Crítica

La repesca

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 9 minutos
olmos-temporada

Alberto Olmos (antólogo)
Última temporada

Género: Relatos
Editorial: Lengua de trapo
Páginas: 424.
ISBN:978-84-8381-150-4
Precio: 18,72 €
Año: 2013

Segundo pase. Nos encontramos con ocho nombres conocidos: casi todos los de Bajo treinta. Esta vez, el antólogo es Alberto Olmos, y el criterio es haber nacido entre 1980 y 1989: es decir, todos menores de treinta y tres y mayores de veinticuatro. Veamos.

Primera sorpresa: aquí, Aixa de la Cruz está brillante, con Abu Ghraib. Estoy seguro de que ustedes han oído hablar de la tortura que consiste en someter al preso a música continua. Lo que a nadie se le ha ocurrido antes es plantearse qué siente el compositor. No se rían. La historia es tremenda porque es difícil huir de la sensación de que podría ser hasta verdad. (Posdata: tecleen en internet el nombre del grupo canadiense Skinny Puppy: la noticia salió este mes. Aixa de la Cruz se adelantó, y mucho).

Matías Candeira no decepciona con Zoopatías: otra entrega con su toque gore, algo menos conseguida quizás, pero suficiente en su perfil de un empleado de zoo celoso de los delfines. Me reconcilio con Juan Soto Ivars: en Olé los tanques muestra unas excelentes dotes de narrador, de saber contar una historia seria con trasfondo política (el golpe del 28-F) con suficiente gracia y ritmo como para enganchar al lector de verdad. Doy nota a Guillermo Aguirre con Las Obras entre las que se pasea un anciano director de cine: un paisaje sólo casi urbano, más bien periférico, donde se borra la frontera entre obras muertas y máquinas vivas, entre el último hombre en el mundo y los personajes alrededor. Nivel.

Conocen ustedes la tortura que consiste en someter al preso a música continua, pero ¿qué siente el compositor?

También María Folguera mejora notablemente con Descenso: no ocurre nada, esencialmente, pero el relato tiene el aire lírico y detallista de un capítulo de El Jarama, esa gran novela donde tampoco ocurre nada. Si se queda en ejercicio de estilo, al menos es uno muy conseguido. Igualmente mejor está Jenn Díaz con El vuelo del moscardón, aunque a la larga pelea de enamorados y una mujer con muchas dudas, no sé, le sigue faltando un argumento.

Víctor Balcells no está del todo mal en Televisión man, con su duro perfil de dos hermanos en esa difícil edad de la infancia que no es aún adolescencia y, si no es más difícil de vivir, probablemente sí lo sea de narrar. Eso sí, entre la crítica soterrada al consumismo infantil y la presión ambiental adolescente, se hacen largo diez páginas para un desenlace más bien de andar por casa. Aloma Rodríguez, en cambio, confirma la primera impresión: aunque Agosto, Teruel está bien narrado, totalmente realista, la impresión inevitable es que esto sigue siendo el álbum familiar, donde la escritora simplemente hace de ella misma, un día cualquiera de su vida. Más ejercicios.

Y de nuevo desconcierta Cristina Morales: lo que ya tenemos claro es que quiere llamar la atención y, a toda costa, pasar por activista del feminismo. Con un título como Fatoumata Tourai y veinticinco hijos de puta, eso es fácil. Quizás demasiado fácil: hacer un panfleto no cuesta nada, si se escoge una mujer negra, inmigrante ilegal, perseguida por el patriarcado africano y – para que no falte ningún detalle – la ablación del clítoris, y se le añaden un par de funcionarios de inmigración justo en el límite donde el machismo y racismo cotidiano y verosímil rayan en la caricatura.

Aplaudo el desparpajo y el arrojo, la capacidad de hacer literatura (muy) erótica

Cierto, esta vez sí hay un relato, aunque tal vez siguiendo el consejo de cierto escritor de ciencia ficción: coger dos asuntos nada relacionados, echarlos juntos a la cazuela y ver qué pasa. Aquí se cocina la historia de Fatoumata junto a la de la traductora de la comisaría del aeropuerto, a punto de casarse, y no sólo por papeles, con su amante argentino, lo cual exige una entrevista oficial para aclarar que no sea sólo por papeles.

Sí: cómo consigue Morales dinamitar este trámite mediante un diálogo de muy alto voltaje sexual, también en el límite de lo verosímil, eso merece un respeto. Aplaudo el desparpajo y el arrojo, la capacidad de hacer literatura (muy) erótica. Pero en conjunto, la chispa cómica de esta parte casa mal con la denuncia dramático-oenegera de la otra. Y tampoco veo la necesidad de abultar todos los diálogos con Fatoumata, all of them, con sus preceptivas repeticiones en mediano inglés, in what Spanish people think is English.

