Artes

Ahmet Hamdi Tanpınar

Paz (1949)

M'Sur
M'Sur
· 27 minutos

Nostalgia de un Estambul extinto

Ahmet Hamdi Tanpınar (sin fecha) | Autoría no indicada
Ahmet Hamdi Tanpınar (sin fecha) | Autoría no indicada

 

Ahmet Hamdi Tanpınar (Estambul, 1901-1962) ha tenido una extraña fortuna en su país a causa del aire elitista de sus novelas, a pesar de ser uno de los escritores más influyentes del periodo republicano. En vida era muy conocido, pasó sin pena ni gloria durante la segunda mitad del siglo XX, en los años en que imperaba el realismo social, manteniéndose vivo en los departamentos universitarios de literatura, más como crítico, ensayista y poeta que como novelista, y resucitó en los noventa como uno de los grandes narradores de su ciudad natal, incluso con un festival literario a su nombre, algo a lo que sin duda no ha sido ajeno el que Orhan Pamuk lo reconozca como uno de sus maestros, probablemente el más notable. Esta resurrección se debe sobre todo a dos novelas: El instituto para la sincronización de los relojes y, especialmente, Paz.

Decía Hanneke van der Heijden, la traductora holandesa de ambos libros, que sus amigos turcos se dividían en dos grupos claramente diferenciados, según fueran admiradores acérrimos de una de las dos novelas y detestaran la otra. No le falta razón, aunque yo añadiría que previamente se dividen entre los que adoran u odian a Tanpınar en general. El instituto es un relato desquiciado sobre la corrupción y la miseria del ser humano, mientras que Paz es una novela pausada y melancólica sobre el amor, tanto entre hombre y mujer como entre ambos y la ciudad en la que viven.

Paz (publicada originalmente en 1948) fue concebida como la parte final de una trilogía que trata sobre Estambul desde los últimos años del Imperio Otomano hasta los días anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Básicamente narra la historia de amor entre Mümtaz y Nuran, pero en realidad es una novela sobre la nostalgia de los que se creen buenos días perdidos. En suma, sobre la tan traída y llevada «hüzün» de la que habla Orhan Pamuk. Dieciséis años después de la proclamación de la República de Turquía, los personajes del libro suspiran por el estilo de vida de antaño en el Bósforo, en unos caserones a los que por aquel entonces sólo se podía acceder por mar, y se exaltan con las obras de los compositores místicos de la música clásica turca.

Todo hay que decirlo, ni ellos mismos son unos buenos conocedores de dicha música ni demuestran en su comportamiento (asombrosamente liberal para la época) un gran apego por las costumbres tradicionales. Desde ese punto de vista, son unos nostálgicos de cierta estética, no de un modo de vida. Y son esas nostalgias las que han conseguido que con el tiempo Paz se haya convertido en un auténtico clásico de Estambul. Los estambuleños de hoy lo leen y suspiran por lo que ven en sus páginas sin pensar, o pensándolo, que también los protagonistas añoran ese mundo perdido.

Otro de los atractivos para los lectores de hoy es encontrarse un lenguaje que parecía tan desaparecido como los bosques del Bósforo. A Ahmet Hamdi Tanpınar le gustaba emplear un vocabulario que empezaba a ser arcaico como resultado de la reforma lingüística iniciada en 1928, pero tampoco tanto como creen los estambuleños de hoy. El problema de Tanpınar, en mi opinión, era que tenía que verter una serie de conceptos que le resultaban familiares en francés en una lengua que carecía de ellos, la suya propia, y de ahí la abstracción y la ambigüedad de muchas de las conversaciones que mantienen los personajes. Porque los personajes de Tanpınar son generalmente eruditos y hablan mucho entre ellos no sólo de música, sino también del problema que viene obsesionando a los intelectuales turcos desde la época de las Reformas a mediados del siglo XIX: cómo integrar el progreso representado por occidente con las tradiciones de oriente.

