado de alerta en el país tras una sesión extraordinaria, después de que milicianos atacasen una base de la fuerza aérea en la ciudad de Sabha, a 770 kilómetros al sur de Trípoli. El incidente pone de manifiesto el creciente estado de caos en el que está sumido el país.

El Gobierno libio se ha propuesto acabar con el reinado de las milicias. Un decreto obligará a los guerrilleros a sumarse a las fuerzas de seguridad nacionales de forma individual a partir del 1 de enero. “Intentamos integrar a las milicias en el Ejército”, confirma el parlamentario Taufik Erbik, “pero tomamos la decisión hace solo unos meses”. “Para controlar a estos grupos”, reconoce, “antes tenemos que construir un pequeño Ejército profesional, para plantarles cara si no avienen a la medida”.

Pero el Ejército libio apenas cuenta con unos pocos miles de hombres para hacer frente a los radicales de Ansar as-Sharia, que mantienen una guerra abierta contra las instituciones elegidas democráticamente en julio de 2012.

Los laicos prooccidentales, victoriosos en las elecciones 2012, han tenido que aceptar la sharia como fuente de derecho

Después de ocho meses de guerra que acabaron con la dictadura de Gadafi, la victoria de los laicos proocidentales en Libia parecía romper con la dinámica instalada después de la primavera árabe, con los islamistas gobernando en Túnez y Egipto. Dos años después de la muerte del coronel en octubre de 2011, el Parlamento se ha visto obligado a aprobar una declaración que consagra la sharia (el código islámico) como fuente de derecho, según ha reconocido el propio primer ministro, Alí Zeidan. Es un síntoma más del caos libio y del secuestro de las instituciones.

“Hay cientos de milicias en todo el país”, se queja Taufik Erbik, miembro del Congreso General de la Nación (CGN) por la laica Alianza de Fuerzas Nacionales (AFN) que ostenta la mayoría virtual en la Cámara, aunque el grueso de parlamentarios son independientes. “Todos estos grupos se habrán acabado a final de año, cuando deberán integrarse en el Ejército o la Policía de manera individual, el problema es que ahora mismo no tenemos un control real de estos grupos”.

El área bajo control efectivo del Gobierno apenas se limita a Trípoli, y solo después de que la matanza de 46 manifestantes el mes pasado provocase la retirada de los milicianos de Misrata (a 187 kilómetros al este de la capital), tras tres días de enfrentamientos en su feudo de Ghargour, suburbio capitalino que alberga las residencias de lujo de los entonces fieles al dictador.

En el zoo, los milicianos de Ben Suleiman airean el contrato con el Ministerio del Interior que les autoriza a cuidar de los animales y a registrar a los inmigrantes ilegales arrestados en la calle antes de destinarlos a centros de detención como el de Gheryan, fuera de la capital, y gestionado por el Escudo Libio, el mismo grupo que secuestró al primer ministro en octubre de este mismo año.

El aeropuerto de Trípoli lo controlan los milicianos de Zintan, los que capturaron al hijo de Gadafi, aliados del gobierno

Los combatientes de Zintan (otra ciudad cercana a Trípoli) que capturaron al hijo de Gadafi, mantienen su control sobre el aeropuerto internacional. Pero están aliados con el gobierno y ayudarán a reducir el desorden, según Mohamed as-Shahibi, uno de los líderes de la milicia. De momento, están trabajando en la incorporación de los 600 hombres que trabajan a sueldo del Ministerio de Interior. El resto, hasta 1.200 milicianos, permanecen cerca, armados, por si la Policía y el Ejército les necesitan.

Hastío en Bengasi

Pero si en Tripolitania, el oeste del país, parece haber avances, la Cirenaica mantiene su actitud de protesta. “La gente está enfadada y realmente siente que tiene que volver a luchar”, ilustra Hoda. “La revolución empezó aquí y fuimos la primera ciudad en ser liberada, el gobierno de transición empezó aquí, y desde entonces sentimos que se nos ha ignorado”, dice esta joven libia que pisó su país por primera vez una semana después de estallar la revuelta en Bengasi, el 17 de febrero de 2011.

Nacida en Libia y criada en el exilio en California (donde ha pasado 29 de sus 31 años), Hoda llegó a Bengasi para poner en marcha “sobre el terreno” el movimiento Juventud Libia, una plataforma de activistas con sangre libia pero desperdigados por todo el globo y especialmente activa en Bengasi. Mientras intenta sacar adelante su nuevo negocio, una tienda de ropa, se ha topado de narices con ese “olvido” que denuncia. “No hay trabajo, no está pasando nada nuevo, no se está construyendo nada, ninguna infraestructura”, denuncia, “(los políticos) han tenido tiempo y no han hecho mucho”.

