Líbano, enfermo crónico

Laura J. Varo
Laura J. Varo
· 12 minutos
Estatua de Rafik Hariri en Beirut (2012) | © Ethel Bonet
Estatua de Rafik Hariri en Beirut (2012) | © Ethel Bonet

Beirut | Abril 2014

“No confiamos en el Gobierno”, suelta Ali después de horas esperando a las puertas de la terminal VIP del aeropuerto de Beirut. “No ha hecho nada en todo este tiempo”. Su padre regresa desde Turquía en un avión privado, fletado por Qatar, tras 15 meses de cautiverio a manos de un grupo rebelde sirio que le secuestró en la localidad de Azaz, cerca de Alepo. Le habían capturado junto a otros diez peregrinos chiíes que regresaban de Irán.

La liberación solo ha sido posible tras un intercambio a tres bandas: 9 peregrinos libaneses por dos pilotos turcos secuestrados en agosto en Beirut como moneda de cambio y unos 200 presos políticos recluidos en las cárceles de Bashar Asad. “Ha sido una victoria para Líbano. Damos las gracias a Qatar, Turquía y Asad”, comentaba Abbas Ibrahim, jefe de la Seguridad General libanesa, el mismo día que los rehenes regresaban a casa. La pirueta diplomática mostró que el propio Gobierno libanés no parece ser un interlocutor válido para nadie. ¿Ha fallado Líbano como Estado?

«Líbano afronta una crisis de existencia», afirmó en septiembre el presidente Michel Suleiman ante la ONU

“Líbano afronta una crisis de existencia”. Nada más y nada menos. Lo dijo en septiembre pasado el presidente libanés, Michel Suleiman, ante una audiencia de Naciones Unidas, al explicar el colapso del pequeño país mediterráneo, impotente ante una crisis humanitaria de dimensiones apabullantes. El 3 de abril pasado, el número de refugiados sirios en el pequeño país costero – menor que la provincia de Granada – ha alcanzado un millón: el 22% de la población libanesa, según datos de ACNUR.

Pero el planteamiento que atribuye toda la crisis a los refugiados es, cuanto menos, indulgente con la propia clase política libanesa, que ha puesto de manifiesto una total carencia de voluntad política.

El primer ministro, Tamam Salam, tardó casi un año entero en formar gobierno, después de que el magnate prosirio Nayib Mikati abandonara el cargo en marzo de 2013. Sólo en febrero pasado, Salam presentó su gabinete, tras diez meses de debates sobre el número de ministros que debería asignar cada bloque político para no perder un ápice de influencia.

Reparto de poder

Al final se ha optado por un reparto equitativo para mantener el equilibrio inestable entre los dos bloques principales: la Coalición 8 de Marzo, liderado por el partido-milicia chíí Hizbula, y la Coalición 14 de Marzo, encabezado por el Movimiento del Futuro del ex primer ministro Saad Hariri, suní. Cada uno de los dos bandos ha podido nombrar a 8 ministros. Y otros ocho – para un total de 24 – han sido elegidos por el propio primer ministro, el presidente, y el político druso independiente Walid Jumblatt, cuya formación ostenta los escaños bisagra en el Parlamento.

Pero hasta llegar a ese acuerdo ha transcurrido un año sin que se aprobara ninguna de las muchas leyes sobre la mesa: ni la de matrimonio civil, ni la penalización de la violación marital, ni la revisión de la ley de nacionalidad, que impide que los hijos de mujeres casadas con extranjeros hereden la nacionalidad libanesa.

Durante un año no se ha aprobado ninguna ley debido al desacuerdo para formar gobierno

“Nayib Mikati gobernaba un Estado fallido, puesto en el limbo por los eventos en Siria”, señala Sami Moubayed, analista del centro Carnegie Endowment for International Peace. “Estaba respaldado por Siria y Arabia Saudí, la famosa fórmula S/S que dominaba el equilibrio anterior a la Primavera Árabe en la escena libanesa”.

Con la guerra siria y un Bachar Asad preocupado por sus propios asuntos, ese “entendimiento” sellado con los acuerdos de Taif se ha roto. Líbano se ha quedado huérfano de padre y, en su lugar, Hizbulá ha tomado el mando como el hijo que se hace cargo de los asuntos de la casa. La crisis reveló la existencia de un verdadero Estado dentro del Estado.