Paz no es una novela de aventuras trepidantes, sino el relato de la búsqueda de esa paz del título en vísperas de la guerra; una paz espiritual tanto en el plano sentimental como en el de una identidad parcialmente truncada. Y al mismo tiempo, se sumerge en un Estambul que ya ni los propios turcos recuerdan como en una de esas composiciones en tonalidad mahur que tanto se mencionan. Un libro para los amantes de la ciudad, que les hará apreciarla quizás más, y para quienes quieran descubrir el mundo de la música clásica turca.

[Rafael Carpintero]

Paz

Primera Parte

 

İhsan

I

Desde el inicio de la enfermedad de su primo paterno İhsan, al que llamaba «hermano», Mümtaz no había salido a la calle como es debido. Si dejamos de lado asuntos como llamar al médico, llevar las recetas a la farmacia y traer los medicamentos o ir a casa del vecino a llamar por teléfono, se había pasado prácticamente la semana entera a la cabecera del enfermo o en su propia habitación, leyendo, meditando y tratando de consolar a sus sobrinos. İhsan había estado dos semanas quejándose de fiebre, malestar y dolor de espalda y entonces la pulmonía declaró su estado de excepción y, a través de un estado mental de hundimiento, instauró en la casa su sultanato de miedo, preocupación, tristeza y buenos deseos nunca ausentes en las lenguas y siempre presentes en las miradas.

Todos se acostaban y se levantaban con la tristeza que les provocaba la enfermedad de İhsan.

Esa mañana Mümtaz se despertó con dicha sensación de pesar después de un sueño que los silbatos de los trenes habían adornado con unos miedos completamente distintos. Eran cerca de las nueve. Permaneció un rato sentado a un costado de la cama, pensando. Hoy tenía un montón de cosas que hacer. El médico le había dicho que vendría a las diez, pero no tenía por qué esperarlo. Ante todo tenía que buscar a una enfermera. Como ni Macide ni su tía, la madre de İhsan, se apartaban de la cabecera del enfermo, los niños estaban muy descuidados.

La vieja criada podía más o menos apañarse con Ahmet. Pero Sabiha necesitaba a alguien que se ocupara de ella en exclusiva. Ante todo, necesitaba alguien con quien hablar. Pensando en aquello, las cosas de su sobrina le hicieron sonreír interiormente. Luego se dio cuenta de que el cariño que les tenía a sus familiares había adoptado una forma completamente distinta desde que había regresado a la casa: «¿Será todo por la fuerza de la costumbre? ¿Acaso siempre queremos más a los que tenemos a nuestro alrededor?».

Para deshacerse de aquella idea, volvió al asunto de la enfermera. Tampoco Macide tenía tan buena salud. De hecho, le sorprendía cómo podía soportar tanto cansancio. Un poco más de pena o agotamiento podían convertirla de nuevo en una sombra. Sí, debía encontrar una enfermera. Y a primera hora de la tarde tenía que pasarse a ver a esa molestia disfrazada de inquilino.

Mientras se vestía, se repitió varias veces: «Ese instrumento llamado ser humano…». A Mümtaz, que se había quedado solo en una época importantísima de la infancia, le gustaba hablar para sí mismo. «Y ese algo tan particular a lo que llamamos vida…». Luego su mente regresó a la pequeña Sabiha. No le agradaba pensar que quería a su sobrina pequeña solamente porque había vuelto a vivir en la casa. No, estaba apegado a ella desde el día en que nació. Teniendo en cuenta las circunstancias de su nacimiento, incluso le estaba agradecido. Muy pocos niños podrían haber traído a un hogar tanto consuelo y alegría en tan poco tiempo.

