Reportaje

Esclavas con todas las de la ley

Laura J. Varo
Laura J. Varo
· 12 minutos
 Empleadas asiáticas en Líbano, en su día libre (2013)  |   © Alana Mejía
Empleadas asiáticas en Líbano, en su día libre (2013) | © Alana Mejía

Beirut | Febrero 2014

Cuando pisé Líbano por primera vez, un esporádico amigo me presentó a Noelle Nassar, madre de tres hijos que buscaba desesperadamente una profesora particular de español para su bebé, de entonces tres meses. Yo, que estaba de vacaciones a la espera de decidir si haría de Beirut mi destino definitivo, vi el cielo abierto ante la tan rápida posibilidad de un trabajo: 1.000 dólares al mes, seis horas al día, por estar con un bebé y hablar en mi idioma.

A mi regreso, meses después, contacté de nuevo con ella. Pasé una tarde en su casa hablando del trabajo y conociendo a los niños. Me preguntó qué vacaciones tenía pensadas, cuántos días a la semana trabajaría, si tenía pareja, dónde vivía en Beirut y en qué consistía mi trabajo de periodista. Luego me aclaró, justo antes de tirarse en la cama mientras me dejó hablando con la pequeña dictadora de la casa, su hija, que mi trabajo sería «hablar a baby María en español». «No serías como la filipina», insistió, «ya tenemos filipina». No volví a saber de ella.

Referirse a una «filipina» o a una «srilankesa» marca el status del hogar. A las negras ni se les menta

Efectivamente, el trabajo que me proponía la señora Nassar y el de «la filipina» son muy diferentes. «La filipina», para empezar, no tiene nombre. Muy probablemente, ni nacionalidad. El gentilicio es, más bien, el enunciado de una categoría. En torno al 20% de empleadas domésticas en Líbano son de Sri Lanka, un 10% filipinas, el resto, africanas, indias, bangladeshíes o paquistaníes. A todos se les llama «maid», anglicismo que ya es parte del idioma árabe local.

Referirse a una «filipina» o a una «srilankesa» marca el status del hogar. Las filipinas tienen más formación, hablan inglés y son más caras. A las negras (etíopes, senegalesas, eritreas), ni se les menta. Es como la diferencia entre tener un galgo de concurso o un chucho en casa.

Las filipinas son esclavas, no trabajadoras. Por ley. Así lo expresó Naciones Unidas en 2011, cuando lamó la atención al Gobierno libanés para que modificase las leyes que convierten el trabajo de empleada doméstica en una «nueva forma de esclavitud».

Las filipinas son esclavas, no trabajadoras. Por ley. Así lo expresó Naciones Unidas

«He conocido a mujeres que han sido forzadas a trabajar largas horas sin remuneración ni contrato válido, que han sufrido abusos físicos y psicológicos, que fueron moralmente asaltadas y constantemente insultadas, humilladas y vejadas», esgrimía Gulnara Shahinian, relatora especial de la ONU. «Actualmente, el régimen de visado es tal que si una empleada doméstica deja a su empleador, inmediatamente quebranta la ley. A las empleadas en régimen de servitud doméstica (es decir internas), se les trata como a criminales en lugar de como víctimas de una violación de los derechos humanos».

Esclavas modernas con un pedigree tan bajo que constituye una carta blanca para todo tipo de abusos: sexuales, físicos y psicológicos. Su situación responde en parte a una degenerada evolución del sistema de kafala, la relación de servidumbre y dependencia entre los señores de la casa y los criados, tal y como existía a principios del siglo pasado. El sistema normativo perdura, la mutua responsabilidad feudal, no.

“El término apropiado es patronazgo”, aclara Ray Jureidini, sociólogo de la Universidad Americana de Beirut. “Funciona exactamente igual que la kafala, aunque esa palabra ya no se usa; es un término tomado de los países del Golfo”.

Según Jureidini, que investiga desde 2000 la situación de estas mujeres en toda la región, kafala hace referencia a un conjunto de normas extraídas de la tradición islámica que determinaban en un hogar la forma apropiada de comportarse para responsabilizarse de los extranjeros ante el resto de la comunidad. Si una familia invitaba a alguien a su pueblo debía asumir una especie de custodia y dar la cara ante cualquier perturbación que los forasteros pudieran causar.

