Opinión

La quema de Rushdie

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 9 minutos

 

Corría el año 1989, y yo era un adolescente, cuando mi padre trajo un periódico en árabe – no recuerdo cuál fue la cabecera: en esa época, con una libertad de prensa escasa, las diferencias entre los periódicos marroquíes no eran enormes – y me señaló una columna de opinión. Te interesará. Está hablando de Rushdie.

La fetua del ayatolá Ruholá Jomeini contra Salman Rushdie había causado revuelo en todas partes. También en Marruecos. El columnista – tampoco recuerdo su nombre – se dedicaba a desmenuzar el entuerto para explicar al público que la novela del autor anglo-indio era, en primer lugar, una novela, es decir ficción. Y que lo de los versos satánicos no era ninguna novedad.

Se trata – explicaba – de un episodio perfectamente conocido, ampliamente debatido entre los teólogos musulmanes de los siglos XII y XIII y desde entonces archivado, sin necesidad de volver a airearlo: un día, el profeta Mahoma recitó unos versos, parte del Corán revelado, en los que nombraba a Lat, Uzza y Manat, «las gloriosas grullas cuya ayuda se desea». Lo de las «grullas» – palabra usada también para referirse a un joven apuesto – era obviamente un término apreciativo para referirse a las tres deidades Lat, Manat y Uzza, ampliamente veneradas en numerosos santuarios de toda Arabia antes de la expansión del islam.

Los versos satánicos era un episodio muy debatido entre los teólogos musulmanes de los siglos XII y XIII

El verso se entendió como una confirmación de que el islam admitía la veneración de estas diosas para que intercedieran ante Dios a favor de sus fieles, a modo de la Virgen cristiana. El detalle facilitó la conversión de quienes no querían dejar su fe tradicional. Pero al día siguiente resultó que aquello fue un error: este verso no había sido revelado por el arcángel Gabriel, como todo el resto del Corán, sino que había sido insuflado por Satanás, con ánimo de confundir. Gabriel le llamó la atención a Mahoma y el verso se reemplazó por otro en el que tras enumerar a las tres deidades se condenaba toda pretensión de adorarlas.

Historia perfectamente conocida, transmitida por varios biógrafos de Mahoma, entre ellos uno tan fundamental como es Tabari, fue recogida por innúmeros exégetas, normalmente para analizar su historial de trasnmisión y concluir que no pudo ser verdadera. Y a esta conclusión de los téologos, Rushdie no tiene nada que añadir, decía el columnista: quien quiera enterarse del debate de los versos satánicos debería estudiar a Tabari y sus intérpretes, y quien quiera juzgar la novela debería hacerlo según lo bien o mal escrita que esté, pero no confundir una ficción literaria con un tratado teológico. De paso, ridiculizaba también la pretensión de que Rushdie hubiese «ofendido a las esposas de Mahoma» al retratarlas como hetairas de un burdel: todas las chicas árabes del mundo se llaman Jadiya, Aicha, Zainab o Hind, y no hay que buscarles tres pies a las gatas.

Asunto concluido: si usted cree que el libro es mala literatura, tírelo al contenedor de papel viejo, pero no se sulfure.

Como sabemos, la recomendación de aquel columnista no tuvo mucho eco y medio mundo se sulfuró de espantosa y mortal manera.

Dice Baqer Moin, el biógrafo de Jomeini, que no se sabe qué movió a éste a lanzar su famosa fetua – aquélla que metió la palabra fetua en los diccionarios europeos – cuando semanas antes había descartado siquiera prohibir la importación del libro (leído y comentado en Irán, donde otra obra de Rushdie incluso había sido premiada) porque «no valía la pena responder a todo loco». Al final sí debió de valer la pena: la fetua y las muertes que provocó certificaron para el próximo cuarto de siglo, y estoy siendo optimista, la división del mundo en dos partes, el libre y el islámico.

La fetua y las muertes que provocó certificaron la división del mundo en dos partes, el libre y el islámico

Entonces no lo imaginábamos, nadie pudo imaginar que veinte años después, directores de ópera en Berlín se negarían a escenificar ciertas obras, que algunos periódicos se negarían a publicar ciertas caricaturas, que profesores de universidad se negarían a enseñar ciertos hechos históricos, citando el miedo a la furia de sus estudiantes si llegasen a escuchar en el aula que el mundo no es como lo pintan los telepredicadores wahabíes.