Mümtaz llevaba tres días a la caza de una enfermera. Había conseguido un montón de direcciones y había hecho innumerables llamadas por teléfono. Pero en nuestro país lo que se busca, se pierde. Oriente es el lugar donde uno se sienta a esperar. Con un poco de paciencia, todo llega a tus pies. Por ejemplo, seguro que habría enfermeras que lo llamarían hasta seis meses después de que İhsan se recuperara. Pero cuando hacían falta… Ése era el problema de la enfermera. Con respecto al inquilino…

Lo del inquilino era una complicación completamente distinta. Estaba a disgusto desde el día en que alquiló la diminuta tienda de la madre de İhsan y la consideraba poca cosa. Pero en una docena de años no se le había pasado por la cabeza marcharse. Y ahora ese mismo hombrecillo llevaba dos semanas enviando continuos avisos en los que solicitaba que alguno de los caballeros de la casa o bien la señora lo honraran con su presencia lo antes posible.

Era algo que nadie en la familia acababa de creerse. Hasta el enfermo se había sorprendido entre fiebres y dolores. Porque todos sabían que la única y verdadera cualidad de su inquilino consistía en no ser visto, en ocultarse, en aparecer lo más tarde y de la manera más difícil posible si no se le buscaba, e incluso cuando se le buscaba.

En cuanto Mümtaz entraba en la tienda, el inquilino se ponía unas gafas oscuras como si fueran un talismán de poder, un arma mágica, se hacía prácticamente invisible tras aquel telón de vidrio y desde allí empezaba a relatar el estancamiento del mercado, la felicidad de los funcionarios del estado, que trabajan por un salario fijo, y cómo él dejó su puesto como tal y se dedicó al comercio por seguir el hadiz de «Quien trabaja duro es amado por Dios», sí, sólo por eso, por consideración a aquella frase del Profeta, y se enfadaba consigo mismo y rezongaba hasta que por fin:

Señor mío, ya sabe cuál es la situación, ahora mismo no es posible, con todo mi respeto hacia la señora. Que me den una prórroga de unos días. Para mí ella no es la propietaria, sino una benefactora. Dios mediante, si se pasa dentro de quince días me honrará con su presencia y, al mismo tiempo, podré darle algo –decía con ambigüedad. Pero en cuanto Mümtaz cruzaba la puerta para salir, empezaba a hablar de nuevo con voz temblorosa, como si le asustara la enormidad de su promesa–: Aunque no sé si en quince días me será posible… –y como no podía decirle claramente: «Mejor será que no venga, que no venga ninguno de ustedes, ¡para qué van a venir! Como si no me bastara con estar en este edificio ruinoso, en esta jaula siniestra, ¿encima tengo que pagarles?», le rogaba intentando retrasar la visita hasta una fecha lo más alejada posible–: Lo mejor es que vengan a verme a primeros de mes, o todavía mejor a mediados del mes próximo.

Ahora ese hombre al que tan poco le gustaba que lo encontraran y controlaran enviaba un aviso tras otro, preguntaba por la salud, pretendía que la señora fuera de inmediato a verlo, o, en su defecto, uno de los caballeros; que quería hablar sobre la parte abandonada del anexo del viejo caserón detrás de la tienda y de las dos habitaciones de encima, y que se estaba retrasando la renovación del contrato. Tenían razón al sorprenderse.

Así pues, Mümtaz tendría que ir a primera hora de la tarde al lugar por el que tan de mala gana se pasaba todos los meses porque ya se sabía de memoria la respuesta que iba a recibir. Pero esta vez todo era muy distinto. Cuando la noche anterior su tía le avisó: «Mümtaz, tienes que ir a ver a ese hombre…», İhsan no le hizo muecas a espaldas de su madre: «No te canses inútilmente, sabes lo que te va a decir, date una vuelta por allí y vuelve». Estaba clavado a la cama, su pecho subía y bajaba con dificultad.

La relación de İhsan con el inquilino se basaba en la conciencia de que no valía la pena sufrir en vano una experiencia cuyos resultados eran de sobra conocidos. En cuanto a Mümtaz, no quería contrariar a su tía, que no era capaz de quitarse de la cabeza aquel alquiler siendo como era herencia de su padre. Además, la historia del inquilino daba ocasión a frecuentes chistes en la vida de aquella gente que vivía tan junta, en lo que Mümtaz llamaba «la isla de İhsan».

