Reportaje

En el bastión de la rebelión kurda

Lluís Miquel Hurtado
Lluís Miquel Hurtado
· 11 minutos
Combatiente kurdo en Nusaybin (2016) | ©  Lluís Miquel Hurtado
Combatiente kurdo en Nusaybin (2016) | © Lluís Miquel Hurtado

Nusaybin (Turquía) | Enero 2016

El martillo neumático taladra a destajo para completar la trinchera antes de la batalla. «Tarde o temprano el ejército turco acabará de asaltar Cizre y Silopi. Estamos listos», afirma la miliciana Berivan, sentada en el patio de una casa del barrio de Dicle. El edificio, de una planta, es la base de una milicia juvenil que, tomando de la guerrilla kurdoturca PKK algo más que inspiración, ha trasladado a las ciudades de Turquía el auge guerrillero kurdosirio.

Decenas de zanjas, trincheras y barricadas de dos metros de altura, de adoquines y sacos terreros, cercenan Dicle y tres barrios más de Nusaybin, junto a la frontera siria. Enormes telas cubren los cruces de acera a acera para evitar que posibles francotiradores apunten a los transeúntes. Chavales con walkie-talkie y fusil en ristre, como Sores Botan, patrullan en calidad de «policía popular». De noche, sus camaradas se apostan en las bocacalles. A la administración turca ni se la ve ni se la espera.

«Ante las agresiones del Estado turco, el autogobierno es un derecho» defiende un combatiente

«No la necesitamos. Ante las agresiones del Estado turco el autogobierno es un derecho» arguye el camarada Avasin, que defiende administrar los barrios rebeldes mediante consejos vecinales. «Esta es una revolución del pueblo, al que tenemos de nuestra parte», añade. «No queremos vivir bajo el Estado turco, nos liberaremos», promete Berivan, que culpa al «Gobierno oligárquico de Erdogan«, el presidente turco, de forzar el recrudecimiento del conflicto kurdo al rechazar el diálogo. «Nosotros queremos luchar por nuestra libertad.

Tal es la desafección de buena parte de la población kurda en el sureste de Turquía, nutrida a partes iguales por la frustración ante el descarrilamiento del proceso de paz con el PKK, este verano, y la ilusión por la Primavera kurda que se vive al otro lado de la verja fronteriza. Qamishli, visible a ojo desnudo desde los tejados de Nusaybin, es capital de Rojava, una franja del norte sirio donde los kurdos han organizado una autonomía basada en las ideas socialistas del fundador del PKK, Abdullah Öcalan.

Cientos de personas en Nusaybin y otras ciudades como Diyarbakir y Cizre han formado las Unidades de Protección Civil (YPS), imitando las Unidades Populares de Protección (YPG/J) del Kurdistán sirio. Sores Botan reconoce que algunos de los que hoy trajinan lanzagranadas RPG, fusiles tipo kalashnikov o dragunov por Dicle combatieron hace un año en la ciudad kurdosiria de Kobani contra el Estado Islámico (Daesh). Este periodista fue testigo de la ida y vuelta de Kobani de combatientes kurdoturcos.

Docenas de chicas y chicos tomaron las armas alegando la necesidad de defenderse de las redadas policiales

El pasado siete de junio el partido HDP, depositario del voto autonomista kurdo, logró entrar en el Parlamento. En las semanas posteriores el presidente Erdogan, que apoyaba a un AKP que perdió su mayoría absoluta, endureció su discurso contra los políticos electos del HDP, contrarios a apoyarle en la institución de una presidencia ejecutiva. El 12 de julio, el PKK anunció el fin del alto el fuego unilateral, acusando a Turquía de obstaculizar la paz construyendo nuevos cuarteles en zona kurda.

Sólo ocho días después del anuncio del PKK, un suicida vinculado al Daesh mató a 32 activistas de izquierdas y prokurdos en Suruç. Las numerosas sospechas de la oposición respecto a la ineficacia policial para evitar la matanza, y acusaciones al Gobierno de complicidad con el Daesh sirvieron de excusa al PKK para matar a dos policías a los dos días. Horas después, Turquía bombardeaba las bases del PKK al norte de Irak. Una violencia no vista desde los sangrientos años noventa se había desatado.

