Artes

Wassyla Tamzali

M'Sur
M'Sur
· 16 minutos

Esa otra Argelia silenciada

Wassyla Tamzali (Sevilla, Jun 2012) | © Alejandro Luque / M'Sur
Wassyla Tamzali (Sevilla, Jun 2012) | © Alejandro Luque / M’Sur

Melena plateada, pero al viento. Así se presenta Wassyla Tamzali (Argel, 1941), quizás la feminista más rotunda del Magreb.  No ‘mastica sus palabras’, como dicen en francés: no tiene pelos en la lengua («El islam es la legitimación de la religión fálica«, como declaró a M’Sur en 2012).

Quizás su oficio de abogada le haya dado esa mirada directa, de quien defiende ante el juez una causa que tiene clara, muy clara.  Tajante en sus posturas, no perdona a lo que llama la contrarrevolución islamista. Precisamente porque la entiende, con un análisis de bisturí: porque sabe de dónde viene y cuáles son sus objetivos.

Hace falta observar mucho para entender el futuro del país, hace falta conocer su pasado. Y ese pasado de Argelia, precisamente, ha sido enterrado bajo montañas de silencio para los propios argelinos. Inmediatamente tras la guerra de la independencia, ganada con mucha sangre (1962), los creadores de la nueva nación, fervorosamente «árabe», se encargaron de borrar todo rastro de lo francés, lo europeo (incluso español) que había sido este territorio norteafricano no sólo durante todo el siglo anterior, sino en la parte costera desde hace casi medio milenio.

Hoy, la escritora, recuerda, registra este silencio, y la dubitativa mirada con la que una joven licenciada en Derecho – Wassyla, a sus 26 años – empieza a observar ese lado oscuro, ocultado, que los ganadores han sustraído a los ciudadanos. O más bien ese silencio con el que los ganadores han sustraído el país a tantos ciudadanos. Los propios ciudadanos, aquellos del bando perdedor, han sido sustraídos a la vida.

‘El hombre del capacho’ es la segunda pieza de unos Cuartetos (Quatrains) de la última obra, aún inédita, de Wassyla Tamzali, titulada «Je suis de là-bas» (Soy de ahí abajo), que lanza una mirada crítica sobre la historia reciente de Argelia y la identidad vapuleada de una nación.

[Ilya U. Topper]

El hombre del capacho

Para Aïcha

 

Salí de Argel al amanecer para uno de mis primeros viajes en los que iba a descubrir el inmenso país que me había regalado la independencia, por fin restablecida la seguridad. No sabía que esa seguridad, estas carreteras, calas, el desierto con sus palmerales, sus dunas y sus mesetas, las montañas de Djurdjura y el Aurés, iban a desaparecer un día, y que 50 años más tarde, estos viajes tendrían un sabor de magdalena de Proust y serían nuestro tiempo perdido. ¿En qué año fue aquello?

Salí a la carretera con Jacqueline y André T., mi profesor de economía política, o mejor dicho, el que había sido mi profesor. Vente con nosotros, Wassyla, vamos a pasar el fin de semana y el puente del 1 de noviembre en un pequeño hotel al pie del macizo de Ghouffi. Lo lleva una bretona. El fin de semana aún era sábado y domingo, los profes de la Facultad eran todavía franceses y en el corazón del Aurés te podía acoger una bretona. Y más cosas, como se verá. Sin duda era 1967, yo acababa de establecerme como abogada; la bretona lo registró al leer nuestras fichas.

La carretera era larga. Llegamos por la noche, cogimos nuestras bolsas y dejamos el coche. El hotel se hallaba al otro lado de un barranco, afortunadamente seco. Nos alumbraba la luna llena, se veían bien las piedras blancas del cauce, pero de ahí a determinar dónde estábamos… Avanzamos a ciegas hacia un pequeño edificio blanco de la que salía una luz débil. La luna pálida travestía el lugar que sólo descubrimos por la mañana, maravillados, lejos de imaginarnos que nos habíamos sumergido en un paisaje selenita. Desde el albergue nos llegó música: Edith Piaf, «La vie en rose», y para cenar nos pusieron una tortilla de huevos con tocino, ensalada y vino tino. Al escribir esto hoy me doy cuenta de cuánto ha cambiado Argelia, porque si no recuerdo mal, todo esto, la cantante, el tocino y el vino no tenían nada de extraño entonces.

