Artes

Julio Camba

Nápoles, Grecia, Smyrna | Constantinopla (1908)

M'Sur
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· 14 minutos
Julio Camba (1912) | Manuel Compañy / Mundo Gráfico Nº 58
Julio Camba (1912) | Manuel Compañy / Mundo Gráfico Nº 58

Viajar para contarlo

 
“Se iría usted a Constantinopla?”, le preguntó Leopoldo Romeo, director de La Correspondencia de España, al cruzarse con él por una calle de Madrid. “Mañana mismo”, respondió Camba. Y se fue. Era el otoño de 1908, y la revolución de los Jóvenes Turcos, el partido reformista que se enfrentó al sultán Abdul Hamid II, mantenía en vilo al resto del continente europeo.

El periodista solo tiene 24 años, pero ya ha acumulado experiencia en rotativos como El Diario de Pontevedra, El País o España Nueva, y sobre todo ha logrado forjar ya ese estilo que podríamos calificar de inimitable, si no fueran tantos los que han tratado de imitarlo, con suerte desigual, hasta nuestros días. Esa forma de escribir como si dibujara en el aire una invisible sonrisa irónica, impermeable a los asombros y fascinaciones que el exotismo suele deparar, pero sin olvidar nunca que los ojos del periodista son la mirada prestada del lector. Parece que nada le impresiona, ni encontrarse con la estrella Sarah Bernhardt ni asomarse a ciudades de leyenda, pero es capaz de extasiarse con un ocaso: “¡El magnífico sol de Oriente, que ha visto tantas cosas y que tantas tiene aún que ver!”

Turquía sería su primer destino como reportero. Más tarde llegarían París, Londres, Berlín, Roma, Nueva York… Un hombre de mundo al que muchos no perdonaron su filiación anarquista primero, y su simpatía franquista después, pero hombre de mundo al cabo en un tiempo en que era más normal, y tal vez recomendable, quedarse en casa.

En Advertencia leal contra los libros de viajes, prólogo de sus memorables Aventuras de una peseta (1923), Camba subrayaba que “en este mundo, y supongo que en todos, el pobre escritor no ve más cosa que una: artículos. Para la mayoría de las gentes, el desierto es el desierto, y el bosque es el bosque. Para el escritor, en cambio, el desierto es una crónica, y el bosque es otra crónica”, de modo que concluía: “Decididamente, si hay un modo peor de ver el mundo que como escritor viajero, es como lector de las impresiones de los escritores viajeros”. Y sin embargo, la lectura de sus crónicas viajeras nos resultan de una encantadora amenidad, y hasta extrañamente actual. Algo tal vez solo al alcance de Julio Camba, y de algunos contadísimos imitadores.

Julio Camba (1884-1962) publicó las crónicas escritas desde Estambul, entonces capital otomana y aún conocida por su nombre griego, en las páginas del diario La Correspondencia de España a partir de diciembre de 1908. Han sido rescatadas ahora y editadas por primera vez como libro por la editorial Renacimiento (Constantinopla) que ha cedido un avance del libro a M’Sur.

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[Alejandro Luque]

Constantinopla

Nápoles, Grecia, Smyrna

 
 
Con una dolorosa experiencia, que no le deseo al lector, puedo afirmar que esta es la época menos a propósito para hacer la travesía del Mediterráneo. La mar está revuelta y el buque oscila constantemente en todas direcciones. La sensación es semejante a la que se experimenta en el Cineflúo de Madrid, donde, por menos dinero, se puede hacer el viaje a Constantinopla de un modo casi tan desagradable como en los barcos de verdad.

«¿Y el mar? –podrá preguntarme el lector de tierra adentro–. ¿Y la inmensidad del mar?». Como algunos amigos me hubiesen escrito este verano a Galicia pidiéndome mi opinión acerca del mar, yo les contesté colectivamente por medio de un artículo. «No puedo hablar del mar –les dije–, porque no lo conozco todo. Solo he visto un pedazo en la ría de Marín». Mis amigos se rieron de estas palabras y, sin embargo, ellas encerraban un fondo de exactitud en el que, de día a día, me confirmo durante este viaje.

La vida de a bordo, a la larga, se hace aburrida. A la corta, tiene ciertos encantos, según dicen los que no se marean. Los juegos de azar están prohibidos, de modo que la única probabilidad de que le roben a uno el dinero es la de bajarse en los puertos de escala.

* * *

De Marsella a Constantinopla, el primer puerto de escala es Nápoles. Todavía el buque no había lanzado el ancla y ya estaba invadido por una turba de pequeños vendedores que nos ofrecían catalejos, porta-fortunas, alfileres de corbata, dijes labrados con lava del Vesubio, cortapapeles en forma de puñal, mandolinas, cuadros representando escenas napolitanas y otra porción de objetos cuyo carácter local me figuro tan auténtico como el de las panderetas y las castañuelas que los ingleses compran en Granada y en Sevilla. ¡Esos ingleses de la Agencia Cook’s que pasean su ­melancolía por todas partes, desacreditando a Inglaterra tanto como a la melancolía misma! En el Senegal venían algunos y, al llegar a Nápoles, se apresuraron a desembarcar, para dar una vuelta por el puerto. Yo hice igual y me introduje en un coche, que echó a rodar velozmente por el Corso de Humberto I.

