Crítica

Toulouse-Dakar

Ilya U. Topper
Ilya U. Topper
· 7 minutos
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Jean Mermoz
Los aires roturados

El mar es un campo, un arado el barco, cantaban los emigrantes que en el siglo XIX se embarcaban desde Alemania a las Américas. Décadas más tarde, el mar ya no bastaba: para acercar continentes había que roturar el aire.

Así lo expresó Jean Mermoz, legendario piloto de la no menos legendaria Aéropostale, probablemente la primera línea regular de correo aéreo del mundo, fundada en 1918 (Toulouse-Barcelona, para empezar, y pronto Tánger, Dakar, Natal, Río de Janeiro, Buenos Aires, Santiago de Chile). Hasta hoy, bautizar un restaurante en Casablanca L’Aéropostale es casi tan romántico como llamarlo Rick’s Café, y además de buen gusto.

Hoy, bautizar un restaurante en Casablanca L’Aéropostale es casi tan romántico como llamarlo Rick’s Café

Jean Mermoz (1901-1936) empezó en 1924 en la Aéropostale y pronto fue el pionero oficial, el que hacia los raid, los vuelos sobre tierra incógnita para abrir la vía a los demás aviadores. Volaban Toulouse-Barcelona-Málaga-Casablanca… y en 1925 hasta Dakar, vía Agadir, Cabo Juby, Villa Cisneros. O lo que es lo mismo, Agadir, Tarfaya y Dajla. Territorio de moros de guerra, tribus irredentas, hoy decimos saharauis. Mermoz, como otros muchos de sus compañeros, tuvo que aterrizar de emergencia en alguna parte del desierto, y como muchos, fue hecho prisionero. Como algunos – no todos – sobrevivió y fue liberado contra rescate.

Esta etapa del Toulouse-Dakar la conocemos bien de otros libros: Sale reiteradamente en Tierra de Hombres de Saint-Exupéry, quien en esa época alternaba su oficio de piloto con el de comandante del fuerte de Cabo Juby. Y está descrita minuciosamente en Vent de sable, aquel reportaje largo del periodista Joseph Kessel sobre un trayecto que entonces (1927) cada año se tragaba algunos aviones.

Es Kessel, no Mermoz, que cuenta la anécdota de la saca de correos, pero sólo conociéndola se entiende el espíritu de aquellos pilotos que ponen su vida al tablero de los vientos. Un piloto naufraga en alguna parte entre Tarfaya y Villa Cisneros; no puede volver a despegar. Sabe que los moros pueden aparecer en cuestión de horas. Un compañero que hace el camino inverso lo descubre, aterriza, carga la saca de correos en su propio avión, despega, la lleva a Villa Cisneros, regresa, aterriza e intenta ayudar a su compañero a arreglar el motor.

Para que estas cartas, que nunca escribirán, lleguen un día antes, se juegan a cara y cruz la vida los pilotos

– ¿Pero primero lo deja allí, esperando, y sólo se lleva la saca de correos? – pregunta el periodista, estupefacto.

Lo miran sin entender. Y entonces, el periodista entiende que para estos pilotos, que tienen poco respeto a los jefes y ninguno a la sociedad, que han elegido una vida de desarraigados, parias admirados pero perdidos para una dicha convencional, para ellos, el bien supremo, el dios incuestionable es esa saca de correos donde van papeles de negocios que ellos desprecian, postales de soldados en un puesto del desierto, alguna cartita de amor a la novia. Todas esas cartas que los pilotos nunca escribirán.

¿Las necesita la humanidad, esas cartas? Tanto da. Por ellas, para que lleguen un día antes, unas horas antes, se juegan a cara y cruz la vida los pilotos. Mermoz. Lécrivain. Guillaumet. Saint-Ex. Probablemente el más famoso sea Mermoz: cruzó el Atlántico Sur reiteradamente, conquistó el paso sobre los Andes, o mejor dicho entre los Andes, dado que los aviones aún no volaban a la altura de los picos nevados y hubo que buscar valles, cortadas, gargantas en los que colar el aparato, serpenteando entre los acantilados. Y si tenías un aterrizaje de emergencia, ahí te quedabas, sobre alguna roca plana, sin poder salir vivo a través de la nieve. La última solución: jugar va banque, lanzar el avión al abismo a ver si planea.

Esta escena – que también la cuenta Saint-Ex, si mal no recuerdo – es el clímax del libro, apenas acabado el primer tercio, donde revivimos los difíciles comienzos, la vida de un vagabundo que no tiene para comer caliente ni tiene techo, pero sueña con los mandos de un avión. En estas cincuenta páginas, Mermoz nos arranca emociones, nos hace vibrar, dibuja en pocos trazos una vida de leyenda. Luego se corta.

Se corta y deja de lado los accidentes, los raid sobre la terra incógnita, lo imprevisto, lo heróico. Ahora, hasta los fracasos se narran de una forma tan sobria que ni parecen fracasos. Su relato se transforma poco a poco en lo que parece la hoja de apuntes del conductor de un autobús de línea aéreo, y acaba desembocando exactamente, literalmente, en esto.

¿Sorprende? No: Jean Mermoz era uno de los héroes de su tiempo, la prensa no hacía más que hablar de sus hazañas. Con este libro, el piloto obviamente no quería contribuir a esa leyenda áurea, por merecida que fuera. Quiso poner un sano contrapunto.

No es humildad lo que convierte el libro en una obra cada vez más árida. Es por darnos una lección

“La aviación no es un raid. Un raid no consiste en sentarse en la cabina de un avión y abrir los mandos. Un raid consiste en poner a punto, durante un año, durante dos años, un avión.” Y al piloto que va a sentarse a los mandos: a uno mismo.

Ésta es la enseñanza de Mermoz. No es humildad lo que convierte su libro en una obra cada vez más árida. Es la voluntad de colocar las cosas en su lugar, darnos una lección. Basta ya de poner los ojos en blanco de puro románticos, decía Brecht.

Hoy dia nadie se pone romántico oyendo hablar de aviones de línea: pilotarlos es un asunto de conductor de autobús, en efecto. Pero se me ocurren algunas otras profesiones que deberían fotocopiarse un par de páginas de Los aires roturados. La mía, sin ir más lejos. Vaya si hoy día no faltan periodistas ávidos a lanzarse a las guerras para vivir la aventura de informar. Sin recordar que para informar, hay que saber primero. Haber aprendido primero. Haberse puesto a punto durante años. Si la aviación no es un raid, el periodismo no es coleccionar silbidos de balas.

Hay que leer a Mermoz. Aunque dos párrafos de Saint-Ex contando el vuelo sobre el Atlántico emocionen más que medio libro del piloto. (Hasta el título del libro, simplemente Mis vuelos en el original, es de la editorial Macadán, inspirada en una frase del obituario de Saint-Ex: les he mentido atribuyendo al autor la expresión de roturar los aires). Y probablemente (aún me falta en la estantería), la mejor obra para conocer al aviador sea Mermoz, la biografía que escribió Joseph Kessel, uno de los mayores periodistas y uno de los mayores escritores que ha dado de sí el siglo XX, y quizás el mayor equilibrista entre ambas profesiones. Éste sí que sabía qué era un raid.

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