Crítica

Guerras como aquélla

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 6 minutos
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Joseph Kessel
El ejército de las sombras

 

Entonces, todo era más fácil. Había héroes y canallas, había una guerra de las de verdad, con partisanos que asaltaban convois de armas, distribuían panfletos tienda por tienda y a los que se les fusilaba de madrugada. En mil novelas, mil películas, se nos ha narrado el blanco y negro de la II Guerra Mundial, los buenos y los malos, los nuestros y la Gestapo.

¿Por qué ahora es todo tan complicado? ¿Por qué tenemos una guerra en Siria a cuatro bandas, la última vez que alguien se puso a contar? Si los de Asad son la Gestapo, ¿quiénes son los buenos? ¿Por qué lo único que se escribe sobre lo que en otras épocas habríamos llamado Resistencia son crónicas de periodistas metidos a activistas, que antes de que se seque la tinta ya nos suenan a falsos?

Falsos no es la palabra: más bien desgastadas por una realidad que nos ha superado, que ha dejado atrás ese heroísmo limpio en el que tan fácil era creer en los primeros meses de la guerra. Antes de que llegasen los libios – y tras ellos, toda una red yihadista internacional – para mojar las barbas de sus vecinos, antes de que las siglas del Ejército Libre de Siria se convirtiesen en una cáscara vacía que da cada vez menos cobertura a una pandilla de chaqueteros que compiten por pintar de verdes sus banderas.

Sí, después de una guerra siempre es fácil dividir el mundo en dos bandos y hacer épica. Pero El ejército de las sombras se publicó en 1943: en plena II Guerra Mundial, con la Gestapo recorriendo las casas de París y controlando los trenes, con los ciudadanos afiliados a la Resistencia dando a las teclas de radios clandestinas para transmitir a contrarreloj, con el coche de la policía ya en la puerta, las coordenadas a los cazabombarderos británicos. Montando alguna emboscada con una ametralladora en los bosques, desviando marcas de comida para los compañeros ocultos en sótanos o bajo nombres falsos. Entrando a la cárcel y saliendo, con papeles a veces, bajo la alambrada, otras, gracias a un golpe de mano de los camaradas, algunas, y con los pies por delante, tantas, tantas veces. Por difundir los panfletos de la Resistencia había condena a muerte.

En este libro, todo es verídico y nada es cierto: un salto mortal sin red

Joseph Kessel, periodista nacido en Argentina, criado en la Rusia (judía) de sus padres, educado en Francia, quizás el mayor reportero internacional que haya visto el siglo XX, desde luego mucho mayor que Hemingway (sí, la importancia de llamarse Ernesto es fundamental para la posteridad), vivió muy de cerca el maquis francés: formó parte de él, huyó por los Pirineos, volvió como aviador.

París llevaba tres años ocupada y Casablanca menos de uno en el cine, cuando Kessel ordenaba en Londres sus papeles para dar forma de novela a las entrevistas con miembros de la Resistencia que había llevado a cabo en tantas partes. Era una tarea casi imposible: un solo trazo torcido, un color falso convertiría el cuadro en inverosímil, en caricatura. Por otra parte, no bastaba con cambiar los nombres: ninguna anécdota, ningún cruce inesperado de caminos, ni un método de fuga, ninguna circunstancia real ni un sentimiento de amor debía mantenerse: una sola pista lanzada a la Gestapo, y el homenaje a los rebeldes se habría convertido en traición.

Así que en este libro, todo es verídico y nada es cierto. Un salto mortal que en realidad es el pan de cada día de todo escritor que se tome en serio la tarea de crear, pero aquí es sin red, aquí es a vida y muerte.

Y sin embargo, son tan improbables las anécdotas, las casualidades, ese encuentro de hermanos que nunca sospecharon que el otro fuera camarada, que el lector siente: forzosamente deben de ser verdad, nadie se habría atrevido a inventarlas. Sólo la verdad se puede permitir el lujo de ser inverosímil.

El héroe de esta novela no es Philippe Gerbier, ingeniero, jefe de una red de la Resistencia, con su media sonrisa, su sangre fría, su imperturbable frialdad. Son los anónimos, esas ciudadanas que salen en frases sueltas, un cameo apenas, que no saben nada de la red, no conocen a quienes se juegan la vida – y peor: la tortura atroz – por su libertad, pero que en un instante cualquiera hacen el gesto que salva la vida de un miembro fugitivo, lo pone a salvo de la Gestapo. El héroe es esa Francia que resiste por una libertad que parece cada día más lejos.

Tristes héroes cuya máxima prueba consiste en matar a los suyos

¿Blanco y negro? La novela arranca con una larga escena en la que los miembros de la Resistencia deben ejecutar a uno de los suyos. Un traidor que no lo quiere ser, que no tiene la culpa. Kessel no ahorra en detalles: para evitar el disparo cuyo eco los traicionaría a ellos deben ahogar al compañero con sus propias manos. Tristes héroes cuya máxima prueba consiste en matar a los suyos. Valiente el escritor que se atreve a empezar así un homenaje a sus compañeros de armas. Y a terminarlo en un círculo mortal, una inexorable espiral de la misma necesidad inhumana: apuntar a tu mejor camarada.

Quizás lo que nos falte en las guerras de hoy, la de Siria pongo por caso, no es que ya no haya buenos ni malos. Quizás lo que suceda es que no haya vuelto a nacer un periodista como Joseph Kessel.

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© Ilya U. Topper | Especial para M’Sur