Le debo aquí un elogio a aquel cochero que, probablemente, no me volverá a servir nunca. Tenía una amabilidad y una disposición que en España hubieran sido sospechosas. «¿Qué pretenderá de mí? ¿A qué vendrá tanta finura?». Estoy seguro de que, encontrándose en mi caso, estas preguntas hubieran acudido inmediatamente a la imaginación de la mayoría de los españoles, acostumbrados a la acritud del carácter nacional y desconfiados para todo lo que se aparte de ella. Yo no desconfié. Español como los otros, prefiero, sin embargo, que me traten bien a que me traten mal. En menos de tres horas mi cochero me procuró todas las distracciones que puede ofrecer Nápoles a los viajeros. Y algo, es algo.

Hacia el mediodía salimos de Nápoles, y durante largo rato pudimos contemplar todavía las cimas del Vesubio y las blancas casitas de Sorrento. Nápoles: sol, música de mandolinas, disputas, halagos, maldiciones…

* * *

Día y medio sin más que cielo y mar, y, al amanecer del tercer día, he aquí la Grecia, la divina Grecia, todavía envuelta en ­brumas. ¡Parece mentira que no se sienta nada extraordinario ante la aparición de la Grecia! Estoy seguro de que todos estos mercaderes que hacen su viaje a Smyrna o a Constantinopla, de que todas estas inglesitas del Cook’s Tours, y de que hasta las mismas muchachas francesas, embarcadas gratis por la Compañía para decorar el comedor, esperaban que les ocurriese algo al oír el augusto nombre. En cuanto a mí, confieso mi indignación contra esta miserable naturaleza que se estremece de un modo irreprimible por una pérdida de dinero, y permanece en una estúpida impasibilidad al contemplar el escenario de las mayores grandezas humanas.

Durante muchas horas vamos pasando por entre islas. La primera es Cérigo. ¿Sabe algo el lector de la isla de Cérigo? Es Cytheres, la isla de Venus, llena un tiempo de mirtos y de rosas. Desde la borda del buque miro sus costas áridas, en las que no se divisa un árbol, ni se adivina una flor. Esto ocurre con todas las otras islas: con Sheripho, con Milo, con Paros. «Dijérase que, ausente el alma, todo el cuerpo se descompone» –escribirá a este respecto Theophile Gautier. Cuando murió Jesucristo se oscureció el cielo y se estremeció la tierra. Cuando murieron las alegres divinidades paganas se secaron las flores, los árboles y las fuentes en las tierras privilegiadas de la Grecia, que ya no tienen verdor, savia ni perfume.

or mucho tiempo se van contemplando islas. Los marinos las señalan con sus manos, a la derecha del buque, a la izquierda, a proa y a popa. Cada nombre trae a la memoria una evocación eterna. De ese peñasco desierto han salido los mármoles del Partenón. En ese montón de árida tierra, la azada de un campesino descubrió la figura de más puro contorno que hayan visto ojos humanos. Este mismo mar es un mar sagrado, porque de su espuma, blanca como la nieve, surgió el cuerpo desnudo de Venus. A orillas de este mar venían a bañarse las ninfas, y tal vez esta misma ola que ahora mece el buque haya servido de lecho a los amores de un tritón.

No queda nada de la Grecia. Ni el alma, ni el cuerpo. Ni la escena, ni el escenario. Mis desdichas de escritor público son numerosas; pero yo les hurtaría de buen grado una lágrima, para derramarla, ya cerca de Atenas, por su gloria perdida y por sus grandezas muertas.

Anclamos en el Pireo, que es lo menos helénico que se puede uno imaginar. Son las siete de la tarde, y a las diez de la noche zarpamos. No hay tiempo de ver nada, como no sea el puerto, al que me hago conducir en un bote por el afán pueril de pisar Grecia. Cuando vuelvo al buque me sorprende el animado espectáculo del comedor. Está lleno de gente. Se hace música, se canta, se bebe, se juega. ¿Qué ocurre? El maître d’hotel me lo explica en pocas palabras:

—Es una troupe de artistas que va a trabajar a Constantinopla. Treinta y cuatro artistas. ¿No conoce usted a Sarah Bernhardt?

Sarah Bernhardt, en efecto, está sentada en el comedor. Yo me felicito de este encuentro que animará el fin de mi viaje y que me permitirá ver trabajar a la gran trágica, lo que, probablemente, no lograría jamás en Madrid. Sarah Bernhardt viene de actuar en Atenas.

—¿Qué autores?
Se sonríe, y dice:
—Los clásicos griegos.
La ilustre actriz contiene con un gesto mi admiración. El público que fue a verla no era, precisamente, el público ateniense, sino la colonia extranjera.
—Lo mismo ocurrirá en Constantinopla. Estaré entre compatriotas, como si me encontrase en París.