Y menos imaginábamos que hubiese una marea de intelectuales y políticos europeos que defendiesen la autocensura con tal de no «provocar», de no «herir la sensibilidad de los musulmanes». Si fuera un elogio de la cobardía, sería perdonable, pero no lo es: lo que piden es respeto a los teólogos jomeinistas o wahabíes, y carta blanca para que sigan oprimiendo a sus pueblos para toda la eternidad, amén. Porque son pueblos musulmanes, de manera que no necesitan libertad. Ésa, la libertad de criticar a los propios papas, de reírse de los propios dioses, de caricaturizar a los opresores de sotana y rosario, esa es para el mundo libro. No para los otros. A aquellos, los del rosario con certificado musulmán, hay que garantizarles inmunidad, para que puedan seguir ejerciendo su función de mantener bajo control a nuestro enemigo, a los pueblos allende el Mediterráneo. Por eso molestó tanto Salman Rushdie.

La fetua fue el pistoletazo de salida para dividir el mundo. Cuatro años más tarde, Samuel Huntington acuñó el concepto del «choque de civilizaciones». Cuanto más se agrandaba el abismo – Arabia Saudí y el Golfo pagaron y siguen pagando a eficaces y diligentes zapadores, azuzados un tiempo por el bocazas de Ahmadineyad – más monolítico se volvió ese acorazado de la fe que hoy se ha dado en llamar «islam».

El proceso no ha concluido: en nuestra generación aún hay personas capaces de recordar la religión musulmana antes de que fuera usurpada por la nueva fe wahabí (la diferencia entre la interpretación que Jomeini hizo del islam chií y la que el wahabismo derivó del suní no es mayor que la que separa al Opus Dei de los Legionarios de Cristo: radica en la jerarquía, no en la teología). Por esto, los Versos Satánicos de Rushdie siguen prohibidos en los países islamistas: sigue latente el peligro de que entre los lectores de la novela, alguno se entregue a la funesta manía de pensar. Y que descubra el quid del debate que se archivó, sin resolverse, hace siete siglos: la grieta por la que hace aguas el constructo del islam.

El episodio eran diabólico: si en el libro santo se pudo colar un verso falso ¿cuántos más?

Los teólogos de entonces no tuvieron más opción que refutar el episodio referido por Tabari: si en el libro santo se pudo colar un verso falso ¿cuántos más? Si una frase del texto entregado por el ángel de Dios pudo corregirse después ¿cuántas más se corrigieron?

Los versos satánicos son, de hecho, diabólicos para el clero del islam: recuerdan a quien quiera verlo que esta religión creció como cualquier otra, convivió con las diosas tradicionales (las grullas eran una ave sagrada en numerosas culturas), se desarrolló, probablemente durante siglos, como ha mostrado Günter Lüling, hasta reformarse, unificarse, imponerse por decreto y esforzarse en borrar todo rastro de sus fases antiguas. Recuerdan que su libro santo se elaboró como cualquier otro, a lo largo de la historia, modificándose y editándose acorde a las circunstancias políticas y sociales. Algo que debería ser obvio para cualquier persona dotada de raciocinio. Pero el raciocinio es el antónimo de la fe.

Sí: aunque cualquier alumno de una madraza sabe que no existía un Corán escrito en tiempos de Mahoma, y que hubo largos e intensos debates hasta que se consensuó una versión oficial, incluso un predicador que se las da de humanista universal, como Fethullah Gülen, dirigente de una red mundial de escuelas, desde Pensilvania a Kazajistán, insiste en que «el texto del Corán es fiable en su totalidad, y nunca ha sido cambiado, editado o modificado desde que fue revelado».

La leyenda dorada de la vida de Mahoma aún hoy se acepta en Europa como si fuera una verdad revelada

Las escuelas de Gülen son las que forman la élite política de Turquía: falta poco para que se convierta en dogma oficial la simpática creencia popular de que el Corán lleva escrito en una tabla, suspendida en los cielos, desde la creación del mundo. En árabe, por supuesto. En el alfabeto árabe que Farahidi estandarizó un siglo después de Mahoma. Sería de risa, si no fuera tan serio. (No son menos de risa los esfuerzos de los predicadores cristianos que utilizan el episodio de los versos satánicos para convencer a su grey de que Mahoma era un falso profeta, a diferencia de Jesucristo, que resistió a Satanás, como si el valor de una religión se pudiera demostrar con los chascarillos de sus mitos fundacionales).

No sé si Salman Rushdie se había propuesto señalar el fundamento de barro de la leyenda dorada de la vida de Mahoma que aún hoy, los historiadores europeos aceptan como si fuera una verdad revelada. Pero alguien en el entorno de Jomeini debió detectar la grieta y dar la voz de alerta. Y como Othman, el tercer califa, mandó quemar todos los ejemplares del Corán que no correspondiesen a la versión oficial, así intentaron quemar a Rushdie.

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© Ilya U. Topper Especial para MSur

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