Durante la cena, en la que estábamos solos en el salón comunitario, atendidos en exclusiva por la patrona, descubrí a un hombre con un capacho. Había entrado de forma subrepticia y se dirigió a la cocina, los ojos clavados en el suelo, sin saludar. Luego nos fuimos a nuestras habitaciones, fuera del edificio; eran de una sencillez espartana, montadas a los dos lados de una terraza de hormigón a la que sacaríamos nuestras sillas por la mañana imantados por el sol, que ya calentaba. Madrugamos para apreciar en silencio el esplendor de la garganta de Ghouffi. Estábamos en un cañón profundo, excavado en la montaña roja y desértica de las estribaciones del Aurés. El barranco y el hotel estaban bañados en la luz dorada de los pintores orientalistas y las palmeras y adelfas añadían dulzura al lugar, de una belleza escultural y aplastante. Una belleza amenazante: estábamos en medio de un pueblo en ruinas. Sólo el hotel había quedado en pie. La guerra no dejó de exponer estas heridas.

El atardecer nos encontró agotados y polvorientos. Acometimos con ganas el vino y el asado de nuestra anfitriona, y dado que era la segunda noche y ya nos conocíamos un poco, la bretona nos contó su historia cuando se lo pedimos. Ella era de Saint-Nazaire, y el emigrante del Aurés, que se iba a convertir en su marido, trabajaba allí en los astilleros. – El hombre estaba sentado en el comedor, sumido en un silencio abisal, sin hacer aparentemente mucho más que beber café y cerveza y fumando un cigarrillo tras otro- . Más tarde abrieron un café en Saint-Malo. Cuando Argelia se independizó, el hombre, que había jugado, según parece, un pequeño rol en la recogida de fondos en la región para la Federación del FLN 1) en Francia, decidió volver al ‘bled’ 2), dejando a sus hijos y nietos en las costas del océano.

Se encontraron el pueblo destruido. Los restos de las casas de adobe volvían a confundirse lentamente con la tierra. La Historia los había dejado abandonadas al pasar por aquí, y para vengarse de la locura de los hombres, la naturaleza volvió a apoderarse del lugar. ¿Dónde están los habitantes? ¿Muertos? Los habitantes que habían sobrevivido, sobre todo mujeres, insistía la bretona, vivían en la cima de la colina, en unos barracones cercanos a la carretera. Esto era sin duda el campo de agrupamiento que habíamos visto esta mañana. Cinco años después de la independencia, el país aún vivía como en el momento de la pacificación. Los estrategas de una guerra que nunca se había hecho llamar así habían sacado de sus pueblos a todos los habitantes de la región de Ghouffi para agruparlos en campos rodeados por alambradas de púas y torretas de vigilancia: tanto los de las aldeas trogloditas dispersas de las montañas como los de los pequeños oasis diseminados a lo largo del barranco. Según Bordieu, el sesenta por ciento de los argelinos fue desplazado durante la guerra y agrupado en estos campos. Campos desastrosos, miserables. En 1967, estos campos existían todavía y eso era todavía más insostenible hoy que ayer.

Volvió a aparecer el hombre del capacho. Luego volvió a salir con su capacho. ¿Este quién es? ¿Dónde va? Pues precisamente, abogada. El asunto se puso serio. Dejamos que se fuera la pareja de viajeros franceses que habían llegado por la noche, y ella me llevó a la cocina. Es mi cuñado. Vive en el monte. Vive escondido, es un harki 3). No tiene papeles.

Así que tenías a tu marido en el FLN y su hermano era harki? Era la primera vez que me planteaba este asunto de los harkis, y me preguntaba muchas cosas. Era un asunto del que yo había evitado enterarme, como todo el mundo. Más que evitarlo, habíamos eliminado a los harkis de la Historia de Argelia que estábamos escribiendo. Al igual que los pieds-noirs 4). Era lo mejor: así nos quedábamos en nuestro círculo, únicos propietarios legítimos de esta patria conquistada con tanta dificultad. Nuestros padres, nuestros hermanos habían peleado, a veces habían perdido la vida, y nosotros teníamos la inmensa tarea de reconstruir este país para ser dignos de ellos. Así que a estos argelinos traidores, a estos franceses que decían que este era su país, los habíamos borrado. Nuestra labor de vencedores era exigente, no podíamos lastrarnos con los perdedores.