«Si quieres hacer una gestión en Bengasi, todavía tienes que viajar a Trípoli», denuncia un empleado petrolífero

Su pareja, Sharaf, es un empleado de la National Oil Company (NOC), el gigante estatal que mantiene el monopolio en la venta y suministro de hidrocarburos. Para comenzar a trabajar, como cualquier otro ciudadano en cualquier otra parte del país, Sharaf tuvo que volar desde Bengasi a Trípoli y gestionar allí el papeleo. “Todavía, si quieres firmar un papel o necesitas un certificado para el trabajo o para la universidad, tienes que viajar, no puedes simplemente gestionarlo aquí”, protesta, “este sistema no tiene sentido”.

Ahora, los federalistas se han tomado la revancha. El bloqueo de las instalaciones petrolíferas pretende presionar al Gobierno central para que acepte volver a la división territorial anterior al golpe de estado que encumbró a Gadafi en 1969, con Libia fraccionada en tres regiones (Tripolitania, al noroeste, Fezzan, al sur, y Cirenaica – Barqa, en árabe – , al este) y un reparto de la riqueza derivada del petróleo de acuerdo a la Constitución de 1951 (15% a la región, 15% a la administración federal y 70% al presupuesto nacional). No es la única exigencia. Al margen de las demandas de autogobierno, los federalistas han lanzado un órdago que ha sacado los colores a la capital.

“Necesitamos saber primero dónde está el dinero”, se indigna Abdelbasset, “necesitamos saber dónde va el petróleo, y, por último, necesitamos ver todos los contratos que se han firmado después del 17 de febrero antes de que levantemos un puerto o salga una sola gota de petróleo”.

Esa es una de las claves de la problemática. El Gobierno libio se ha negado repetidamente a nombrar una comisión que investigue los negocios de parlamentarios o miembros del Gabinete y siga el rastro del los contratos suscritos por el Ejecutivo en el último año, donde se sospecha que las comisiones embolsadas por los responsables políticos en obras públicas y hasta en certificaciones a la banca halal (aquella donde las transacciones financieras se acogen al precepto islámico que impide, por ejemplo, cobrar intereses en los préstamos) honran lo peor de la etapa gadafista. La actual situación ha colocado a Libia en el top-ten de los países más corruptos, según el índice de Transparencia Internacional, que la relega al puesto 172 de 177 países.

Libia está en el top-ten de los países más corruptos, según estima Transparencia Internacional

En un país donde la gasolina es, literamente, más barata que el agua, el bloqueo lanzado por Bengasi ha paralizado la economía libia, que depende de los hidrocarburos en más de un 90%. A principios de diciembre, el Gobierno anunciaba pérdidas de entre 7.000 y 8.000 millones de dólares (alrededor de 5.000 millones de euros) debidas al bloqueo del suministro de hidrocarburos que ha reducido la producción a 250.000 barriles al día, frente a los 1,4 millones en julio de este mismo año, según reconoce el Ministerio de Petróleo.

Con unas pérdidas estimadas en torno a 110 millones de dólares al día, el Ministerio de Petróleo ya ha anunciado que, de seguir así, Libia será incapaz de ajustar un presupuesto para 2014. Sin ingresos por impuestos, las arcas públicas dependen en un 99% de las rentas derivadas del petróleo. Tanto el combustible y los alimentos, ambos subvencionados, como la masa salarial de entre un 70% y un 85% de población funcionaria, dependen del erario público. Y sin petróleo, no hay dinero.

“La gente teme que volvamos a la situación anterior (a la revolución)”, apunta Hoda, “no debería ser así, ningún grupo debería poder hacer lo que quisiese e imponer su propia ley; debería haber una ley, un Ejército, un país”, explica. “Trípoli tiene tanto miedo de perder dinero, poder, de perder todo, que rechaza aceptar la idea de un verdadero estado federal, pero si Bengasi continúa así, ¿cuál es la diferencia con respecto a lo que tenía con Gadafi? Yo ya he escuchado ‘estábamos mejor antes de la guerra’, para mí eso es lo último, que la gente rememore los días bajo una dictadura en comparación con los días de libertad; hay algo que está mal, muy mal”.