* * *

Al fondear en Smyrna, ¿quién dudaría de estar en el Asia? Los caiques, ligeros y esbeltos en tanto grado como las góndolas venecianas, rodean el buque, y los vendedores lo toman por asalto. Feces rojos, barbas negras, amplios calzones ajustados por la polaina desde el tobillo a la rodilla. Con palabras de todos los idiomas, los vendedores ofrecen al viajero higos de Smyrna y tapices de Smyrna. Falta el vino de Smyrna, cuya venta está prohibida por el reglamento del buque.
No lejos, se ven los grandes y magníficos muelles del puerto, construidos por una Sociedad francesa, y, al fondo, aparecen las blancas casas de la ciudad, entre las que se divisan algunas cúpulas y muchos minaretes.
—¿Quiere usted ver el Puente de las Caravanas? Irá usted en asno.
El asno tiene en Oriente una personalidad tan respetable que nadie se desdeña de cabalgar sobre él. Ya sé que en España también se le estima, y me apresuro a reconocerlo así, para evitar que algún malicioso me cite nombres; pero, insidias aparte, lo cierto es que el asno disfruta en el Asia de los derechos comunes a todos los otros animales. El asno es bíblico y estamos en pleno escenario de la Biblia. El divino Redentor entró en Jerusalem sobre los lomos de un asno, y aquella entrada suya fue una entrada triunfal.

Sin embargo, me niego a montar en el asno que me ofrecen. De tener tiempo para visitar el Puente de las Caravanas, alquilaría un camello, y de paso, le pasaría por la joroba un décimo de la lotería, que he comprado al salir de España.
—Sí; hay tiempo –me dice el guía.

No lo hay más que para ver los muelles y dar una vuelta por la ciudad. En un bar del puerto pido un mastic y un narguilé. «No salgáis de Smyrna –dice una guía de la ciudad– sin haber tornado el mastic». Esta recomendación debe estar pagada; pero, sin embargo, yo pedí el mastic. No fuera cosa de que me ocurriese algo por no tomarlo.
¡Ay! Me ocurrió, precisamente por haberlo tomado. Entre el mastic y el narguilé me produjeron una sensación igual a la que experimenté en el barco un día de mar agitada en que los balanceos eran terribles. El mastic es una goma perfumada, disuelta en alcohol, a la que se le añade agua hasta darle una coloración opalina. Viene a ser una especie de mal aguardiente de Cazalla. Los levantinos le llaman el ajenjo de Oriente.

Entre el guía, el cochero y el barquero me hicieron comprender dolorosamente lo que son los lujos asiáticos. Desde el buque se ve el monte Pagus, donde, en el siglo II de la Era cristiana, fue martirizado San Policarpo, obispo de Smyrna.

¡Comprendo tu martirio, divino San Policarpo, puesto que yo también he sido mártir!

* * *

Salimos de Smyrna con una hermosa noche de tempestad. Las olas se deshacen, alrededor del buque, en espumas fosforescentes. Detrás de nosotros, en la densidad de las sombras, queda como único rastro una estela luminosa.
A la luz de un relámpago me señalan las costas de Mythilene, la antigua isla de Lesbos, en donde se desarrolló estérilmente el extraño amor de Safo.

Costeamos luego la Tronda que vislumbro, como un poema épico, en medio de la tempestad. De cuando en cuando, una chispa eléctrica rasga el manto de la noche. Llueve mucho, y, rendido de fatiga, me retiro a mi camarote.

Al amanecer, el barco se detiene frente a un puerto de escasa importancia. Estamos en los Dardanelos, y durante un largo rato puedo contemplar, alternativamente, las riberas del Asia y las riberas de Europa. No tardamos en ver el castillo de Sestos y, frente a él, el de Abydos. Al claror de la mañana, mudos y ensimismados, parecen contemplar el camino que en otros tiempos surcara Leandro, nadando con brazo robusto, en busca de su amada Ero. Lord Byron renovó esta proeza legendaria y atravesó el estrecho en una hora y diez minutos.

Era un buen nadador, y, según dicen, se envanecía tanto de esta aventura como de haber escrito el Childe Harold. Pero el infortunado poeta carecía de un ideal, y, al final de su camino, en vez del sueño del amor, se encontró con el sueño de la fiebre.

La corta anchura del estrecho permite ver una porción de barcos de vela con el aparejo desplegado a merced de los vientos. A poco entramos en el mar de Mármara, y, a las siete de la noche, anclamos ante Constantinopla. Me dispongo a preparar mis maletas, pero el mozo del camarote me detiene:

—Esta noche todavía dormirá usted en el barco. Ya se ha puesto el sol, y la Aduana no funciona más que desde que el sol se levanta hasta que se pone. Hay que aguardar al sol de mañana.

La noche está oscura, y de la vieja Stambul solo se ven las luces, temblando sobre las ondas del Cuerno de Oro. Me meto en mi camarote, y con una impaciencia occidental, aguardo a que salga el sol. ¡El magnífico sol de Oriente, que ha visto tantas cosas y que tantas tiene aún que ver!

La Correspondencia de España, 4 de diciembre de 1908
(Ed. de mañana y ed. de tarde, p. 1)