“Ese concepto ha evolucionado hoy, en la época moderna, a un sistema de control”, puntualiza, “aunque no es más que un mito, la gente aún teme que si su maid comete un crimen, ellos son responsables”.

No es algo exclusivo de Líbano. Jureidini insiste en Arabia Saudí o los emiratos petrolíferos del Golfo, la situación es mucho más oscura y la auténtica problemática no transciende. En Egipto, donde también ha firmado varias investigaciones, las autoridades han llegado a aprobar diversos parches normativos, entre ellos una regulación que asimila en cierto modo el estatus de empleada doméstica a las condiciones previstas en la legislación laboral, como ha solicitado repetidamente la Organización Internacional del Trabajo (OIT), mientras Jordania se mantiene en el mismo limbo que el país de los cedros.

Pero Líbano, aunque presume de una democracia avanzada, sigue negándose a legislar por un aparente miedo atroz a llenarse de inmigrantes. En realidad, las filipinas hacen falta: el porcentaje de libanesas que trabajan como empleadas domésticas es totalmente irrelevante. Muchas ni siquiera lo reconocerían por vergüenza.

El abuso puede aparecer en Líbano como país de destino, pero empieza en el proceso de reclutamiento

“Las trabajadoras domésticas inmigrantes no están protegidas por la ley”, zanja Zeina Mezher, responsable de la OIT en la materia en Líbano. “El problema reside no sólo en la falta de legislación y en los mecanismos de refuerzo; el problema de abusos puede aparecer en Líbano como país de destino, pero habitualmente empieza en el país de origen y el proceso de reclutamiento”.

Es el caso de Shirin, una etíope de 21 años que llegó a Beirut esquivando la prohibición establecida por su país para viajar a Líbano: Etiopía ha recuperado recientemente esta medida que ya había impuesto en 2008, tras una ola de suicidios que dejó más de 130 mujeres muertas en dos años. También otros países como Bangladesh, Tailandia o Filipinas han aprobado leyes que prohíben a sus compatriotas viajar a Líbano por trabajo o que regulan las condiciones, como la edad mínima.

Líbano, en cambio, no tiene problema en aceptar a las inmigrantes de esos mismos países y concederles el visado, lo cual las coloca en una zona semilegal, a expensas del país anfitrión, sin posibilidad siquiera de recurrir a una Embajada que le sacase del apuro: de entrada son culpables de una irregularidad.

Shirin pasó seis meses de rifirrafes con la señora de la casa a cuenta del sueldo que le debía. Finalmente, su agencia le ayudó a zafarse y escapar. Pero se quedó sin papeles y en condición ilegal en el país.

«Algunas veces, la señora me dejaba ir a casa de mi amiga: un día cada dos semanas»

La situación de la joven sacó a flote, además, después de meses de aislamiento, una práctica no ya habitual, sino totalmente generalizada: las excepciones son las de las sirvientas a las que se deja salir a la calle sin vestir de uniforme y con la lista de la compra en la mano. “Algunas veces, (la señora) me dejaba ir a casa de mi amiga”, recuerda en un refugio gestionado por Cáritas a las afueras de Beirut, “un día cada dos semanas. Me llevaba a la casa de mi amiga durante una o dos horas para descansar, hablar con ella… Yo le pedía que me llevase porque cuando acababa de trabajar me sentía sola y se me iba la cabeza, pasaba todo el tiempo llorando porque me acordaba de mi familia y pensaba qué debía hacer en el futuro”.

La casa de su amiga era el hogar en el que otra chica etíope, a la que conoció durante su odisea a Líbano, trabajaba también como empleada doméstica. Su señora, cuenta, estaba sola, sin hijos, y solía salir los domingos, así que le dejaba la casa para compartirla un rato con Sheereen. Mientras no estuviera en la calle, a su madam no le importaba.

De unos 58 millones de empleados domésticos que se contabilizan en el mundo, un 83% son mujeres, y muy a menudo, su trabajo ni siquiera se considera un oficio. Aparentemente persiste la creencia que ellas están de algún modo programadas para cocinar, lavar la ropa, planchar o fregar: se presupone que una criada no es más que una ama de casa venida a menos: ni ama, ni casa. Los abusos se disparan en el mercado negro, ya sea en Europa, América u Oriente Medio. En pocos lugares, sin embargo, la ley legitima prácticas que recuerdan a los antiguos mercados de esclavos.