Este trabajo de borrado había sido facilitado porque unos y otros habían partido en masa. Los harkis y sus familias habían huido a Francia, y en estos años revueltos que siguieron a la independencia, en los que todos estábamos apasionadamente ocupados en hacer nacer el país, los harkis no ocupaban espacio alguno en el debate político que nos agitaba, a mí y a mis camaradas socialistas y revolucionarios de la plaza Emir Abdelkader de Argel. Los harkis, una cuestión de la que no se hablaba nunca, excepto para condenarlos sin remisión. Pero ¿de qué nos ocupábamos en serio en estos años que vivían al ritmo de los desfiles triunfales, los discursos nacionalistas grandilocuentes de los «salvadores» de la patria, las inauguraciones de monumentos a los muertos y a los mártires? Yo no escapaba a la norma general: si me interrogasen, si yo me interrogo, bien, los harkis eran unos traidores, se habían pasado al campo del enemigo, eran colaboracionistas. Esta opinión que compartíamos todos se fundamentaba en la idea, defendida y aceptada por todos, de que quienes habían llevado el país a la liberación eran los campesinos y los más pobres del sistema colonial. Los otros, los habitantes de la ciudad, burgueses, intelectuales, habían sido excluidos de la foto de familia de la Argelia liberada, y no faltaba mucho para que se les considerase traidores también. Los harkis, pues, campesinos en medio de un pueblo heróico de campesinos, habían decidido su destino. Habían elegido el bando de los franceses. Este era el estado mental en el que me crucé por primera vez con un harki, este fin de semana del 1 de noviembre en el Aurés, aproximadamente diez años después del Tosantos Rojo 5).

Explícame, ¿tu marido acepta que venga aquí, le da de comer? Ella me miraba sorprendida. ¡Pues claro! ¿Qué crees que ha pasado? Los hermanos pensaban igual, pero la vida había tomado otras decisiones. El atentado más conocido de todos los que se cometieron el 1 de noviembre de 1954, y que desencadenaron la guerra de liberación, tuvo lugar en las gargantas de Tighanimine, no lejos de la aldea de Ghouffi donde vivía el hombre del capacho, y donde nos hallábamos aquel 1 de noviembre de 1967. Como todos los hombres que se habían quedado en la aldea, como todos los que no habían podido emigrar, como mi marido – dijo ella – ganaba con gran esfuerzo el pan de las mujeres y niños de la familia, gracias a las pocas palmeras que se le habían asignado en el reparto anual, tal y como establecía una tradición de siglos. El atentado del 1 de noviembre de 1954 le lanzó al centro de las operaciones de pacificación.

Un viernes, día del rezo, los militares sacaron a los hombres de la mezquita exigiéndoles el nombre o los nombres de los «terroristas». El viernes siguiente, dado que todos se habían quedado callados -sin duda no sabían nada -, dos hombres fueron fusilados sin miramientos. ¡Volveremos el próximo viernes! Volvieron dos veces. Los hombres decidieron entonces echarse al monte y unirse a la guerrilla, pero a la mayoría se les rechazó. No nos podemos quedar con todos vosotros. Y además nos hace falta que os quedéis en el pueblo. Algunos meses más tarde, y visto que la amenaza francesa se ejecutaba sin piedad – todos los viernes se fusilaban aldeanos escogidos al azar – los hombres que quedaban entendieron que estaban encerrados en una trampa y que la única manera de sobrevivir, para aquellos que no podían irse del pueblo, era resignarse a aceptar las ofertas del ejército francés, que reclutaba a auxiliares «indígenas» para hacer los trabajos sucios. Así se convirtieron en harkis.

Así comenzó el horror entre los argelinos, que mataba la esperanza de un nuevo país con más acierto que el horror que emanaba de los franceses. Como represalia, los de un bando quemaban las casas, violaban y mataban a las mujeres y los hijos del otro bando. Al final de la guerra, el hermano no quiso ir a Francia. Hay tres como él en el monte. Todas las tardes les enviamos comida. Para la Administración están muertos. Para sus mujeres y sus hijos, también. Es mejor así. Es peligroso para todo el mundo.