Un ejemplo fue la demostración de fuerza que siguió en verano pasado a dos atentados con coche bomba en Beirut. La milicia se apresuró a desplegarse en decenas de puntos de control no solo en Dahiyeh, su feudo al sur de la capital, sino también en el valle oriental de la Bekaa, donde la guerrilla es casi omnipresente.

El relevo con el Ejército se produjo un mes después. “Solo el Estado es responsable de la seguridad en todas las regiones y nos marcharemos de cualquier punto al que el Estado envíe sus fuerzas”, aseguró en un discurso el líder, Hassan Nasralá, el mismo día en que policías y militares entraban en Dahiyeh. Pero al reconocer la función del Ejército, también atribuía a Hizbolá el papel de legitimador en uno de los momentos más débiles de las fuerzas armadas.

La batalla campal que asoló uno de los suburbios de Sidón en junio de 2013 fue la gota que colmó el vaso. Unos 20 soldados murieron en poco menos de 48 horas de enfrentamientos contra los seguidores del jeque salafista Ahmed Assir, desde entonces en paradero desconocido.

Assir, cuyo protagonismo mediático fue creciendo tras hacer frente a Hizbulá, llegó a imponer su propia ley en la ciudad sureña y a fundar su propia milicia: las Brigadas Libres de la Resistencia. Su último logro fue acrecentar el sentimiento de rechazo contra el propio Ejército, al que calificaba de brazo ejecutor de Hizbulá.

Líbano se ha quedado sin padre, y Hizbolá ha tomado el mando como el hijo que se hace cargo de los asuntos de la casa

Trípoli ha seguido la misma senda. La radicalización militante en los barrios de Bab Tabaneh, suní, y Yabal Mohsen, alauí, ha provocado un aumento de los enfrentamientos que se repiten desde los años ochenta. La tensión se ha extendido por toda la ciudad, donde los líderes salafistas de barrios radicales como Abu Samra o Qobbeh obligan a comerciantes y restauradores a dejar de vender alcohol a punta de fusil. “El Ejército nos mata”, alegaba uno de los milicianos de Bab Tabaneh durante la semana más dura de enfrentamientos, “y protege a Rifat Eid (líder del barrio enemigo)”.

Que la ley de Hizbulá, cuyos ‘mártires’ en los combates de Siria se cuentan ya por decenas, se haya convertido en la única autoridad de Líbano ha colocado el país en una situación delicada, aún más desde que la Unión Europea pasó a incluir el ala armada del partido-milicia en su lista negra de organizaciones terroristas.

Pero se mantiene un frágil e incómodo equilibrio frente a los demás bandos. “Si Hizbulá se dispone a cualquier movimiento (para cambiar el sistema político), todos los grupos libaneses se levantarán en armas”, ha sido la última advertencia de Samir Geagea, líder de las Fuerzas Libanesas, uno de los partidos cristianos de derechas.

En problemas desde 2006

Pero los desequilibrios provocados por el contagio de Siria -enfrentamientos sectarios, atentados terroristas, incremento de los guetos de pobreza, escaramuzas transfronterizas, tráfico de armas y contrabando, aumento de la inseguridad ciudadana- no son la única causa. El problema viene de antes.

Desde 2006 Líbano está estancado en el ‘top 50’ del ranking de Estados Fallidos elaborado por la organización Peace Fund. El mejor puesto, el 46, lo obtuvo en 2013 (con datos de 2012, cuando aún la presencia de refugiados era notablemente menor que ahora y no habían empezado los combates en Trípoli ni en la frontera). Se mueve en una zona de naranja, algo mejor que Mali o Angola, algo peor que Libia o Colombia.

«La situación es una continuación de las tendencias de 2005», dice el analista Karl Sharro

“En muchos sentidos, la situación es una continuación de las tendencias surgidas tras los eventos de 2005, empezando con el asesinato del primer ministro Rafiq Hariri y la retirada siria (tras décadas de presencia militar en Líbano). Las facciones libanesas han fallado a la hora de acordar una fórmula para compartir el poder y así proteger el país contra la inestabilidad regional y permitir que el juego político se desarrolle de modo pacífico”, valora el analista político y bloguero satírico libanés Karl Sharro.