Lo más divertido para todos era cuando Mümtaz regresaba a casa y le contaba a la anciana la respuesta que había recibido: la ira de su tía del primer momento («Maldito asqueroso, así se pudra, viejo chocho») que se convertía lentamente y como por capas en compasión («Pobre desgraciado, además está enfermo el pobre hombre»); por fin la pena («A lo mejor es verdad que no gana mucho»), y luego la búsqueda de una solución de nuevo («Es lo único que nos queda del caserón grande; si no, hace tiempo que lo habría vendido y me habría librado de problemas»); expresiones todas ellas que demostraban que aquel alquiler que nunca podía conseguir a tiempo sólo era una fuente de pesar en su vida. Hasta que un buen día su tía decidía hacer en persona la visita habitual y como la hija del difunto Selim Bajá no podía salir a la calle sin que nadie la acompañara, se enviaba aviso a Üsküdar, a Arife Hanım. Arife Hanım llegaba el día acordado y, tras su llegada, se iba tomando la decisión a lo largo de tres o cuatro días seguidos, «Mejor vamos mañana a ver a ese tipo», incluso con conatos refrenados durante visitas a los vecinos o al Gran Bazar, hasta que por fin un día regresaba a casa con el mismo coche en el que se había marchado cargado de obsequios.

Porque lo cierto era que sus visitas al inquilino nunca eran en vano y de inmediato conseguía el dinero aunque sólo fuera en parte. Tanto a Mümtaz como a İhsan les sorprendía semejante éxito. Aunque en realidad no había nada de sorprendente.

La madre de İhsan apreciaba a Arife Hanım, pero no aguantaba que hablara tanto. Según se iba prolongando su estancia en la casa, crecía y se multiplicaba aquella afilada inquina que tan bien conocía desde su niñez. Por fin, cuando estaba en su punto, se encargaba un coche, se ponían en marcha sin que Arife Hanım supiera adónde iban, primero dejaba en el muelle de Üsküdar a la anciana criada con un «Adiós, Arife mía, ya te volveré a llamar, ¿de acuerdo?», y entonces iba directamente a la tienda.

Por supuesto, es difícil dar esquinazo a una propietaria que llega en semejante estado psicológico. Aunque, en realidad, el pobre hombre lo había logrado en cierta ocasión arguyendo dolor de estómago y cosas parecidas. La primera vez Sabire Hanım le había aconsejado que tomase infusión de menta; la segunda una medicación más complicada; pero la tercera, al oír de nuevo quejas por la misma dolencia, le preguntó: «¿Te has tomado los remedios que te dije?». Y luego, ante la negativa del pobre hombre, replicó: «Pues entonces no me vuelvas a hablar de enfermedades». En esa tercera visita el inquilino supo por fin que no podría evitar a aquella anciana que oscilaba entre la cólera y los remordimientos. Por eso tan pronto como llegaba pedía un café para ella, hacía un par de cuentas de pega sobre la mesa y en cuanto se acababa el café le ponía un sobre en la mano y se deshacía de ella. Después de aquello la señora, montada en su taxi, iba de tienda en tienda buscando regalos adecuados para todo el mundo y sólo regresaba a casa después de haberse gastado hasta la última piastra del dinero recibido. Además, tanto İhsan como Mümtaz consideraban que todo aquello de la tienda, el alquiler, el inquilino y Arife Hanım, a la que cabía contar como un apéndice, era el único entretenimiento de la anciana, su único lujo y el único asunto de importancia que llenaba sus horas vacías, y lo toleraban porque para ella suponía un consuelo.

De hecho, İhsan Bey toleraba todo lo que se hacía en su isla y recibía cualquier fantasía y cualquier curiosidad, si no con una carcajada, sí con una sonrisa. Así lo quería el dueño de la isla y estaba convencido de que de ese modo todos podrían ser felices. Había levantado aquella felicidad a lo largo de años, piedra a piedra. No obstante, ahora la fortuna le estaba poniendo a prueba por segunda vez. Porque la enfermedad de İhsan era grave. «Hoy es el octavo día», pensó Mümtaz. Le habían dicho que los días pares pasarían con más tranquilidad.