¿Desde 1962? Me quedé desconcertada ante esta historia extravagante de fugitivos, y también trastornada, profundamente avergonzada sin saber por qué, inquieta. Mi joven idealismo estaba sólido en esta época, pero entreveía oscuramente las desgracias que estaban por venir: ¿A tu marido no le preocupa? Opacidad, complicidad, manipulaciones. En los años de la inocencia, ante una Argelia que estaba naciendo, yo no podía saber cuánto pesaba sobre nosotros esta negrura de la guerra y que triunfarían el silencio y el miedo que mantenían prisionero a todo un pueblo, a las víctimas y a los verdugos. Evidentemente, las autoridades locales sabían todo, pero esto sólo reforzaba su poder sobre las población de las aldeas. Los chanchullos se hacían para asfixiar suavemente pero sin tregua el ímpetu del joven país.

Muertos vivientes, borrados de la vida, de la memoria, privados del amor y la ternura y la libertad. Sus mujeres vivían allí arriba, entremezcladas entre todas las demás mujeres sin hombres que deja la guerra al retirarse, siempre, en todas partes, en todas las épocas. Viudas verdaderas o falsas, de harkis o de muyahidínes, olvidadas en el margen de las páginas heróicas de la nación, ellas sufrían en añadidura la crueldad de la tradición que les privaba del único recurso natural de la región: las palmeras de dátiles. Cada año, durante la asamblea de los hombres del pueblo de las aldeas fantasma, los últimos hombres que habían sobrevivido a la pacificación, a las masacres, al ajuste de cuentas entre hermanos, a la tortura, a la violación de las hermanas, las hijas y las madres – después de esta guerra, ningún hombre podrá decir que es un hombre, confió un viejo kabilo a Bourdieu – repartían las palmeras entre las familias, según el número de hombres que hubiera y de los chicos a partir de los 15 años. Sin hombre, sin hijos, no había palmera. Para muchas mujeres, pues, la única manera de sobrevivir era la prostitución, otro botín de guerra que se repartían los carroñeros de la posguerra que rondan a los supervivientes paralizados durante mucho rato aún por al violencia de la guerra. Esto es lo que había detrás de esta fachada de postal que se resquebrajaba poco a poco.

Al atardecer, el hombre del capacho me sonrió: la bretona le debió de decir que yo era abogada, que me había contado todo y que yo podía ayudarle. Me costaba responderle, tan violenta me sentía por la impotencia y la desesperación. El macizo del Ghouffi, el oasis, el albergue habían perdido sus poderes de fascinación y yo aprendí que al terminar una guerra no hay vencedores. Comencé la larga iniciación a la pena infinita y muda de las mujeres y los hombres y los niños encerrados en la trampa de la memoria rechazada de la guerra, aunque fuese una guerra de liberación, sumidos en un silencio destructivo. El hombre del capacho no me dirá nada, excepto esa sonrisa. El hombre del capacho seguirá siendo un desconocido para mí. Después de este viaje, de vuelta en Argel, reintegrada en la fiesta aún alegre de la independencia, yo volví a colocar la cuestión de los harkis en su lugar: lejos de mí.

Hoy intento comprender todo a través de la mirada de Aïcha, a la que dedico este texto. Esta joven mujer magnífica, inteligente y valiente, nieta de un harki que un día me vino al encuentro en Montpellier, cuando yo hablaba de Argelia y de mi guerra de Argelia, para decirme: No conozco la historia de Argelia, nadie me ha contado nada, mi padre nunca me habló de ella. Usted me ha devuelto un poco de esta historia.

Yo espero que juntos podamos reescribir esta historia y como dos Antígonas, a las que separa todo y que se parecen en todo, podamos enterrar a los muertos de esta guerra para que vivan los vivos.



_____________________

1) Frente de Liberación Nacional (FLN): organización argelina que luchaba contra la administración colonial francesa mediante atentados y como guerrilla.
2) bled: país; término árabe que en francés designa la tierra magrebí, entendida como patria chica.
3) harki: ‘bandolero’, nombre dado a los milicianos argelinos que luchaban en el bando francés contra los guerrilleros del FLN.
4) Pieds-noir (pies negros): Franceses establecidos en Argelia durante generaciones, que consideraban esta tierra su patria y se oponían ferozmente a la independencia.
5) Tosantos Rojo: 1 de noviembre de 1954, jornada de ataques del FLN contra objetivos franceses.

·

© Wassyla Tamzali (2014). Traducción del francés: © Ilya U. Topper · Primero publicado en Caleta (Dic 2015). Todas las notas son del traductor.
[Posdata: En una primera versión, por un error de traducción, este texto fue publicado en M’Sur como ‘El hombre del ataúd’]