Atrás ha quedado la época de familias como la de Mabrulca, subrayada en un estudio de Jureidini. El padre de la casa la compró, literalmente, en Etiopía cuando tenía 12 años, en la primera década del siglo XX, momento en el que las potencias europeas estaban haciendo esfuerzos para poner fin al tráfico de esclavos, en África Oriental, donde era moneda corriente. En Líbano, el tráfico ya no era legal: el Imperio Otomano, al que pertenecía la zona, lo había abolido en 1889, tras un proceso gradual de incrementar las trabas legales. Pero a partir de 1905, Mabrulca vivió en la misma casa el resto de su vida, como si hubiese sido adoptada. Ahora está enterrada en el panteón familiar.

Hoy día, las menores de edad que trabajan en los hogares libaneses suelen ser hijas, primas o hermanas de las maids adultas, que cruzan legalmente, con todas sus libertades recortadas por contrato.

En el momento en el que se importa una maid, su pasaporte pasa directamente de manos del agente de la Seguridad General en el aeropuerto al bolsillo de su empleador, como si se tratase de una cuerda atada al cuello. En los tres años que durará el contrato (si supera los tres meses de prueba en los que el empleador puede devolverla o cambiarla sin siquiera pagarle), la empleada no volverá a estar en posesión de sus papeles. Es la misma práctica denunciada por las autoridades de medio mundo en la lucha contra la trata de blancas.

Una joven etíope se ahorcó en el hospital en el que ingresó tras ser apaleada por el jefe de la agencia de contratación

Precisamente de esa cuerda (real, muy real, y no figurada) se han colgado dos mujeres solo en lo que va de 2013. Con un caso, por ejemplo, el de Alem Dechasa, de entre las aproximadamente 200.000 empleadas domésticas que hay en el país, hubiese bastado para escandalizarse. La joven etíope se ahorcó en 2012 en la habitación del hospital en el que ingresó después de ser brutalmente apaleada por el jefe de la agencia de contratación a través de la cual llegó a Líbano.

«Muchas dejan el trabajo en los tres primeros meses a prueba, después de abusos documentados, y trabajan fuera de casa, como camareras o incluso prostitutas», señala Samantha Hutt, activista de la ONG Insan, que presta ayuda legal a estas mujeres. Porque en el momento en que una empleada doméstica escapa de su trabajo, desaparece, se convierte en ilegal.

Según la ley libanesa, una empleada que no vive como interna solo tiene una opción: trabajar como «autónoma». En este caso, la trabajadora debe buscar un sponsor o padrino antes de aterrizar en el país. «Algunos hombres libaneses sacan ventaja de esto como un próspero negocio, cobrando más de 1.200 dólares», apunta un informe del Programa Internacional de Migrantes. «Ha habido casos en los que se ha pagado este dinero pero ni los papeles han sido tramitados ni se ha devuelto el pasaporte». Si fuese explotación sexual, el padrino se llamaría proxeneta.

Si quiere trabajar como autónoma, la ‘maid’ debe buscar un sponsor o padrino antes de aterrizar en Líbano

Si una se queda en la calle, sólo un salvoconducto del Gobierno o la intercesión de la embajada (de las nacionalidades mayoritarias, solo Filipinas y Sri Lanka tienen embajada en Líbano; Etiopía mantiene únicamente un cónsul honorario en Beirut) pueden garantizar su salida del país sin permanecer meses confinadas en un centro de detención. Pero las empleadas filipinas y etíopes acarrean encima el delito de haber abandonado su país ilegalmente para trabajar en Líbano.

En Líbano, la batalla se libra ahora también en la calle y en las casas, no solo para conseguir arrancar a un Gobierno sin ningún tipo de voluntad política una ley que mejore la situación de las trabajadoras, sino para concienciar a la población de que no pueden seguir viviendo como en la Edad Media. Hay iniciativas personales para poner los puntos sobre las íes. El pasado Halloween, un bloguero indignado decidió avergonzar a tres chicas que posaban en una foto vestidas como maids, con la cara pintada de negro y un plumero en la mano.

Son la misma clase de chicas que en clase de español no sabrían contestar según la fórmula para aprender a conjugar verbos: «-¿Quién hace la comida? -Yo hago la comida/Tú haces la comida…». La respuesta, se quejaba un amigo profesor: «La maid«.