Se sacudió el mal cuerpo que le provocaba no haber dormido bien y bajó. Sabiha, con las zapatillas de Mümtaz puestas, estaba sentada en el vestíbulo con cara de enojo.

A Mümtaz le resultaba insoportable ver tan callada a aquella niña revoltosa. En realidad, también Ahmet andaba tranquilo. Pero él lo era por naturaleza. Era el tipo de persona que se siente culpable. Sobre todo desde el día en que supo de las trágicas circunstancias de su nacimiento (¿Quién y cómo se lo contó? Ninguno de ellos lo sabía. Quizás fue uno de los vecinos) siempre se quedaba en su rincón, como alguien extraño a la casa. Hasta tal punto que si alguien pretendía mimarlo un poco, lo poseía la idea de que estaban tratando de embaucarlo y los ojos se le llenaban de lágrimas. Podría haberle pasado a cualquiera, pero hay quien nace condenado y el junco se parte por sí solo. Sabiha no era así. Ella era el cuento de hadas de la casa. Hablaba y andorreaba sin cesar, se inventaba cuentos, cantaba. Muchas veces su alegría y alboroto llenaban la isla de İhsan Bey.

Y ahora llevaba tres noches sin dormir decentemente: aparentaba dormitar en el amplio diván del vestíbulo del dormitorio de su padre, velando al enfermo con los demás.

Mümtaz miró con todo el ánimo que pudo la cara pálida de la niña y sus ojos hundidos. No llevaba ningún lazo en la cabeza, como era habitual desde hacía tres días.

No me voy a poner el lazo rojo. ¡Me arreglaré cuando mi padre se ponga bueno! –le había asegurado a Mümtaz. Se lo había dicho con su coquetería de siempre, con la sonrisa y las carantoñas que usaba cuando quería demostrar a los que la rodeaban que los entendía, que era su amiga. Pero en cuanto Mümtaz la acarició, se echó a llorar. Sabiha tenía dos tipos de llanto. Uno era el llanto infantil: el llanto forzado e insistente de quienes son unos tiranos. Entonces ponía caras feas, su voz alcanzaba extraños tonos, pataleaba sin cesar; en resumen, se convertía en un pequeño demonio en su egoísmo puro, como todos los niños.

Y también tenía el llanto de cuando se enfrentaba a la pena auténtica, aunque sólo fuera hasta el punto en que su mente infantil podía entenderla. Ese llanto era silencioso y muchas veces se interrumpía a medias. Al menos, retenía las lágrimas por un instante. Pero le cambiaba la cara, le temblaban los labios y apartaba de la gente los ojos llenos de lágrimas. No tensaba los hombros como con el otro llanto, prácticamente se le hundían. Era el llanto de cuando creía que había sido desatendida, humillada o tratada injustamente, o de cuando cerraba a quienes la rodeaban su mundo infantil, ese universo en el que pretendía que todo fuera bueno y amistoso, ese universo eternamente palpitante adornado con ramas de coral y flores de nácar. En momentos así Mümtaz pensaba que hasta el lazo de cinta roja de su sobrina se apagaba.