En pocas semanas, con militares turcos y PKK intercambiando atentados y represalias militares, trincheras y barricadas brotaban en 21 urbes del sureste, como Nusaybin. Docenas de chicas y chicos tomaron las armas alegando la necesidad de defenderse de las redadas masivas para arrestar militantes bajo acusación de «terrorismo». Las declaraciones de ‘autogobierno’ se sucedieron. El HDP reiteraba llamamientos para que “ambos bandos” dejasen las armas. Sin éxito: el PKK hacía oídos sordos y Erdogan rechazó negociar con el HDP.

«Apostamos por el diálogo, pero el Estado turco nos arrastra a las armas», sentencia Avasin. Ankara ha respondido declarando toques de queda, que desde agosto han afectado a 21 distritos. Hoy se mantiene en el casco viejo de Diyarbakir -117.000 habitantes- y en todo Cizre -100.000 habitantes-, donde el ejército turco bombardea con artillería pesada, y parcialmente en Silopi, arrasada por los proyectiles durante el último mes. «Nuestras fuerzas de seguridad continúan limpiando cada rincón de terroristas, en montañas y ciudades», declaró a finales de diciembre Recep Tayyip Erdogan.

Entre las trincheras de Nusaybin se lee: «Estamos tan preparados para el diálogo como para la guerra»

La Asociación Turca de Derechos Humanos estima que 134 civiles y más de 200 militantes han muerto en los últimos cinco meses, período en el que, según la agencia Cihan, perecieron 250 soldados. Más de 100.000 personas se han desplazado y 1,3 millones se han visto perjudicadas por el enfrentamiento, que amenaza con ir a más a medida que mejore el clima porque facilita los choques. Entre las trincheras de Nusaybin se puede leer el eslogan: «Estamos tan preparados para el diálogo como para la guerra»

La ‘generación de plomo’

“Nací en los 90. A mi padre se lo llevaron de casa y lo torturaron», confiesa la joven miliciana Berivan. Sus compañeras en YPS-Jin, sección femenina de la milicia próxima al PKK que ocupa cuatro barrios de Nusaybin, no aparentan pasar de los 20 y, al menos dos con las que se cruza este periodista bien podrían tener menos de 18 años. «Lucharemos igual que quienes vencieron al Estado Islámico en Kobani», promete una camarada, que miente al preguntársele la edad.

Los inquilinos de las trincheras son hijos de los ‘años del plomo’ de la guerra entre el PKK y las fuerzas de seguridad turcas. Fue una de las épocas más oscuras de la historia republicana, aludida por muchos estos días a la hora de explicar su temor a que estalle una guerra civil. Mamando la violencia desde la cuna, esta nueva generación que empuña ahora el arma está más politizada y es mucho más radical que su predecesora, coinciden los analistas.

Los combatientes «son capaces de pergeñar trincheras y explosivos, que requieren experiencia»

“Quienes integran estas guerrillas urbanas tienen entre 14 y 22 años, y han obtenido una gran experiencia combatiendo en sitios como Kobani», explica Ali Ihsan Gültekin, presidente de la rama en Diyarbakir de la ONG Mazlum-Der. «Son capaces de pergeñar trincheras y explosivos, que requieren cierta experiencia», añade. Contra ellos, las fuerzas turcas no se rebajan. «A una chica de aquí la detuvieron y le dijeron: ‘Si estuviésemos en los noventa te violaríamos'», relata un vecino en Kanika, un barrio de Nusaybin.

Entre 1993 y 1999, dos millones de personas tuvieron que irse de sus hogares por una política de Ankara para evitar que el PKK se avituallara en las aldeas kurdas simpatizantes. El ejército vació y arrasó unas 4.000 aldeas. Miles de personas fueron detenidas, torturadas y ‘desaparecidas’ forzosamente durante los noventa. La falta de rendición de cuentas por lo ocurrido enerva a la prole de las víctimas. «En Nusaybin sufrimos mucho a la contraguerrilla», recuerdan en Kanika.