La conclusión es que Líbano camina sobre la cuerda floja con riesgo de descalabrarse ante cualquier mal paso. Y ante el miedo de caer al vacío, la reacción ha sido la parálisis. En mayo de 2013, cuando faltaba apenas un mes para las elecciones, la Cámara aprobó ampliar el mandato de los diputados y retrasar los comicios hasta noviembre de 2014. Es la la primera vez desde la guerra civil -finalizada por un acuerdo internacional en 1991 tras quince años de matanzas entre grupos confesionales- que la cita con las urnas se retrasa.

La medida fue considerada un duro golpe a una democracia que pretendía brillar en medio de un mar de monarquías absolutistas y regímenes autoritarios. La única solución a la imposibilidad de sacar adelante una ley electoral a tiempo para los comicios parecía ser perpetuar los mismos representantes que han saboteado un pleno parlamentario tras otro en el último año.

Los servicios públicos siguen pagando el precio de la rampante corrupción (con un índice de 128, según Transparencia Internacional, notablemente peor que Marruecos o México) y los problemas de desabastecimiento de electricidad y agua corriente no solo no han disminuido tras la destrucción de gran parte de las infraestructuras en la miniguerra de 2006 (aún no reconstruidas), si no que se han venido agravando en algunos casos.

A esto se añade una crisis económica inserta en el panorama regional posterior a las primaveras árabes. Con un sistema financiero diseñado a atraer capital extranjero y a garantizar una alta rentabilidad a expensas del elevado riesgo, la economía libanesa, altamente sensible a la inestabilidad, se ha visto fuertemente sacudida por el conflicto sirio.

La economía libanesa, muy sensible a la inestabilidad, se ha visto fuertemente sacudida por el conflicto sirio

La inversión extranjera directa se ha reducido considerablemente: si en 2009 se situaba en los 4.800 millones de dólares al año, en 2012 estuvo sólo en 3.780 millones y para 2013 se estimaba una caída del 21 por ciento, lo que la dejaría por debajo de los 3.000 millones.

Esta retracción se ha sumado a la fuerte caída del turismo, el sector con mayor impacto en la economía, además de la actividad bancaria: si en 2010, el país llegó a acoger a 2,1 millones de turistas, en lo que parecía una fuerte tendencia al alza, en 2013 la cifra volvió a los niveles de 2007, con apenas 1,2 millones.

Ambos factores han aplastado un crecimiento económico impulsado por los bajos impuestos y el secreto bancario, que convierten Líbano en un paraíso fiscal. Si fue espectacular hasta 2010, con valores encima del 8%, en los últimos tres años se ha situado en un exiguo 1,5%. Finalmente, la deuda pública alcanzó en 2013 el 146 por ciento del PIB… lo que coloca el país del cedro en cuarta posición mundial, justo detrás de Japón, Zimbabue y Grecia.

Desbordados por los refugiados

La atención a los refugiados sirios también ha sangrado las arcas públicas, aunque Líbano no ha construido campamentos oficiales y el millón largo de sirios exiliados intenta sobrevivir en conjunto por su propia cuenta. Pero sí hay atención sanitaria y educativa, un gasto que dejó en el aire el aumento salarial de los funcionarios.

Desde finales de marzo se han sucedido las huelgas de funcionarios y trabajadores de empresas públicas para exigir esa actualización de los sueldos, propuesto hace dos años. El gesto repite una protesta que ya en febrero de 2013 paralizó el sector público durante un mes, y se extendió hasta el sector bancario. Sin éxito.

Uno de los factores que más influye es la «intervención de agentes externos», como no dejan de repetir los libaneses

La economía no lo es todo. Uno de los 12 factores que de forma más marcada determinan el lugar de Líbano en la lista de Estados fallidos, según la evaluación del Fund for Peace, es la “intervención de agentes exernos”. Algo que los libaneses no dejan de repetir. La guerra civil que duró de 1975 a 1990 consagró Líbano como tablero de juego de las potencias regionales.

Si un primer ministro como Rafiq Hariri convertido en testaferro de los clanes de Arabia Saudí, Irán nunca ha dejado de inspirar – y probablemente financiar- los objetivos de Hizbulá; Israel, que fue expulsado del sur del país en el 2000, sigue siendo una secreta esperanza de los partidos cristianos falangistas. Y la sombra de Siria, cuyas tropas ejercían de policía hasta 2005, ha vuelto a cernerse sobre el país, más tenebrosa que nunca. En este sentido, Líbano es más un Estado aún en construcción que un estado fallido. Corre el riesgo, sin embargo, de estancarse en esa fragilidad y convertirse en un enfermo crónico.

Publicado parcialmente en Esglobal