Aquella cinta era un adorno que Sabiha había encontrado por sí sola pocos meses después de cumplir los dos años. Un día le alargó a su madre una cinta color ciruela que había encontrado en el suelo y le dijo: «Pónmela en el pelo, pónmela». Luego no consintió que se la quitaran de la cabeza. Hacía dos años que la cinta había dejado de ser un adorno para convertirse, en el interior del hogar, en toda una institución para indicar su propiedad. Todo lo que poseía llevaba una cinta roja, hasta el punto de que Sabiha las concedía como una soberana que reparte condecoraciones a sus amistades. Gatitos, muñecas, objetos que le gustaban (en especial su nueva cama infantil), todo y todos los que disfrutaban de su afecto se hacían dignos de dicha distinción. Incluso, como consecuencia de una resolución especial, en ocasiones se revocaba el honor: la cocinera la riñó por ser demasiado mimada y, no contenta con eso, se lo contó a su madre; pues bien, después de que todo pasara y Sabiha llorara en abundancia, le pidió a la cocinera que por favor se quitara la cinta que le había regalado. Lo cierto es que la vida de niña pequeña de Sabiha era un tipo de existencia que justificaba tales premios y castigos. Hasta la presente enfermedad, el suyo había sido el único sultanato de la casa. Incluso Ahmet encontraba natural el gobierno de su hermana, que había empezado a ocupar su lugar en los corazones de los demás. Porque Sabiha había llegado a la casa después de una catástrofe que había sacudido sus cimientos. Cuando la dio a luz, a Macide la tenían por medio loca. Su retorno a la cordura y a la vida tuvo lugar con el nacimiento de Sabiha. En realidad, la enfermedad de Macide no había pasado del todo. De vez en cuando sufría pequeños ataques y, como antiguamente, vagaba por la casa contando cuentos y adoptando un dulce tono de voz de niña pequeña, o bien se pasaba horas en la ventana o donde estuviera sentada esperando el regreso de su hija mayor, a quien nunca mencionaba.

Era evidente que aquello había sido una enorme desgracia. Tanto İhsan como los médicos habían hecho lo que estaba en su mano para que Macide no se enterara del desastre; pero nadie pudo ocultar la preocupación y la angustia ante aquella mujer que se retorcía de dolor con las primeras contracciones. Al final, la joven supo por las enfermeras lo que había ocurrido: fue arrastrándose desde su lecho hasta donde estaba el cuerpo, vio el cadáver ya preparado y se quedó petrificada a su lado. A partir de ese momento nunca volvió a ser ella misma.

Estuvo en cama durante días con una fiebre alta, en medio de la cual nació Ahmet.

Eso había sido una mañana de junio de hacía ocho años. Zeynep había ido con su abuela hasta el hospital donde estaba ingresada su madre, recordó el regalo que se le había olvidado en casa, salió sin avisar a nadie con la intención de esperar a su padre a la entrada del hospital para decírselo y en un momento de distracción de una cabeza infantil que quién sabe qué estaría pensando, la muerte se la llevó de repente.

İhsan nunca se perdonó por haberla convencido de que diera a luz en el hospital dejándose llevar por la opinión de los médicos, que le decían que su esposa presentaba unos síntomas verdaderamente graves. Él vio el cuerpo apenas dos minutos después del desastre, ensangrentado y todavía caliente; llevó a su hija en brazos hasta el interior del hospital y fue testigo de cómo se apagaban las últimas esperanzas.

La fortuna había organizado de tal manera la catástrofe que nadie tenía la culpa. Macide no había pedido en ningún momento que su hija fuera al hospital. La madre de İhsan se había opuesto durante dos días a la insistencia y a los lloros de la niña. İhsan no fue capaz de encontrar un coche para llegar a tiempo al hospital y tuvo que ir en tranvía. De hecho, iba en el estribo del tranvía por si veía un taxi libre por el camino. Por eso todos se hacían personalmente responsables del desastre. Pero si había alguien que vivía con el peso de todo aquello era Ahmet.

Mümtaz lo encontró a la cabecera de su padre, listo para huir a la menor señal. Macide, de pie, jugueteaba absorta con un hilo suelto de la chaqueta de punto que llevaba.

İhsan se alegró de verlo. Volvía a tener color en la cara. Su pecho subía y bajaba lentamente. A la luz de la mañana a Mümtaz le pareció más delgado de lo que en realidad estaba. El hecho de no estar afeitado le otorgaba a la cara una expresión extraña. Tenía el aspecto de estar diciendo: «Estoy dejando de ser İhsan. Pronto seré cualquier cosa o incluso nada. ¡Me estoy preparando!».

El enfermo hizo un gesto impreciso con la mano.

Todavía no he leído la prensa –dijo Mümtaz inclinándose hacia la cama–. Pero no creo que haya nada que temer.