Se refieren a la Hizbullah turca, una organización armada islamista kurda (sin relación con el partido libanés del mismo nombre) una de cuyas alas, se cree, fue armada por el ejecutivo turco a fin de perseguir al PKK y su base de apoyo. «El 80 por ciento de la gente en Nusaybin procede de pueblos vaciados durante los noventa», explica Sara Kaya, alcaldesa electa, pero suspendida de cargo acusada de defender un autogobierno en esa localidad.

Ahora, el éxodo se repite. «Venimos aquí de nuestros pueblos en los años noventa, y ahora nos tenemos que ir. Nuestros jóvenes están en las cárceles, haciendo huelgas de hambre», se lamenta una mujer mayor, cargada de sus pertenencias, en un barrio de Diyarbakir cercano al distrito de Sur, donde continúan los combates. «Nos vamos para evitar ser torturados, y también para evitar que los milicianos fuercen nuestros chicos a combatir. Me voy por mis hijos sobre todo; si estuviera solo con mi mujer, me quedaba», asegura otro vecino, Murat. «No veo diferencia entre quienes matan, si el Estado o los otros», agrega.

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No hay vecino en Kanika que no esté furioso. Entre las trincheras y barricadas de este barrio, también tomado por las YPS, habitantes como Dilber no pierden su oportunidad para hablar ante este periódico. «Mirad ahí», denuncia Dilber, una vecina del distrito, «durante el último toque de queda, los soldados turcos dispararon a una madre de cuatro niños justo cuando salía de esa casa». «Los soldados ocuparon el colegio. Hubo niños que se meaban encima al ver a los militares allí», prosigue.

Al menos 39 niños han muerto durante los toques de queda de los últimos meses

De acuerdo con datos de la Fundación Turca para los Derechos Humanos (IHD), al menos 39 niños han muerto durante los toques de queda de los últimos meses, que arrojaron situaciones dramáticas. El cadáver de Cemile Çagira, de 10 años, muerta el pasado septiembre por disparos desde un vehículo militar en Cizre, tuvo que pasar tres días en una nevera porque el toque de queda impedía enterrarlo.Una nueva generación traumatizada por la guerra, se teme, anda en camino.

En los toques de queda se corta el suministro de agua y electricidad, un «castigo colectivo», según AI

Amnistía Internacional, que ha tildado de «castigo colectivo» los toques de queda que ha ido imponiendo el gobierno en las zonas revueltas, en los que se han cortado los servicios básicos como el suministro de agua y la electricidad, ha acusado también al PKK de atentar contra menores. El 13 de enero pasado, la explosión de un coche bomba plantado por el PKK frente a una casa cuartel provocó la muerte de cinco civiles, entre ellos dos niños.

Para Ali Ihsan Gültekin, algunas acciones de esta nueva hornada de milicianos, en contraposición con el talante dialogante de la clase política que representa hoy a la generación anterior, amenazan con desencantar al movimiento kurdo. «Durante uno de los toques de queda, en la localidad de Silvan, Firat Sampil, un niño de 13 años, murió por una mina plantada por la milicia. Posteriormente el PKK pidió perdón, pero su padre, tradicional simpatizante del PKK, renegó de ellos». Gültekin achaca al PKK un «fallo estratégico» por no haber evitado que la guerra entre milicia y militares, durante años restringida a zonas montañosas poco habitadas, se haya trasladado a las ciudades.

El partido HDP, que desde el Parlamento turco defiende un modelo con ciertas competencias territoriales para los kurdos dentro de Turquía, ha advertido reiteradamente al ejecutivo del peligro de no emprender el diálogo de paz lo antes posible. «En las elecciones de 2014, nuestro eslogan ya era que para que haya democracia, la gente necesita el autogobierno, pero las autoridades no nos permitieron usarlo», recuerda la alcaldesa Sara Kaya.

«Esta nueva generación […] está mucho más radicalizada y menos dispuesta para el diálogo que las generaciones anteriores», advirtió Ata Altin, un escritor kurdo, al medio Al Monitor. En Nusaybin, los jóvenes ya han marcado su consigna: «Si el plan del Estado turco es atacarnos, defendernos será todo un orgullo».

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