Y vamos con los nuevos. Roberto de la Paz (Madrid, 1982) ofrece N, un relato que combina bien la sensación de soledad con un fin abierto casi onírico y un personaje femenino capaz de fascinar, aunque sea por sus silencios. Onírico, pero tirando hacia pesadilla realista es también Llamarse nadie de Salvador Galán Moreu (Granada, 1981), con la persecución nocturna de un imperdible de colores que regresa de la infancia, aunque al final le falta sutileza, le faltan las ganas de mantener entretejida la realidad con lo imposible: hay que leer más a Juan Rulfo.

Prefiero el sueño apocalíptico de las Bellas Ruinas de María Zaragoza (Campo de Criptana, 1982), la alocada risa de una pareja en un mundo donde el hormigón se disuelve de forma espontánea. Sobre los escombros aletea el gozo de quien no tiene nada que perder, quien tiene el privilegio de contemplar fascinado el fin de la civilización. Me gustan los apocalipsis, confieso. Pero huyo del derribo personal e interior de alguien, si necesita doce páginas de monólogo espeso y confuso para narrarlo, en alguna parte entre la cordura y el desvarío, como le ocurre a Pablo Fidalgo Lareo (Vigo, 1984) en ¿Qué quieren estas personas que llaman de madrugada? Y también me pierdo en Todos bien, de Daniel Gascón (Zaragoza 1981), pero no por el estilo, ágil y atractivo, ni tampoco porque no sepa qué es un cónsul honorario, sino porque no pillo quién es. Está bien ponerle al lector pistas y dejar las cosas a medio decir, pero a medio, no una cuarta parte, oye.

Los recuerdos de infancia son la materia prima más ubicua del mercado, al por mayor y en rebajas

Con Los gusanos de seda de Paula Cifuentes (Madrid, 1985) volvemos a los recuerdos de infancia condensados en forma literaria, la materia prima más ubicua del mercado, parece; debe de venderse al por mayor y en rebajas. No de infancia sino de juventud mediana son los de Juan Gómez Bárcena (Santander, 1985), el antólogo de Bajo Treinta, que aquí aparece con Griselle, otro ejercicio correcto que explica de cierta manera las selecciones de aquel tomo.

Y también de adolescencia, o posadolescencia inmadura de esa clase baja española que nunca se ha enterado de que es clase baja – porque siempre se ve reflejada en los concursos televisivos millonarios – es el monólogo de Laury, el personaje de Jimina Sabadú (Madrid, 1981), muy fiel reflejo, hasta el patazo gramatical del título Ojalá nos cogerían, de acuerdo, pero una materia así o hay que darla en plan realista, quizás con un argumento clásico (¿por que los escritores de hoy tienen tanto miedo a dar un argumento a sus relatos?) o bien hacer algo de fantasía, pero quedarse colgado en medio con una bola brillante como un deus ex machina, no. Para eso mejor las cuatro páginas de locura densa y progresiva de Rebeca Le Rumeur (Santander, 1981) en Mis animales.

Escribe en el idioma que sólo los traductores malpagados de novelas inglesas tienen por castellano

Fantasía hay de sobra en Cafeteras de Otro Mundo Vanderbilt, de Laura Fernández (Terrasa 1981). Todo un mundo fantástico, ubicado en otro planeta, donde la publicidad ha avanzado tanto que tu cafetera de invita, mediante amables charlas, a comprar lo que no necesites. Algo así como el mundo de Goomer (Ricardo & Nacho) pasado al relato. Lo malo es que una cosa es una divertida parodia de ciencia ficción, como nos lo enseñaron a hacer el genial Douglas Adams o el maestro insuperable del género (de todos los géneros), Stanislaw Lem, y otra cosa es hacer una caricatura.

Ponerle a todos los personajes de otro planeta nombres anglosajones ya tiene delito, pero ya escribir en el idioma que sólo los traductores malpagados de novelas inglesas tienen por castellano – «Uhm, esto huele francamente bien, chica, – dijo Mel -» eso es peor que meterle chicoria a la cafetera. No, no faltan ni siquiera las obligadas «jodidas fresas». Si una ya no sabe escribir «putas fresas», quizás debería cambiar de lectura para un rato. O leer a los autores americanos en su fucking original.

Me he dejado para el final el caramelo: Miqui Otero (Barcelona, 1980), Se busca insecto palo. ¿Es el mejor? No sé. Ni me importa. Me gusta. Me hace meterme en la piel del personaje, un joven sin una blanca que intenta ligarse a la cajera del supermercado, que en lugar de Flor se llama María Angustias y acaba en una fiesta tan alocada que es del todo verosímil. Me gusta el truco de meter marginalias de lectura crítica: aunque no sea nuevo, aquí da una importante, fundamental, pista sobre qué pasa tras el final abierto. Me gusta el estilo de sorna contenida, la sonrisa burlón del antihéroe y, cómo no, el atrevimiento del autor, fijense qué osado, de contar una sencilla historia de amor.

Si hay que poner premio, está entre Miqui y Aixa. Por divertir uno, por ahogarnos el grito la otra. Y ahora tengo ganas de leer a Alberto Olmos.