En realidad estaba seguro de que la guerra estaba a punto de estallar. «Cuando el mundo está mudando de piel, los incidentes son inevitables». İhsan, con quien siempre comentaba la situación de los últimos años, repetía a menudo aquella frase de Albert Sorel. Ahora Mümtaz añadió a aquel aviso la amarga profecía de un poeta que le gustaba mucho: «El fin de Europa…». Pero en ese momento no podía discutir nada de aquello con İhsan. Estaba enfermo.

İhsan rumiaba la situación desde su lecho. Dejó caer la mano sobre la colcha con un gesto de desesperación y súplica.

¿Qué tal ha pasado la noche?

Macide le contestó con su voz dulce de sueño de hierba fresca:

Como siempre, Mümtaz, como siempre…

Y tú, ¿has dormido?

Me eché aquí con Sabiha. Pero no he podido dormir.

Sonriendo, le señalaba el sofá. Podría haberle señalado aquel lugar en el que llevaba cinco noches acostándose con el horror y el escalofrío con que se muestra una horca, pero en Macide, en aquella extraña e infinitamente preciosa criatura, la sonrisa era la mitad de su personalidad. Hasta tal punto que no era posible reconocerla cuando no sonreía. «Gracias a Dios, esos días pasaron». Atrás habían quedado los días en que Macide había perdido su sonrisa.

Duerme un poco, por lo menos…

Tú vete, vuelve, y luego… El ruido de los trenes no me ha dejado dormir en toda la noche. No sé si habrá transporte de tropas o qué…

«Recibí la noticia del accidente en Kastamonu por telégrafo. Vine enseguida. Me encontré al niño en un sitio y a Macide en otro. Todos se ocupaban de ella. Mi tía estaba como loca. İhsan era una sombra de sí mismo. Nunca olvidaré aquel verano. Si İhsan no hubiera tenido fe en la vida, ¿qué sería de Macide ahora?».

İhsan señaló a Macide:

Di…

Se detuvo sin acabar la frase, como si no fuera capaz. Luego se rehízo y la completó:

Dile algo a ésta.

¡Dios mío, con qué dificultad hablaba! Aquel hombre que, de entre todos los que conocía, era quien tenía la conversación más fluida y hermosa, cuyas clases, charlas o bromas no se iban de la mente durante días, con dificultad había podido hilar cuatro palabras. No obstante, estaba satisfecho. Al fin y al cabo, el legado de antaño –la expresión era suya– todavía funcionaba como debía. Había sido capaz de expresar lo que pensaba. Mümtaz, por supuesto, encontraría la forma de que Macide no se agotara. La mirada de İhsan se quedó absorta en el rostro del joven.

Cuando cruzó la puerta contempló la calle como si la viera tras una larga separación. En la puerta de la mezquita frente a la casa un niño jugaba con un trozo de cordel con la mirada clavada en las ramas de la higuera que colgaban por encima del bajo muro. Puede que quizás pensara en cómo en breve atacaría las delicias prometidas por la higuera. «Está sentado y pensando como yo hace veinte años… Pero por aquel entonces la mezquita no estaba así», y completó la idea con gran tristeza: «Ni el barrio».

La calle estaba bañada en luz. Mümtaz miró la claridad ensimismado. Luego miró de nuevo al niño, de nuevo la higuera y, por encima de ella, la cúpula de la mezquita, a la que le habían quitado la cubierta de plomo como el guante a una mano, o bien la habían pelado con tanta facilidad como si fuera un fruto de aquella misma higuera. «Mehmet Efendi «Ojos Castaños»», pensó. «¡Sigo teniéndome que enterar de quién era ese hombre! En Eyüp tenía otra mezquita y allí estaba su panteón. Pero ¿sería capaz de encontrar el acta de la fundación a su nombre?».

 

© Ahmet Hamdi Tanpınar · 1949 | Título original: Huzur | © Traducción del turco: Rafael Carpintero [Cedido por Sexto Piso · Junio 2014].